Cuatro mujeres que han sufrido violencia machista cuentan su historia. No como víctimas sino como supervivientes de una sociedad y un sistema que las ha cuestionado y las ha convertido en ello.
«Lo siento, chica, la vida es dura. Yo no sé cómo estás ni quiero un informe del amigo de papá que diga que la niña no está bien». Esta fue la respuesta de la jefa de estudios de la facultad donde Jèssica, de veinticinco años, está estudiando. Hacía poco más de un año que había sido violada por dos desconocidos en los alrededores de esta facultad, de noche, cuando iba a buscar el coche para volver a casa. Cuando acabe la carrera llevará estos hechos a los tribunales. Mientras se reserva, comienza a narrar su historia: «Caminaba sola y sentí que me llamaban pero no hice caso. Ni me giré, pero eran muy insistentes y me puse nerviosa y caminaba más deprisa. De repente noté que me tiraban del pelo y el cuello. Fue muy rápido. Me estaban ahogando y me empezaron a pegar; primero, en la cara, y después por todo el cuerpo». Inspira y continúa: «Me decían que no me girara y cuando intentaba defenderme me pegaban más fuerte. Me destrozaron la cara, la mandíbula, un ojo, y el cuello me quedó marcado. No les vi la cara». Pausa larga: «Me arrancaron la ropa y me agredieron sexualmente». Con los ojos anegados, baja la mirada. «Notaba que tenía mucha sangre en la cara, todavía no sé cómo, di una patada y huí corriendo sin mirar atrás. Subí al coche y, hasta llegar a mi pueblo, no recuerdo nada más».
Desde entonces no ha dejado de luchar ni un solo día para salir del infierno en el que la hundieron aquellos dos hombres. A pesar de la insistencia de la familia, no quiso denunciarlo y reconoce que no sabe muy bien por qué, que tal vez tenía miedo de tener que admitir los hechos. Y conocía casos de chicas que no se habían sentido bien tratadas durante todo el proceso y en ese momento no se sintió capaz de afrontarlo. A los dos meses inició terapia con un psicólogo e intentó seguir la vida que llevaba con normalidad. Un año después, sin embargo, la violencia sufrida se manifestó en una depresión que la llevó a tener pensamientos suicidas. Explica que el trato que recibió de la facultad, la mala atención del departamento de psiquiatría del Centro de Atención Primaria (CAP) de su pueblo, así como comentarios del entorno, la hundieron aún más. La jefa de estudios negó el cambio de grupo porque consideraba que las razones de Jèssica no tenían suficiente peso: «La vida es dura, pero es que ya hace un año de todo eso», le respondió. Ir al grupo de tarde le suponía tener que hacer, de noche, el mismo recorrido del lugar donde la agredieron. Finalmente, a medio semestre le concedieron el cambio, no sin recordarle: «Ya veremos si apruebas esta asignatura». Terminó el semestre, aprobando la asignatura, y aquel curso no se volvió a matricular. En plena depresión, era incapaz de levantarse de la cama y no podía dormir. El psicólogo le recomendó que fuera al CAP para que le dieran medicación. Allí se encontró otro muro: «Me recetaron una medicación que me hizo una mala reacción. Intenté volver a ver a la psiquiatra, hasta que fui personalmente y la recepcionista me dijo: “¿Crees que la gente no tiene vida social? Cuando pueda ya te llamará”». Y nunca la llamaron.
«No están nada preparados para tratar con víctimas de agresiones sexuales. Las personas que trabajan en servicios públicos o instituciones deberían tener unos mínimos. Me estaban hundiendo, ¡me hacían sentir culpable por estar mal!», exclama ahora con la mirada oscurecida. «Yo solo quiero volver a ser la de antes, no quiero estar marcada por este hecho. Lucho cada día para salir adelante, pero la sociedad no me ayuda». Y remarca: «Hoy estoy aquí gracias a mi pareja, a mi familia y a mí misma, que soy la persona más valiente del mundo. Si fuera por el trato externo, me habría quedado encerrada en esa habitación sin ganas de vivir». Reflexiona que se siente mal por no haberlo denunciado y que todas las mujeres deberían hacerlo, pero que, después de todo a lo que ha tenido que enfrentarse, no sabe qué haría ahora: «Y es triste pensar así, pero quiero que se sepa cómo me siento y cómo me han tratado unos servicios que de alguna manera, dentro de su ámbito, tienen una parte de responsabilidad porque tienen que acompañar, ayudar, sanar. Y no juzgo a las personas, sino que critico el sistema. Se me ha victimizado constantemente cuando yo necesito justo lo contrario para poder superarlo».
