El último informe de la Organización Meteorológica Mundial, referido a 2024, es demoledor. Constata un imparable aumento de las concentraciones de CO2, metano y óxido nitroso en la atmósfera, al tiempo que documenta este año como el primero en superar en más de 1,5 °C el valor de referencia de la era preindustrial, siendo 2024 es el año más cálido desde que empezaron a registrarse los valores de temperatura hace 175 años.
Si cabía alguna esperanza para la ingenuidad de quienes se aferran a la «transición verde» como posibilidad real de inflexión en la curva exponencial de la crisis climática, esta noticia la desbarata al completo, sobre todo porque el origen de las emisiones es múltiple y está asociado en buena parte al propio cambio climático -si citamos como ejemplo los grandes incendios forestales-, y porque la segunda parte de la cuestión, la capacidad del planeta para absorber los gases invernadero, está menguando a pasos agigantados, y esta noticia es aún peor que aquella que sitúa las emisiones en su pico más alto. Es decir, hemos entrado en una espiral que se retroalimenta de su propia energía y en la que la única alternativa parece ser actuar sobre el nudo, la fuerza motriz que se sitúa en este nudo.
Así, la cuestión sobre si la «transición verde» ofrece o no soluciones reales queda ofuscada por la gravedad del problema en su conjunto, pues en el mejor de los casos sería insuficiente para atajar las causas principales del desbordamiento climático. Ya no sirve una operación superficial sobre los síntomas: es preciso un tratamiento eficaz e inmediato sobre los agentes que provocan y extienden el cáncer, dado que una demora en este tratamiento podría significar un colapso ecosistémico. Además, no queda suficientemente comprobada la eficacia de esta cura sobre la piel: instalar millones de hectáreas de fotovoltaicas o incontables máquinas de producir electricidad con el viento no sólo no podrían estar actuando como freno sino que podría, incluso, estar acentuando el mencionado desbordamiento, al desviar nuestra atención sobre el origen de la cuestión, que no es otra, al fin, que la actividad humana en constante crecimiento.
En consecuencia, se revela con claridad, por una parte, que son precisas medidas más radicales para parar o al menos ralentizar esta catastrófica tendencia, y parece evidente, a su vez, que estas medidas no pueden ir asociadas a aquellas actividades que generan el problema, sino en sentido contrario, es decir: aminorándolas. O dicho de una forma tajante: decreciendo.
Hemos de partir de una base sólida: cualquier intervención del ser humano en el medio natural es susceptible de generar convulsiones sobre el mismo, siendo mayores éstas cuanto mayor es la intensidad de la intervención o lo son sus consecuencias, tanto inmediatas como a largo plazo. Esto lo que viene a decir es que salvo aquellas que van encaminadas a restablecer un orden natural preestablecido, el resto de actividades aportan, en mayor o menor medida, un desequilibrio sobre el frágil equilibrio planetario, en estos momentos en estado crítico.
Asentada esta premisa, es fácil deducir que lo que más urge decrecentar no son las pequeñas actividades cotidianas y autogestionadas que permiten la supervivencia sin generar un impacto notable a nuestro alrededor sino aquellas que precisan de una actividad de terceros y su desarrollo implica una modificación sustancial del medio. Como es obvio, no es lo mismo desplazarse en bicicleta para dar un paseo, por más que una bicicleta necesite para su fabricación de una industria -posiblemente contaminante- que tomar un vuelo de avión para hacer turismo, con las consecuencias medioambientales que tienen la fabricación de los aparatos, la construcción y mantenimiento de las pistas o del propio aeropuerto, el consumo de combustible y la actividad derivada del motivo de nuestro viaje.
Es decir, cuando hablamos de decrecimiento debemos referirnos a aquello que es susceptible de menguar para cumplir, de este modo, la función de aportar equilibrio al medio, dentro de un sistema económico y cultural marcado por la acelerada actividad y el movimiento constante.
