Más allá de otro tipo de lecturas más puntuales e interesadas, soy de los que considera que los dos debates televisivos cara a cara entre José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy han mostrado explícitamente las limitaciones de un sistema con claros déficit democráticos pese a su sacrosanta y atosigante declaración de principios. La elevadísima […]
Más allá de otro tipo de lecturas más puntuales e interesadas, soy de los que considera que los dos debates televisivos cara a cara entre José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy han mostrado explícitamente las limitaciones de un sistema con claros déficit democráticos pese a su sacrosanta y atosigante declaración de principios. La elevadísima audiencia, éxito mediático sin precedentes en la historia de la televisión en el Estado español, viene a confirmar manifiesta y paradójicamente la patología de una comunidad seducida por los mecanismos de la sociedad del espectáculo: triunfo de la banalización, la mercadotecnia, la puesta en escena… En definitiva, la representación como axioma en un mundo realmente invertido en el que lo verdadero viene a ser, sencillamente, un momento de lo falso. Por supuesto que el fenómeno no es nuevo: desde que en 1952 John Kennedy (con la asesoría de Leonard Reinsch) obtenía sus primeros éxitos utilizando frases concisas, cifras y detalles de sabor local en su enfrentamiento televisivo primero con el demócrata Humprey y posteriormente con el republicano Richard Nixon, el papel de estos cara a cara ha sido una constante en la turbulenta historia de las llamadas democracias occidentales.
La «dramatización» de las intervenciones de los políticos-as (con variado atrezzo y/o puesta en escena de acuerdo a las tradiciones y mecanismos singulares) establece las verdaderas reglas de juego de una democracia delegada y aparentemente representativa que encuentra en el medio televisivo su máximo clímax ceremonial: en el caso del debate español, supuesto espacio físico y moderador-a «neutro-a», guión preestablecido e inviolable, ajuste temático en función de lo previamente consensuado, estructuración de las intervenciones con limitación temporal y en claves de monólogo, intermedio publicitario, ausencia de público en directo, ausencia de periodistas que planteen cuestionarios complementarios… De esta forma, el debate se convierte en un espectáculo absolutamente dirigido en el que, por ejemplo, desaparece cualquier alusión al tipo de modelo económico (deificación del mercado) o al concepto de estado (legitimación, ad hoc, de la monarquía). Y todo ello, claro está, con los posteriores análisis comparativos de estados de ánimo y actitudes a cámara (alegorías «sociológicas») a los que, obviamente, no veo mayor aportación que la de contribuir a la felicidad de Antonio Solá (asesor mejicano de Rajoy y autor, entre otras grandes ideas mercadotécnicas, de la famosa imagen de la «niña», coda final en sus dos intervenciones).
En esta particular ceremonia de la nada en la que se han convertido las campañas electorales, nadie quiere dejar de participar en el festín. La crítica de los partidos «ausentes» no radica en absoluto en el fondo sino en la forma: nosotros también tenemos que estar en el escenario mediático ya que nuestra contribución al espectáculo puede servir a un mayor entretenimiento de la ciudadanía (con su necesaria lectura final en réditos electorales). Es decir, la democracia se sustentaría realmente más en el reparto de espacios y presencia televisiva que en el ejercicio de una verdadera libertad desde la base. Nadie niega que este intento de «bipolarización de las tendencias» (fenómeno por lo demás nada nuevo y constante, prácticamente, en todos los sistemas de representatividad con características similares) viene a ser otro manifiesto hurto a una voluntad popular mucho más plural, rica y diversa que la pretendida en los «mecanismos de control democrático» realmente existentes. Ahora bien: ¿por qué no se propone, desde esas «voces marginadas» la creación de espacios televisivos estables durante el desarrollo de las legislaturas que, con un tratamiento estético e infográfico adecuado, contribuyan a la educación verdaderamente democrática de la población y a la participación activa en cuestiones de manifiesto interés general? ¿por qué no se eleva a los tribunales pertinentes la necesaria denuncia sobre la falta de información de las actividades de los políticos-as en el supuesto ejercicio de sus funciones, tarea por lo demás a la que pueden dedicarse gracias a esa ciudadanía a la que sólo recurren, espectacularmente eso sí, cada cuatro años?
Más allá de los deseos y de una verdadera, radical y siempre necesaria voluntad democrática, la realidad de este ceremonial ha vuelto a mostrarnos sus manifiestas carencias. Las dos partes del debate televisivo Zapatero-Rajoy puede que hayan favorecido una mayor participación electoral final o la decantación, por uno u otro candidato, de un buen número de telespectadores-piezas del juego… Pero ocurre que cuando baja el telón, esas piezas tan importantes en días como éstos siguen teniendo la sensación de que vuelven, una a una, a la caja tonta de la Nada. Y contra eso sólo se combate con una profunda catarsis democrática. Y no sé si están los tiempos… Todavía.