Versión ampliada de la Comunicación de Sociología del Género al XV Congreso Español de Sociología, Sevilla, 2024.
Desde un enfoque relacional del consentimiento reflexiono sobre algunas ideas aparecidas en el debate público, especialmente a partir del librito de Clara Serra, El sentido de consentir (2024), donde se abordan muchos temas de interés, aunque controvertidos. Me permito aportar algunas ideas para clarificar el sentido del consentimiento y su relación con el deseo, junto con sus fundamentos teóricos.
El significado de consentir
Consentir en una relación sexual no es una receta mágica, no vale para todo. Solo, y es fundamental, vale para frenar la prepotencia acosadora patriarcal y favorecer unas relaciones voluntarias o libres (dentro de lo que cabe). El plano del placer o el deseo sexual es otro. La propia RAE le da dos tipos de significados. El primero, permitir, aceptar o acceder. El segundo, más amplio, acordar, complacer o ceder.
El tema del consentimiento es complejo, pero no en los valores que representa: voluntariedad, no imposición, que son claros y democráticos -y del mejor liberalismo social basado en el respeto mutuo-; aunque en su aplicación a la realidad social sea complicado. No es solo ni principalmente un asunto jurídico sino, sobre todo, es una regulación del comportamiento relacional. Es decir, es una norma o pauta de conducta basada en el respeto, la tolerancia y el reconocimiento de la otra persona, en su voluntariedad. Por tanto, consentir es ‘relación social’, una conducta colectiva o un pacto relacional mutuo; aparte está el componente jurídico como garantía pública frente a la violencia machista. Tampoco se debe subsumir en lo político; pertenece, sobre todo, a la esfera de lo social (y lo cultural y ético) como práctica interpersonal y valores cívicos.
Puede interpretarse con ‘ceder’ dentro de una negociación o equilibrio entre ambas disponibilidades, aun con desigualdad de estatus y objetivos, pero no llega a su contrario, la subordinación (absoluta) al poder fáctico del otro. La línea roja está entre voluntariedad (más o menos condicionada) e imposición (coactiva). En las relaciones interpersonales no existe la pura libertad (abstracta o ideal), pero tampoco es inevitable la violencia sexual derivada de unas relaciones de fuerza basadas en el desigual poder de dominación. Las diferencias de estatus no siempre hay que confundirlas con opresión o imposición. Sería un argumento falaz.
El consentimiento no es contradictorio, por mucho que se retuerza el lenguaje y el significado de ‘ceder’. Si la relación es voluntaria -por el motivo que sea- hay consentimiento (libre); si es impuesta -aunque acceda por otros motivos superiores- es coacción e involuntariedad, sumisión (ante el poder o amenaza del otro); o sea, esa aceptación (operativa) no sería voluntaria, luego, estrictamente, no habría consentimiento. El hecho, sin que sea incoherente, es que se puede consentir -a desgana- con libertad limitada por condicionamientos diversos, o sea, sin voluntariedad total, pero sin voluntad contraria u oposición decidida.
El significado de la palabra ceder o conceder, como sinónimo de consentir, conlleva la idea de voluntariedad, admitiendo concesiones. Pero si no es posible decir ‘no’ porque se impone la concesión para resolver otro bien superior, por ejemplo la propia vida, la mujer víctima de un agresor prepotente realmente no está consintiendo, aunque verbalmente diga que ‘sí’ o esté pasiva. O sea, hay que valorar el contexto, las condiciones del chantaje o amenaza del agresor y definir el sentido de la convicción de fondo de la mujer, y no solo su expresión formal impuesta. Sigue siendo pertinente la coherencia del consentimiento como criterio básico para diferenciar la existencia de acoso sexual y la falta de voluntariedad, y rechazar los falsos consentimientos formalistas conseguidos bajo sumisión.
Las mujeres, ante una violación, pueden ‘decir’ -o pensar- que ‘no’, pero no ser suficiente para evitarla y estar sometidas a la imposición violenta y forzada; es decir, están obligadas ‘prácticamente’ a la relación sexual no consentida, contra la voluntad interior, o sea, ‘impuesta’. No se trata de la exigencia de ser heroica -hasta con el riesgo de la propia vida- para demostrar que no se accede, tolera, permite… o consiente. Y si no somos libres para decir que ‘no’, tampoco lo seríamos para decir que ‘sí’. Por tanto, el consentimiento no es oscuro, ni ambivalente, ni contiene proyectos autoritarios de dominación sino relaciones respetuosas y acordadas, es decir, basadas en el contractualismo voluntario, no en la imposición o el sometimiento abusivo.