El decrecimiento, en este sentido, es asistemático, genera lentitud y ofrece una vía de escape hacia otros modos de vida que se han de explorar. No estamos hablando, en consecuencia, de un nuevo sistema sino de un freno al sistema vigente que tendría que obligar a este mismo a buscar una adaptación. O dicho de otro modo: el decrecimiento actúa en contra del capitalismo como catalizador de su declive, aportando un espacio de tránsito en el que nuevas prácticas más beneficiosas para el entorno han de ser posibles. Y en este declive, se debería tener en cuenta también una ruptura con el paradigma vigente y que sitúa al ser humano en el centro. La visión antropocéntrica que coloca a nuestra especie como dominante debe dar paso a una mirada extendida y holística en la que asumamos nuestra dependencia de la existencia misma de un medio habitable, tanto para nuestra especie como para el resto. Decrecer puede significar aceptar un crecimiento de la biodiversidad y puede significar también comprender mejor el mundo en el que vivimos.
Tampoco decrecer debe estar ligado a la pérdida de logros científicos, técnicos o culturales. Los derechos que deberían ser universales, como la educación o la sanidad, han de seguir vigentes y esto implica un uso positivo de la ciencia, la técnica o la cultura, aceptando que ese uso no debe interferir en el propio decrecimiento, en especial a lo que se refiere a la renuncia a todo aquello que fundamenta el intercambio comercial a gran escala, el acaparamiento de bienes o la especulación con recursos naturales.
Pensar en una habitabilidad conjunta con el capitalismo o con el atropocentrismo sería un autoengaño. Y sin embargo, en lo que se refiere al capitalismo como sistema vigente capaz de producir bienes de consumo, pretender su anulación nos llevaría a un imposible, sin tener en cuenta que la incertidumbre generada podría ser ocupada de inmediato por autoritarismos indeseables o situaciones de absoluto caos. El decrecimiento va en contra del capitalismo pero no aspira su aniquilación inmediata pues su función no es la fabricar un mundo post-capitalista. Su función fundamental es la de moderar radicalmente las nefastas consecuencias de una de las leyes que rigen el capitalismo: el eterno crecimiento. Por lo tanto, no estamos hablando de la imposición de un colapso sino de la inversión de una tendencia. O dicho de otro modo: el decrecimiento actúa sobre la palanca del freno antes de que el tren descarrile en una vertiginosa curva. No se trata de parar el tren en seco sino de que éste transcurra armoniosamente por el paisaje, con el objetivo de llegar a otro lugar más habitable, no sólo para nuestra especie.
De acuerdo, es preciso decrecer. ¿Pero por dónde comenzar? ¿Qué estamentos deben tomar esta decisión y cómo? ¿Qué asuntos marcan una emergencia a actuar? ¿Podemos, desde la ciudadanía, ayudar a que el decrecimiento tome forma y sea aceptado como imperiosa condición vital? ¿Están en juego recursos vitales, como la alimentación? ¿Es posible apostar por un decrecimiento que permita crecer en valores, en bienes inmateriales o incluso en salud y bienestar físico y mental?
Son estas, y otras preguntas paralelas, las que abordaremos en próximos capítulos, pues a través de las respuestas podremos comprender mejor la trascendencia de este término. Decrecer es decrecer, no tratemos de rodear esta palabra de retorcidas alegorías retóricas, la cuestión es qué debe decrecer primero, quiénes tienen una mayor responsabilidad en este asunto, qué medios de producción han de desacelerar su maquinaria, qué actividades o qué territorios podrían quedar al margen, cómo podemos actuar consecuentemente siendo conscientes de la necesidad de decrecer, etc.
Julio García Camarero es doctor en Geografía por la Universidad de Valencia, ingeniero técnico forestal por la Universidad Politécnica de Madrid, exfuncionario del Departamento de Ecología del Instituto Valenciano de Investigaciones Agrarias y miembro fundador de la primera asociación ecologista de Valencia, AVIAT
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