En España se denuncia una agresión sexual cada ocho horas. Según los datos oficiales del Ministerio de Interior, en el año 2016 se computaron 1127 agresiones sexuales con penetración, tres al día. Se estima que la cifra negra en torno a este delito es muy alta ya que solo un 20 % de la mujeres que han sufrido una violación lo denuncian. Cuando una mujer ha sido víctima de una agresión machista, necesita un proceso de recuperación. Una de las consecuencias más frecuentes es que desarrolle un trastorno de estrés postraumático que en el peor de los casos puede ser crónico. La respuesta de los equipos profesionales que tratan con la víctima, policía, SEM, judicatura, servicios sociales, es muy importante para esta recuperación, así como la de responsables de centros públicos donde la víctima tiene un vínculo fundamental para su desarrollo social. La realidad, sin embargo, es que muchas mujeres tienen que tratar con personas que no están preparadas para atender a víctimas de violencia machista. No entienden el impacto psicológico que supone haber sido agredida sexualmente en el portal de casa, golpeada y forzada por dos desconocidos en una calle oscura o anulada, maltratada y violada día tras día durante años.
En Europa un tercio de las mujeres han sufrido violencia sexual a manos de una pareja o expareja, siendo las agresiones a manos de desconocidos las que representan el porcentaje más bajo. «Después de una agresión se pide a las víctimas que, de manera casi inmediata, cuando están todavía con una grave afectación por la agresión sufrida, lo denuncien», dice Carla Vall, abogada penalista y miembro de Mujeres Juristas de Cataluña. «Pero la denuncia no tendría que estar al principio del camino sino al final del proceso de recuperación. Las mujeres saben que el procedimiento judicial es lento, complicado y lleno de dificultades, por lo que no se puede exigir que atraviesen dos procedimientos llenos de agravios y paralelos». Y añade: «La sociedad debe aspirar a destruir el estigma de ser víctima de violencia sexual y atribuir una nueva identidad, llena de reconocimiento, la de supervivientes».
Angie es enfermera y tiene veinticinco años. Una noche fue agredida por un desconocido en el ascensor de su casa. «Subió conmigo, me agarró por detrás y me empezó a dar golpes muy fuertes. Me defendí con todas mis fuerzas. Me arrancó la ropa y me tocaba por todas partes y le dije con furia: “Antes me matas que me violas”. Me hacía mucho daño, pero yo no dejaba de luchar. Finalmente, se abrió la puerta y con una pierna la pude aguantar. Yo gritaba mucho y los vecinos salieron a la escalera y al ver la situación reaccionaron y redujeron al agresor hasta que llegó la policía. No sé cuánto tiempo duró». Explica que la actuación de la policía y la ambulancia fue correcta, y denunció la agresión. Esperó más de un año para el juicio. Los días posteriores al ataque quiso hacer vida normal creyendo que «estaba bien», pero cuando comenzó un tratamiento psicológico —en el servicio de la Oficina de Atención a la Víctima del Delito de los juzgados de Barcelona (OAVD)— se dio cuenta de que no lo había superado. Cuatro años después, cuando ve a un hombre por la calle con características similares a las de su agresor se angustia. «La policía me contó que el chico no había conseguido penetrarme porque era un principiante y me molestó que nadie, ni de mi entorno, señalara la posibilidad de que no lo hubiera hecho porque me defendí mucho. Y tuve que oír comentarios que cuestionaban por qué volvía a casa de madrugada o me preguntaban cómo iba vestida». Cuando recuerda el proceso judicial, se inclina hacia la mesa y explica, indignada: «Fue muy lento, frío y estuve muy poco informada. Al abogado de oficio solo lo vi una vez y no estaba especializado en casos como el mío. No tenía ni idea de cómo me sentía yo. Además, el juez denegó la petición de poner un separador en la sala del juicio. Sentí mucha angustia pensando que tendría que volver a ver al agresor y, peor aún, si él no recordaba mi cara, entonces la tendría muy presente. No puedo describir cómo me hizo sufrir eso». Y destaca una desazón que tendrá que afrontar durante muchos años: «A mi agresor, aparte de prisión, lo condenaron a pagar una indemnización fraccionada, y durante treinta años, cada mes, tendré que recordar que fui agredida sexualmente en el portal de mi casa. Treinta años».
