Hace unas semanas el Congreso aprobó con el único voto en contra del PP una proposición no de ley que instaba a la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados a derogar la prisión permanente revisable de nuestro Código Penal por considerarla «inconstitucional» y basada en «el populismo punitivo». La verdad es que eso […]
Hace unas semanas el Congreso aprobó con el único voto en contra del PP una proposición no de ley que instaba a la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados a derogar la prisión permanente revisable de nuestro Código Penal por considerarla «inconstitucional» y basada en «el populismo punitivo». La verdad es que eso del «populismo punitivo» no es algo realmente nuevo ni que pueda calificar sólo la política penal del PP. Ocurre, más bien al contrario, que el populismo punitivo es algo por lo que ha pugnado el bipartidismo en nuestro país, y que PP y PSOE se han ganado la etiqueta casi a partes iguales. Todo comenzó, podemos decir, con la aprobación del Código Penal del 95 por parte del PSOE y de su Ministro de de Interior y Justicia, Juan Alberto Belloch, que derogaba en la práctica el Código Penal del 73. Este nuevo Código Penal fijaba en 30 años el límite de estancia continuada en prisión, como el del 73; pero con el matiz de que eliminaba las redenciones de pena por trabajo-también presentes en el Código Penal del 44- y dejaba como únicos beneficios penitenciarios el indulto particular y la libertad condicional. Esto implicaba en la práctica aumentar la duración de las penas considerablemente y de manera rotunda ya que difícilmente con el Código Penal del 73 -recordemos, de una dictadura feroz y cruel- se superaba en la práctica la estancia de más 16 años en prisión -20 como máximo- gracias a los beneficios penitenciarios de aquel código penal franquista. ¿Cómo pudo realmente suceder esto: que un régimen dictatorial y anticonstitucional fuera más benévolo en la práctica que una democracia constitucional? Pues esto es lo que hay que preguntarles a PP y PSOE, aunque para algunos la respuesta es simple: el Código Penal del 73 estaba «maldito».
Pero la cosa no se quedó ahí, en el año 2003 el PP en el gobierno hace una reforma sobre el Código Penal del 95 que aumentaba, entre otras cosas, el límite de estancia continuada en prisión a 40 años para los delitos más graves, y establecía «el cumplimiento integro y efectivo de las penas». Estas reformas se producen, es verdad, en momentos de tensión y alarma social. Pero está también alentada por los medios de comunicación y partidos políticos ante excarcelaciones de delincuentes juzgados y que habían cumplido condena en base al C.P. del 73. Si a eso añadimos un escenario en el que el azote de la violencia terrorista está todavía muy presente en los titulares , todo ello lleva a que se produzca una verdadera «legislación en caliente» que no se sustentaba en los índices de criminalidad -que siempre han estado por debajo de la media los países del contexto europeo- y que instaura subterfugiamente la venganza punitiva en lugar del constitucional principio de la reeducación y reinserción social; lo que ha llevado a un continuo e inexorable endurecimiento de la respuesta penal
Una respuesta jurídico-penal que la reforma del Código Penal del 2010, en su exposición de motivos, llamaba a adaptar a las «actuales necesidades y demandas sociales», justificando la tipificación de nuevos delitos, el aument o de la pena de algunos de ellos y la introducción entre otras de «la libertad vigilada». Pero sucede que, a menudo , las demandas sociales carecen de base real sobre la que sustentarse, y carecen además en ocasiones de un apoyo en lo que puedan ser los Derechos Humanos y principios constitucionales básicos. El resultado no ha podido ser más catastrófico: 133 personas de cada 100.000 entran en prisión, más del doble que en Finlandia, Suecia o Dinamarca a pesar de tener una tasa de criminalidad un 27% inferior a la media europea y que está muy por debajo de países considerados como muy seguros, como Suecia, Dinamarca o Finlandia. Tenemos la segunda tasa de encarcelamiento más alta del contiente, a pesar de estar generalizadas las expulsiones de delincuentes de nacionalidad extranjera, y tenemos unos de los códigos penales más represivos de Europa, con anomalías democráticas y constitucionales básicas como, por ejemplo, ser el estado de Europa con la Justicia que más represalias penales (entre multas y peticiones de penas de cárcel) adopta contra un sindicato de trabajadores, el Sindicato Andaluz de Trabajadores, a pesar de que dicho sindicato sólo tiene implantación en la comunidad autónoma de Andalucía, y no en todo el territorio nacional.