Y sí, el consentimiento es compatible con una buena cultura del liberalismo social, aquel que asume la tolerancia, el respeto y el reconocimiento, común con la tradición contractualista -otra variante ilustrada-, así como con la cultura democrática y solidaria de las izquierdas. Pero la crítica al consentimiento como liberal (o racional), fundamento de la modernidad, es un exceso discursivo, que solo se justifica desde el pensamiento posmoderno más irracional o pasional, cuando se pretende sustituirlo o subordinarlo por el deseo sexual, a pesar de que su fundamento también es liberal individualista, y llámese pasión, interés propio, egoísmo o libido.
A lo que se opone el consentimiento es, por una parte, al reaccionarismo patriarcal y autoritario que impone las ventajas de poder e imposición machista, con subordinación femenina, y, por otra parte, también al individualismo neoliberal de no reconocer o valorar a la otra persona. Y, por supuesto, se diferencia del individualismo idealista posmoderno, para el que prácticamente no existe el otro, infravalora el componente social del individuo, no contempla la relación social, solo prioriza el ‘deseo’ individual… y lo que venga después es indiferente en el plano social y ético. Por eso choca el consentimiento, como relación social voluntaria, con el pensamiento posmoderno individualista e irrealista.
En definitiva, el sentido del consentimiento sí se ha abordado públicamente y está claro su contenido sociopolítico más reequilibrador frente a la relación sexual coactiva, su influencia en el comportamiento social más respetuoso con las mujeres, su papel más garantista contra la violencia machista. Precisamente por ello ha recibido la gran campaña crítica y descalificadora de las derechas, que refuerza al sector más autoritario y conservador de los varones, algunos de ellos jóvenes; así como, a veces, ha recibido la desconsideración de sectores socialistas, incluso de algunas feministas, acomodaticios ante esa avalancha reaccionaria descalificadora.
O sea, la claridad sociopolítica feminista del consentimiento ha sido masiva y se ha expresado a nivel público ante hechos como el beso no consentido de Luis Rubiales a la campeona mundial, Jenni Hermoso, o la reciente repulsa social a la violación juzgada del futbolista Dani Alves, en cuya sentencia el tribunal ha ratificado el criterio del consentimiento para valorar la violencia machista. No obstante, continúa la disputa por su significado.
Así, existen actitudes que emborronan de confusión este concepto para justificar el acomodamiento político al poder dominante -institucional, judicial, mediático…-, con la complacencia de una parte de varones, conservadores y algunos progresistas, que se ha opuesto a este paso más democratizador y respetuoso en las relaciones sexuales y sociales de las mujeres en general, con un proceso deslegitimador, social y personal, fortísimo. Pero relativizar el valor del consentimiento, señalando su ambigüedad o su polisemia, solo obedece al interés por la defensa de un feminismo más tolerante con las ventajas patriarcales de los varones y menos incómodo para ellos, con la adaptación a esa contemporización.
El pretexto argumental, legítimo pero unilateral, se basa en expandir el deseo individual que, planteado en términos generales o teóricos, supone desconocer una ventaja relacional para el más fuerte, los varones, dejando en un plano secundario el consentimiento, imprescindible para la parte más débil, las mujeres en un contexto social desigual. Y ello no es victimismo, sino constatación de la realidad desventajosa de estatus y poder por sexo/género, con medidas garantistas para superarla.
Los límites del consentimiento
El consentimiento sí tiene sus límites. Como decía antes, no resuelve todo… pero sigue siendo fundamental para discernir la existencia de violencia sexista. Según la experiencia de EE. UU., parece que hay incremento de delitos sexuales… de hombres negros o racializados por el aumento de las denuncias de mujeres -blancas-; y, también, que hay un exceso de judicialización e incremento de penas. Pero esos hechos muestran un síntoma de un problema relacional de base, la coacción y el acoso machista que ahora se visibiliza más y se tolera menos por la conciencia y la presión feminista. Evidentemente, frente a la tendencia reaccionaria dominante, no se debe abordar con el punitivismo y el castigo, aunque se justifiquen con un papel pedagógico-persuasivo complementario. Hay que transformar los comportamientos y mentalidades con una dinámica educativa-igualitaria frente a una relación sexual impuesta y los papeles sociales discriminatorios, con cambios reales de la desigualdad social de género, de las ventajas y desventajas tradicionales por el sexo.