Rubén Sánchez, psicólogo de la OAVD y agente de igualdad, explica el impacto sobre las víctimas cuando se deniega una mampara en un juicio: «Puede afectar la declaración judicial. La inquietud, la angustia, el malestar pueden condicionar el estado de la víctima durante las preguntas y llegar, incluso, a bloquearla y perjudicar la declaración. En algunas ocasiones he sido testigo de situaciones que han desembocado en una crisis de ansiedad y se ha tenido que detener el juicio. La mampara es un medio, junto con la videoconferencia, que tiene que estar dentro del procedimiento de manera ordinaria, no puede ser excepcional».
Xihui ha tenido que afrontar un proceso judicial largo durante el cual se tuvo que defender a sí misma porque nadie le informó verbalmente de su derecho a disponer de un abogado de oficio. A pesar de que en el atestado policial sí consta que la víctima había sido informada de ello. Xihui, de veintidós años, hacía un año que estudiaba en Barcelona, había venido de Alemania y no entendía de procesos judiciales, pero tuvo que aprender deprisa. El agresor la atacó de madrugada: «Estaba entrando en el portal de casa y él se hizo pasar por un vecino más. Me agredió por detrás. Me siento muy orgullosa de mí misma, luché muchísimo». Se retira el pelo negro hacia un lado con un gesto de confianza y continúa: «Me hacía mucho daño, estaba tirada en el suelo y luchaba por mantener la puerta abierta del ascensor. Él me hacía de todo y me arrancó la ropa y… Bueno, en ese momento entendí cómo soy de fuerte. Me defendí tanto que se asustó y huyó». Corrió a cerrar bien el portal y, escondida y muy asustada, llamó a una amiga. «No quería que me viera nadie, no quería causar problemas a la comunidad y, sobre todo, a la señora mayor con quien vivía. Mi amiga me convenció de avisar a la policía. Llegaron enseguida y ya dentro de la ambulancia les hice la descripción del agresor. Lo encontraron dos semanas más tarde». «Durante todo el procedimiento me sentí sola e impotente. Pero entendí que el juicio era una oportunidad que tenía para defenderme y lo hice enérgicamente». También le denegaron un separador: «Notaba su mirada fija pero no me giré en ningún momento. Estaba muy nerviosa y sentía rabia por dentro, pero contesté todas las preguntas que me hizo el abogado defensor, incluso las más insultantes y humillantes. Casi no me dejaba hablar e insinuaba con firmeza que yo estaba confundida y que seguramente no era cierto que había habido penetración digital. Eso me ofendió mucho». Y añade, agravada: «Sobre el tema de la penetración, aunque no sea de pene, es una penetración. Pero tuve problemas con el informe forense que me hicieron en el hospital porque omitieron este hecho y me sentí muy mal. Cada detalle era muy importante. Y en el juicio, aunque insistí en los hechos, no lo tuvieron en cuenta». Llorosa y con un tono de rencor recuerda las muchas veces que fue a la Audiencia Provincial de Barcelona a pedir información sobre el estado de su caso. «Salí llorando de allí tantas veces… Ni un solo funcionario de aquel edificio me trató con atención. No conseguí nunca nada».
Dos años después del juicio recibió una carta de la OAVD de los juzgados de Barcelona en la que le informaban de que tenía derecho a recibir atención psicológica. Habían pasado tres años de la agresión. Sánchez subraya la importancia de recibir atención psicológica inmediata: «Una superviviente de una agresión machista puede desarrollar un trastorno de estrés postraumático crónico con graves consecuencias para la salud mental y la calidad de vida. Se puede hacer prevención y evitar que pase de agudo a crónico con una buena intervención lo antes posible».
Xihui explica que a raíz de lo que le pasó entró en contacto con otras víctimas de violencia sexual, y constató la falta de apoyo social y humano que reciben. «En este país me he dado cuenta de que las personas no son educadas para tener la capacidad de defenderse», reflexiona. Y añade que «las víctimas no deberían sentirse avergonzadas ni culpables por haber sido agredidas, sino que deberían defenderse en un juzgado y si es necesario también de la sociedad».