Pero no bastaba, era necesario aumentar la gravedad de las penas con nuevas figuras punitivas, como la prisión permanente revisable y eso fue lo que hizo entre otras cosas el Partido Popular con su reforma del 2015; introduciendo el carácter «revisable» únicamente para que fuera mínimamente defendible su encaje constitucional. Pero si, al final de todo la Constitución Española dice que las penas de prisión estarán orientadas a la reeducación y a la reinserción social ¡cambiemos la Constitución para que sea Constitucional la cadena perpetua! como sostenía UpyD. También se ha repetido, por activa y por pasiva: la aplican países de nuestro entorno y nosotros porqué no vamos a hacerlo . Claro, es verdad que la cadena perpetua se aplica en algunos de estos países. P ero también es verdad que, en la mayoría de ellos, es una figura punitiva de carácter más simbólico que real y que suele estar sujeta a una revisión transcurrido un determinado tiempo -de 12 a 25 años en muchos casos- o que contiene un límite de estancia en prisión. Algo cierta y rotundamente inferior a los 40 años de estancia en prisión [1] de nuestro Código Penal -que ya se podía, cuando se instauró, calificarse de «cadena perpetua» encubierta- y que junto a la prisión permanente revisable han retrotraído a España al oscuro siglo XIX en materia penal. Lo que ha hecho que algunos denominen, no sin motivo y razones, al sistema penitenciario español como «criminal».
Habría que ver, no obstante, qué teorías conservadoras de la pena y de la conducta -que califica a los criminales como psicópatas irredentos en términos generales e irreversiblemente reincidentes- se han ido imponiendo subrepticiamente entre la conciencia popular gracias al sensacionalismo de los medios de comunicación, algunos de los tertulianos de los platós de televisión y a la ficción televisiva estadounidense entre otras cosas. Porque los datos hablan bien claro poniendo un ejemplo: sólo una muy pequeña parte de los excarcelados -los más peligrosos, se supone- por la derogación de la Doctrina Parot por el Tribunal Europeo de Estrasburgo ha reincidido, y si lo ha hecho ha sido, por lo general, con un delito muy inferior [2]. No obstante, las cárceles españolas no están llenas y repletas de presos con condenas tan largas y de este tipo: lo están de presos comunes que cumplen condena, por lo general y en su inmensa mayoría, por delitos contra el patrimonio o la salud pública. Y que están en prisión cumpliendo penas considerablemente largas, ya que la mitad de los presos deberían estar en libertad si se adecuase el encarcelamiento a la tasa de criminalidad y la media europea, y si fuera efectivo el principio constitucional de reinserción del penado.
Existe algo, no obstante, que es un lugar bastante común entre los especialistas y expertos: el recluimiento o privación de libertad por un tiempo superior a los 15 o 20 años produce daños psicológicos irreparables e irreversibles en el individuo y su «aniquilación como ser social». A esto podría esgrimirse: ¡pues que no hubieran delinquido y no tendrían ese problema! Claro pero, también, sucede que la Justicia no es siempre infalible; no siempre acierta: es a fin de cuentas un sistema de construcción humana y, aunque cuenta con muchos contrapesos y garantías, las pruebas pueden apuntar en reducidas ocasiones a un falso culpable. De manera que pueda suceder que a pesar de todas la garantías procesales y legales acabes en la cárcel siendo inocente, como de hecho le ha sucedido a Van Der Dussen, el holandés acusado de un triple delito de violación que no cometió, y por el que pasó 12 años en una cárcel española. No es ni mucho menos el único caso conocido, aunque sí el más mediático de los últimos meses; pero es de suponer que deba haber casos, también, en los que no se termine por descubrir la inocencia del condenado. No digo con esto, ni mucho menos, que los errores judiciales estén generalizados; pero si que, desde cierta perspectiva son dignos de tener en cuenta, al menos en su posibilidad. Por ello, al principio que repiten muchos juristas y expertos en Derecho de que «es preferible que un culpable termine libre a que un inocente vaya a la cárcel», habría que añadir otro principio como perfectamente razonable «antes que un inocente pueda estar en una cárcel sine die o prácticamente el resto de su vida -ya que la Justicia no es infalible ni mucho menos al 100%-, disminuyamos y pongamos límites más humanos a la estancia en prisión».
Eso como mínimo, porque si el andamiaje último o pilar básico de la sociedad o estado moderno es la libertad individual no se puede negar ese mismo derecho fundamental y constitutivo último de nuestra sociedad a determinadas personas, que han podido ser muy malvadas y haber hecho un daño irreparable a nuestras vidas. Pero negarles sine dine o en la práctica el derecho a recobrar la libertad, pasado determinado un periodo de tiempo «humano» no se justifica. Es verdad que los partidarios de las teorías conservadoras arguyen: «los ciudadanos tienen derecho a la libertad y a la seguridad», y de ahí las condenas tan largas de estancia en prisión. Sí puede ser verdad que tengamos derecho a libertad y a la seguridad, pero no es menos cierto que tras 20 años de estancia en prisión (y claro está, sin que el sujeto vuelva a delinquir dentro o fuera de la prisión) desaparece cualquier fundamento objetivo que permita calificar a una persona -responsable de crímenes viles y abyectos- como persona potencialmente peligrosa o con fundamentos objetivos de que va a volver a delinquir.
