Fue un domingo soleado. En el Ayuntamiento de la ciudad se daba el último adiós a un escritor portugués, Premio Nobel de Literatura. Miles de personas desfilaron ante la capilla ardiente. A las once entró la violonchelista, vestida de rojo. «Rojo, como era él», contó la viuda que había dicho la intérprete. Sonó Bach. En […]
Fue un domingo soleado. En el Ayuntamiento de la ciudad se daba el último adiós a un escritor portugués, Premio Nobel de Literatura. Miles de personas desfilaron ante la capilla ardiente. A las once entró la violonchelista, vestida de rojo. «Rojo, como era él», contó la viuda que había dicho la intérprete. Sonó Bach.
En la calle la multitud aplaudía y sollozaba. Una mujer alzó un libro del escritor fallecido. Fue un gesto espontáneo. Al instante, otros le imitaron y así brotaron en lo alto decenas de títulos del difunto acompañados de claveles rojos.
Un hombre de aspecto humilde elevó un ejemplar de tapas amarillas; una ráfaga de viento aireó sus páginas y dejó al descubierto huellas de una conversación imaginaria entre lector y autor a través de apuntes en los márgenes, líneas subrayadas, hojas desgastadas. Cuando los organizadores del funeral se llevaron el féretro al cementerio, libros y flores se agitaron en lo alto al compás de una tristeza colectiva. Los allí presentes lo vivieron con mucha emoción.
Llegó el lunes. Los lectores estuvieron todo el día apagados, cabizbajos. Pero hubo una mujer, quizá llamada Pilar, que salió a la calle con un clavel rojo porque sentía necesidad de seguir rindiendo homenaje al escritor. Al doblar una esquina se cruzó con un chico que, al verla con la flor, sacó un ensayo sobre la lucidez.
No se conocen aún los pormenores del contagio, pero lo cierto es que dos horas más tarde miles de personas mostraban claveles y libros del escritor portugués en sus trayectos de casa al trabajo o del trabajo a casa, en el metro, en las cafeterías o terrazas. Al reconocerse, los porteadores se sonreían y proseguían su camino. Algunos incluso se detenían a conversar unos segundos:
«Qué bien que compartamos nuestra pasión por estas novelas«, decían unos; «qué pena que el autor nos haya dejado«, comentaban otros.
El fenómeno se extendió por los cinco continentes. Un periodista preguntó a una persona cualquiera con un libro alzado qué clase de contraseña era aquella, y esa persona contestó que se trataba de un modo de recordar al escritor y de compartir con él su indignación ante la ceguera, la desigualdad, la injusticia y el incumplimiento de los derechos humanos. «Soy una ciudadana responsable y como tal me indigno ante el mundo actual», señaló.
Un periódico tituló al día siguiente «Libros y claveles alzados incitan a la rebelión» y para sorpresa de muchos, el manto de flores y libros creció aún más, inundó pueblos, urbes, montañas, valles y playas.
Las fotos efectuadas por los astronautas de la nave Spring detectaron un incremento de tonos rojizos en la mayor parte del globo terráqueo y llamaron a la Casa Blanca para alertar.
A la vista de los acontecimientos, el propio presidente del gobierno decidió colocarse un clavel rojo en la solapa de su chaqueta para declarar en público su admiración por la literatura del Premio Nobel portugués. «¿Y también cree que es hora de que este mundo cambie?», le preguntó alguien. Sorprendido, contestó: «No lo sé, no lo había pensado hasta ahora».
La historia sigue. In memoriam.