Silvia. «Llegué al CAP y cuando la médico me hizo un reconocimiento y vio las lesiones internas y externas que tenía, me dijo: ¿Lo denuncias tú o lo hago yo?». El cuerpo de Silvia delataba la violencia que había estado sufriendo durante dieciocho años a manos de su pareja. Con el informe médico que concluía que padecía «síndrome del maltrato», fue a interponer una denuncia a su agresor. No se la admitieron por falta de pruebas. «¿Quieres decir que si vuelvo otro día con la cara destrozada o el brazo roto me la aceptaréis?», le dijo a la mosso de esquadra que la atendió. «Sí». En ese momento su agresor la llamó, le pedía que volviera a casa. «Me das miedo», respondió ella temblorosa. «Tú no tienes ni puta idea de lo que es tener miedo, ahora lo sabrás». Aunque la mosso fue testigo de la amenaza, la respuesta fue la misma. La negativa se repitió en una segunda ocasión. Era el año 2009. Silvia, de cincuenta y un años, licenciada en Derecho, entendió enseguida la situación: «Estaban vulnerando mis derechos como ciudadana». Escribió a la Consejería de Interior de la Generalitat de Cataluña y el propio conseller se puso en contacto con ella y se aseguró personalmente de que pudiera tramitar la denuncia.
Relata una odisea judicial e institucional, a ratos airada, a ratos se le entrecorta la voz y pide perdón porque llora, y en otros le sale aún más la rabia por todo el dolor que esta situación le está causando. «Cuando caí en manos de las instituciones, vi claro que de entrada yo era culpable y tenía que demostrar que el culpable era él», dice. Durante los años de horror en los que su pareja, poco a poco al principio y desenfrenado los últimos tiempos, la estuvo anulando, humillando, controlando, le estuvo pegando y abusando de ella físicamente, nadie de su entorno la ayudó. La hacían sentir responsable. Y ella, confundida, cedió a su agresor y aceptó aquella culpa. «Me disocié: en casa era una mierda, una mujer que se merecía esa violencia porque no era digna de ser tratada de otra manera, y en el trabajo ocupaba un cargo de responsabilidad como international manager y me valoraban. Eso fue un detonante de la agresividad de mi expareja». La violencia que ejercía sobre Sílvia era sobre todo psicológica, pero también física: las palizas y los golpes siempre parecían accidentes, excepto las agresiones sexuales. «Cuando me pegaba, él siempre justificaba cada golpe y yo lo aceptaba. Tenía cinco perros a los que quería por encima de cualquier cosa —ahora sólo le queda Shy— y él les pegaba mucho, los maltrataba para hacerme daño a mí y, cuando me ponía delante para protegerlos me pegaba a mí, muy fuerte: “¿Lo ves? Has recibido golpes porque te lo has buscado”, me decía». Sílvia estaba tan anulada que, por una parte, reaccionó a aquel infierno asumiendo que no podía ver sufrir más a sus animales, mientras que, por otra, comenzó a tener «pequeñas alarmas» que le hacían ver que «realmente él era muy peligroso». Explica tensa: «Una noche volvió muy colocado, comenzó a insultarme, me agarró mientras me amenazaba con un objeto contundente con mucha furia, estaba fuera de sí. Aterrorizada, me encerré en una habitación y puse un mueble delante de la puerta. Me pasé horas ahí. Estaba a oscuras y él gritaba: «¡No me hagas esto!». Como pude me escapé y corrí al coche. Cuando estaba a punto de entrar, él me atrapó y me suplicó que no me fuera, que no me haría nada. Yo no sabía dónde ir y ni siquiera llevaba la documentación encima. Me quedé. Durante una semana hice como si nada y un día me miré al espejo y, literalmente, no me vi. Me asusté tanto que mi cerebro hizo una especie de clic y entendí que tenía que ponerle fin. Pero todavía tenía una percepción sesgada porque entendía que era culpa mía, hasta que un día vi un vaso sobre la mesa y me di cuenta de que no tenía la distancia que él querría con el borde de la mesa y lo moví. «Lo mueves porque tienes miedo», pensé. Decidió que la mejor salida era la muerte. Mientras preparaba el suicidio, en silencio, de repente alguien la rescató: «Una amiga me llamó y me dijo que al día siguiente venía a comer. Pensé que era una buena ocasión para darle mi testamento». Pero la amiga tenía otros planes: apenas abrió la puerta se encaró al agresor mientras Sílvia, con un ataque de ansiedad, se encerró en la habitación hasta que, finalmente, esa mujer se la llevó mientras de fondo se oían los gritos del agresor: «¡Si te vas haré que te pegues un tiro!».