O sea, las nuevas leyes del consentimiento abordan un problema de fondo, la cantidad y gravedad de abusos a mujeres, cuya causa es la dominación y la violencia patriarcal. Pero esas normativas no crearían esa injusticia, y menos el consentimiento, que garantiza un freno a la prepotencia masculina. Lo que sí podrían incrementar es el número de delincuentes registrados -antes eran invisibles- y más si hay un punitivismo excesivo que es otra cuestión paralela. Pero ese aumento de la delincuencia sexual -registrada o más visibilizada- o de las actitudes machistas no se deriva de la exigencia de consentimiento, el empoderamiento de las mujeres o la mayor conciencia feminista. Su causa es la resistencia prepotente para abandonar privilegios y ventajas patriarcales, fundamentadas en la desigualdad por sexo/género.
Es sesgado culpabilizar al consentimiento del endurecimiento carcelario o de ser conservador, cuando es un freno del acoso machista y cierta garantía para las mujeres, no solo o principalmente como persuasión penal, sino como norma de comportamiento y cultura sexual -relacional- basada en la voluntariedad. Pero, sobre todo, sirve para transformar la prepotencia de varones con el respeto a las mujeres y reducir el comportamiento incívico impositivo y, por tanto, merecedor de repulsa social y rechazo feminista. Y, además, puede ser delictivo, que es cuando entra en funcionamiento el derecho penal imprescindible con la correspondiente sanción reparadora y de reinserción, sin victimismo.
No se trata de legislar sobre sexualidad, sobre las opciones sexuales y el deseo o el placer, sino de generar normas y conductas voluntarias que garanticen mayor libertad y seguridad de las mujeres y unas relaciones sexuales más igualitarias y libres, sin imposición o sumisión. En este sentido, la nueva legislación feminista o la intervención del Estado democrático -en disputa frente a su papel reproductor de la desigualdad de estatus y poder y la sumisión patriarcal- es un apoyo liberador. Su objetivo no es el disciplinamiento de las mujeres, sino promover con la propia sociedad civil -no con el mercado- una tolerancia cívica respecto de las distintas opciones sexuales, siempre con el límite de la voluntariedad.
Existe una desconfianza popular en el poder político, las instituciones y las leyes, muchas veces legítima. No obstante, en un Estado democrático y de derecho, hay que valorarlos por su papel específico regulador de las relaciones colectivas, o sea, respecto de los intereses de la ciudadanía, no desde una posición extrema, ácrata o individualista, que se opone a todo tipo de mediaciones institucionales. El Estado, las instituciones públicas, no debe meterse en la cama… salvo si hay una relación sexual no consentida -incluido en el matrimonio- que ya es un problema social y relacional, no solo personal; o sea, lo personal se convierte en político, un asunto público, no privado, en el que se define la propia comunidad, cuando se trata de una relación sexual no consentida.
Por tanto, hay que frenar las tendencias hacia el punitivismo penal y hacia la moralización pública, dominantes en muchos ámbitos. Pero esos riesgos no vienen derivados de la prioridad del consentimiento para discernir la violencia machista, sino todo lo contrario. Tenemos la gran evidencia de la reforma de la ley del ‘sólo sí es sí’, en la que por el acuerdo de las derechas con el Partido Socialista, precisamente, rebajan el papel del consentimiento y, al mismo tiempo, incrementan el punitivismo, todo ello con una campaña descalificatoria contra la propia ley y sus promotoras del anterior Ministerio de Igualdad.