El razonamiento de que cambiar la respuesta penal con el Código Penal del 95 y sus sucesivas reformas se justificaba o se justifica para defender a las personas y su seguridad ante unas tasas elevadas de criminalidad no se sostiene porque tenemos una de las tasas de criminalidad más bajas de Europa desde hace décadas. A esto último podría decirse: eso prueba que sí funciona endurecer la respuesta penal porque se reducen los delitos y la tasa de criminalidad, y con ello «se manda un mensaje a los criminales y delincuentes, y a los que son como ellos». Pero es falso: puede igual funcionar con los corruptos y defraudadores, pero no con el que comete delitos contra la salud pública o contra la propiedad porque no tiene otro modo de subsistir. Como mejor contraejemplo de esto siempre está el caso de los EEUU que, teniendo una de las legislaciones penales más severas del primer mundo que incluyen la cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional -como sustituta en muchos casos de la pena capital-, no logra reducir -a pesar de tener el récord mundial en población reclusa por habitante- ni el tráfico de drogas, las muertes por armas de fuego o homicidios de los que tiene unas tasas muy altas, quizá la mayor entre los países desarrollados. Es verdad también que, desde cierta perspectiva, uno tiende a sentirse más seguro si sabe que un criminal no va a salir de la cárcel o va tardar en hacerlo mucho tiempo. Pero ello no es sino un síntoma: un síntoma de que con «el populismo punitivo» sucede lo mismo que con el absoluto de Hegel, a saber, que en «el populismo punitivo» nos movemos, que en él chapoteamos y que en él, en última instancia, vivimos gracias a los medios de comunicación y a la ficción televisiva norteamericana fundamentalmente.
No cabe ninguna duda, por supuesto, de que los declarados responsables de los delitos más graves han hecho un daño de grandísimas proporciones, irreparable, con carácter definitivo y han provocado un dolor inconmensurable a las víctimas que les va a acompañar durante toda su vida. A cualquiera le puede suceder una cosa así, también a mi y a mi familia. Y, ciertamente, se comprende el anhelo de muchas de ellas o de personas afligidas por dichos delitos de «que se pudran en la cárcel»; pero pienso que es necesario recapacitar y reflexionar serenamente, y ver que no se justifica racionalmente la reclusión de una persona por un tiempo superior a 20 años, a la que se encierra en un agujero y se tira luego la llave. Se dirá de nuevo: ¡pues que no hubieran delinquido y no tendrían ese problema! Sí, es verdad, pero eso es algo no queda a nuestro alcance, ni tampoco al de ellos ya, una vez que se he consumado el ilícito penal. Pero una cosa es clara: una sociedad democrática no puede permitir ponerse al mismo nivel que los delincuentes produciéndoles daños psicológicos irreversibles y su aniquilación como ser social; lo que es igual a su condición humana -recordemos que la tortura y los tratos inhumanos y degradantes están expresa y rotundamente prohibidos por nuestra Constitución-. Sucede, además, que si le quitas al hombre -que es, según Aristóteles, un animal social- la condición de ser social y su libertad te quedas con la condición únicamente de ser vivo animal, y eso no se puede amparar en un estado de Derecho. Así es que sí, los responsables jurídicos y culpables de delitos -incluidos los más viles, sanguinarios y atroces- también tienen Derechos Humanos, porque excluirlos a ellos e incluirnos sólo a nosotros destrozaría su carácter de universalidad y los invalidaría de facto.
Nota final:
Es necesario abrir un debate sano y mesurado sobre materia penal en España y en el que no hablen no -al menos no sólo- tertulianos de platós de televisión. A pesar de que es un debate que se debe producir sin demora, quizá lo más sensato y rápido -y que espero que lo tengan en cuenta las fuerzas del cambio de nuestro país- sería volver a aplicar los beneficios penitenciarios que el nuevo código del 95 eliminó; sin que se apliquen sin control o a diestro y siniestro, por supuesto. Supondría aligerar unas penas deliberadamente largas por estudios, por trabajo, por practicar deporte regularmente, etc., independientemente de que luego se valore qué hacer luego con los límites de estancia en prisión o con determinadas figuras punitivas y la duración de sus respectivas penas que podrían verse sujetas a revisión.
Notas:
[1] Alguien se ha parado a pensar siquiera por un momento ¿qué puede suponer estar de continuo en prisión? , ¿cómo afecta a una persona 30 o 40 años de estancia continuada en prisión? y no sólo eso: ¿entras en el mejor de los casos con 30 o 40 años y sales a los 70 o 80? ¿Su familia, por lo general su único contacto directo con el exterior, aguantará esos 40 años visitando a su familiar?
[2] Se trataba de unas condenas, las sometidas a la Jurisprudencia o Doctrina Parot que, al sobrepasar en años de cárcel con creces el límite de 30 años, el Tribunal Supremo estableció en Febrero de 2006, haciendo una suerte de ingienería jurídica para que no se les excarcelara y salieran libres, que los beneficios penitenciarios y las redenciones de penas se aplicaran sobre el total de las penas y no sobre el límite de estancia en prisión de 30 años. Sucedía que las reformas penales del 95 y 2003 no se podían aplicar retroactivamente a los reos condenados por Código Penal del 73, en base al artículo 11.2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, principio salvaguardado también en la Constitución de 1978. Pero la Justicia Europea terminó por anular dicha doctrina
Jesús García de las Bayonas Delgado es filósofo.
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