Se instaló en casa de la amiga. Y poco a poco comenzó a asumir qué había estado pasando durante todos esos años y por primera vez habló de ello. Inmersa en un desconcierto absoluto, vio cómo enfermaba gravemente y perdía el trabajo, mientras su agresor continuaba viviendo en su casa y le vaciaba la cuenta corriente. Confiada en que el sistema judicial la ayudaría, sacó fuerzas de donde creía que ya no quedaban y luchó para recuperarlo todo. Su casa, su vida, a ella misma. Pero no fue así. «A pesar de que estaba de baja, constaba que tenía trabajo, así que no tenía derecho a abogado de oficio y, haciendo investigación, supe que había un servicio de atención a la mujer en Barcelona, el PIAD (Punt d’Informació i Atenció a la Dona). Allí me proporcionaron una abogada especializada. Confié en ella, pero no me ayudó nada. Casi no estuvo pendiente de mi caso, no me contestaba los correos, las llamadas y, peor, insistió para evitar el juicio y pactar con el agresor. Yo no entendía nada. Estaba absorta». Y tuvo que sacar todavía más fuerzas, de no se sabe dónde, para defenderse a sí misma; de todo y en los tribunales.
Se enciende un cigarrillo, toma un trago de café y relata pausadamente: «En el juzgado de la mujer primero me juzgaron a mí y tuve que demostrar que yo era la víctima. Durante la fase de instrucción, que se prolongó muchos meses, el día a día de mi agresor como imputado no se alteró: tenía su trabajo, continuaba viviendo en el mismo domicilio, malgastaba mi dinero y estaba obsesionado conmigo. ¿Quién me protegía? El fiscal, durante la vista en la que se decidía si se daba credibilidad a mi denuncia, me preguntó si me constaba que mi expareja tuviera arma de fuego en casa. “No”, dije. Y no consideraron mi caso como una situación de riesgo para mi vida. Durante la entrevista clínica, el forense al principio fue muy brusco y me cuestionaba y me tenía que defender de él, pero enseguida vio mis secuelas, sobre todo psicológicas, y cambió de tono, fue amable y pidió un separador para el juicio». Y añade: «El proceso se ralentizó mucho por incompetencia del sistema e incluso algunos funcionarios me lo admitieron. Tuve que insistir para estar informada y menos mal que soy abogada y entendía los procesos, pero pensaba en las mujeres que no saben nada de esto y van perdidas por ahí, no están bien asesoradas, no conocen sus derechos. El día del juicio fue horrible. De entrada estaba confinada en una habitación muy pequeña, sin ventilación ni agua, es la sala de víctimas. Desde allí se oyen los gritos de presuntos agresores que esperan en celdas. Muy desagradable. Pasas horas ahí. Sin saber nada. En una ocasión entró una funcionaria y llamó a una mujer diciendo: «La de la agresión sexual, ¡te toca!». Y los imputados están en una sala de donde pueden entrar y salir libremente y tienen servicios como máquina de refrescos y snacks». Explica que al inicio del juicio, durante el cual una funcionaria estuvo haciendo papiroflexia, el juez le dijo: «Que sepas que tengo muy buen olfato para las denuncias falsas» (según un estudio del Consejo General del Poder Judicial, las denuncias falsas por violencia de género no llegan al 0,2%.), se quedó helada. A medida que iba avanzando el juicio, sin embargo, el juez fue mostrando interés por el caso. En un momento de receso, Silvia fue al servicio y allí, abatida por la ansiedad y el dolor, se desmayó. Al agresor lo condenaron a una Medida Penal Alternativa, y así evitaba prisión, y tiene una orden de alejamiento. Habían pasado dos años de la denuncia. Hace poco Sílvia se enteró de que su expareja se había empadronado en una vivienda a pocos metros de su domicilio actual y añade con la voz cansada: «Y sé que me sigue». Mientras se despide en la puerta añade con un desaire tierno: «Necesitaría descansar y recuperarme de todo, pero ahora no tengo tiempo, estoy preparando escritos y denuncias. El sistema no nos protege, a las mujeres, y no puedo permitir que ni una más pase por lo que he tenido que pasar yo. La estructura falla y yo me pregunto: ¿quién es el responsable?».
Fuente: https://www.jotdown.es/2018/01/de-victima-a-superviviente/