La interacción entre consentimiento y deseo
Un plano interrelacionado con el consentimiento pero no prevalente, cuando hablamos de violencia sexista, es el del deseo. El deseo sexual -o la libido freudiana- puede ser oscuro y también forma parte de la ética… pero desde una mirada relacional esa indagación sobre su libre realización tiene un tope, el respeto mutuo, el consentimiento de ambos, la voluntariedad de la mujer frente a una agresión -diferente al sadomasoquismo consentido-. Y forma parte también de la ética cívica y sexual. El deseo individual -radical- no es el bien supremo al que se debe subordinar la relación con la otra persona, no es la guía para justificar un comportamiento prepotente o coactivo. Entonces, la exigencia del ‘no es no’ o el ‘solo sí es sí’ es legítima y ética; es decir, el consentimiento, la voluntariedad de la relación está por encima de la realización del deseo individual, debe ser voluntad de ambos.
El sexo consentido puede ser no placentero o doloroso, y no necesariamente hay violencia sexual; pero siempre debe ser voluntario. Así, cuando no es consentido esa imposición produce dolor al atentar a la dignidad de la persona que se opone a la sumisión, o sea, respecto de su libertad de decidir que se cuestiona. Y ese dolor frente a la indignidad se corresponde con la supuesta satisfacción, la plena voluntad y el ejercicio de poder del agresor machista. Por tanto, esta actuación no consentida requiere sanción social, y si es grave y delito, sanción penal proporcionada. Esa reprobación cívica no presupone victimismo ni punitivismo, sino justicia, reparadora y restaurativa para una parte, agredida, y sancionadora y con reinserción para otra parte, agresora. Esa relación coactiva podría ser placentera,incluso parcialmente deseada, pero su carácter principal deriva de la voluntad decisoria de no consentir.
Podemos admitir algunos puntos de coincidencia entre ambos enfoques, relacional/contractualista e individualista/posmoderno: el consentimiento tiene límites, no es una varita mágica que resuelva todo, en particular, no sirve para conseguir y expresar el deseo sexual, solo exige voluntariedad no coacción. No obstante, cabe una doble actitud: defenderlo, como garantía de voluntariedad y libertad en una relación sexual y, al mismo tiempo, valorar sus límites ya que no resuelve el resto de la relación, el placer y el deseo, que están en otra esfera individual y relacional.
La cuestión se supera con la consideración de su interdependencia o combinación para afrontar el doble plano de la libertad sexual: por un lado, el freno a la violencia machista, a la prepotencia masculina que impone su sexualidad y subordina a las mujeres; por otro lado, la expresión libre del deseo sexual de las mujeres (y colectivos LGTBI), en posiciones subalternas, pero con derecho al placer y la reciprocidad. Ello mejorará la mejor masculinidad y la propia realización y felicidad de los hombres.
El hilo conductor de esa posición posmoderna pretende conjugar el consentimiento con el deseo, cuestión razonable, pero siempre subordinado al segundo como bien supremo de la relación sexual, cuestión discutible. Esa jerarquización deja de lado el aspecto principal del papel del consentimiento: es una garantía conductual frente al acoso machista en defensa de la voluntariedad de la relación sexual y la capacidad de decidir de las mujeres (y de cualquier persona). No se comprende que en esa práctica interpersonal -no en el deseo subjetivo o la fantasía- existen dos planos diferentes, el relacional y el individual. Y si el deseo sexual es individual, cuando se inicia y establece la relación es cuando, aparte de buscar placer, entra el criterio de consentimiento para expresar la voluntariedad y evitar la coacción machista, o sea, para delimitar si existe violencia; nada más y nada menos.
Por tanto, en esa práctica social la prioridad es la voluntariedad, no la imposición o la sumisión. Paralelamente, están el deseo y el placer. Pero no hay que confundir los dos planos o infravalorar la capacidad decisoria de las mujeres, su propia voluntad para consentir o acordar, condición básica para hablar de relación sexual; en ausencia de consentimiento, la relación se convierte en agresión sexual.
El deseo individual, como decimos, podría ser compatible con el consentimiento. Pero ese enfoque posmoderno lo absolutiza para dejar subordinado el criterio del consentimiento, al que se rebaja y descalifica. Así, se realizan críticas exageradas sobre el papel del contrato, el pacto o el consentimiento (afirmativo), y se intenta descreditarlo por su vinculación con el plano jurídico penal y el punitivismo (o el neoliberalismo).
La crítica de fondo es que constituye una constricción del deseo, del individuo deseante, cuyo contenido puede ser opaco aunque la pulsión sería nítida y actuante de forma más bien determinista. Estaríamos ante la libido freudiana y del psicoanálisis, o la pasión individual -el egoísmo o el beneficio propio- de los fundadores británicos del liberalismo individualista (Hume, Smith), frente a otras tradiciones modernas más socializantes, como la del republicanismo cívico y los contractualistas franceses (Rousseau), o la pulsión pasional marxista, más colectivista, para cubrir las necesidades vitales básicas, objeto ambas de la crítica posmoderna.
Por supuesto, esta legislación actual del consentimiento deja un espacio al deseo, solo afecta cuando ese deseo se convierte en conducta impositiva para las mujeres (u otras personas en general). ¿No tiene que pronunciarse frente a esa agresión, no solo el Estado y la Ley, sino la sociedad y, especialmente, el feminismo para evitar esa prepotencia machista, profunda e histórica, que reproduce la desigualdad de género y la subordinación femenina, con la lacra de la violencia machista?. En cierto pensamiento posmoderno, asocial, esa realidad discriminatoria es secundaria, así como la correspondiente dinámica igualitaria y liberadora basada en el acuerdo y el respeto mutuo; lo prioritario es el deseo individual.
Las mujeres (todas las personas) pueden no saber lo que quieren y durante una trayectoria… hasta que saben y expresan una voluntad o una decisión, el NO o el SÍ de la relación, aunque sea en distintas etapas y prácticas. Y la indefinición puede durar un tiempo, incluso con el deseo y el placer por distintos derroteros. Pero cuando se expresa la voluntad, del no consentimiento, prima su soberanía… frente a la decisión -deseo o voluntad- del otro.
En definitiva, es positiva la idea de conjugar consentimiento y deseo, pero respetando la prioridad de cada uno de ellos en su campo relacional e individual respectivo. No es admisible una apariencia ecléctica de combinar las dos posiciones -consentimiento y deseo-, pero siempre apostando por la superioridad del segundo y la subordinación del primero, al que se critica de forma continuada.
La conclusión es que el deseo (o la voluntad) individual puede ser legítimo para guiar los objetivos y prácticas sexuales, pero en el plano relacional, es decir, en la trayectoria práctica de la interdependencia con otras personas hay una condición (social, cultural y ética) feminista básica, que es la voluntariedad de ambas personas, con la concreción de un acuerdo, pacto, contrato o consentimiento, más o menos explícito, pero evidente.
Por tanto, la compatibilidad entre ambos criterios la podemos establecer en la prioridad de cada uno de ellos en campos y dinámicas diferentes. Así, hay que salir del marco individualista -deseante- y comprender y actuar en el marco relacional -consentido, con buenos tratos-. El consentimiento da respuesta a la violencia machista; el deseo sexual al puritanismo. La libertad sexual se garantiza por la voluntariedad y el acuerdo y, al mismo tiempo, con la libre expresión del deseo.
En consecuencia, a través de cierta habilidad discursiva de reinterpretación del papel del consentimiento, se pretende establecer el ‘verdadero’ sentido de un consentir subalterno, según ese enfoque individualista posmoderno, frente al contenido del consentimiento como acuerdo interpersonal, para acomodarlo a una nueva versión argumentada de la prioridad del deseo. Así, se consigue la subordinación del consentimiento, descalificando su sentido relacional frente a la violencia machista, para resaltar la libre expresión del deseo individual sin ningún contrapeso social y ético.
El problema es que, aunque se suele expresar como fundamento para la liberación sexual femenina, la defensa dogmática e individualizadora del deseo sexual se adjudica de forma indiferenciada respecto de varones y mujeres pero, como existen distintas relaciones de estatus y poder, adquiere diferente significado práctico. Y, para el caso que nos ocupa de la violencia sexista, practicada generalizadamente de varones hacia mujeres, queda sin deslegitimar la simple libido impositiva, como deseo sexual irrefrenable, y la voluntad de varones machistas y prepotentes que imponen su agresión sexual… dejándose llevar por su deseo, o legitimándose en él. Esa ambigüedad del deseo sexual o, mejor, su carácter polisémico, al materializarse con otra persona, es cuando debe clarificar su sentido relacional, o sea, su voluntariedad y su consentimiento o, bien, la imposición y el abuso sexual, sin caer en la indefinición pasiva o en el ‘no saber’ como agente sin voluntad.
Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.
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