Pues sí. Al final va a ser que sí. Que en Irak hay armas de destrucción masiva. Más concretamente las que han llevado y utilizado los EEUU de Norteamérica. El temible fósforo blanco, entre otras. En Falujah, por ejemplo, sus aterrorizados habitantes han comprobado en propia carne el dolor que acompaña a la «libertad y […]
Pues sí. Al final va a ser que sí. Que en Irak hay armas de destrucción masiva. Más concretamente las que han llevado y utilizado los EEUU de Norteamérica. El temible fósforo blanco, entre otras. En Falujah, por ejemplo, sus aterrorizados habitantes han comprobado en propia carne el dolor que acompaña a la «libertad y la democracia» del eje del bien. Por su propio bien, claro. Y si no ¿por qué retenían el petróleo de occidente bajo sus arenas?
El eje del mal, entretanto, es llevado subrepticiamente en aviones, que hacen escala en la vieja y democrática Europa, con destino final a algún país que haga ese desagradable pero tan necesario «trabajo». Eso sí, utilizando «técnicas innovadoras», no vayan a creer que hablo de torturas. Decenas de miles de civiles iraquíes han sido asesinados por las tropas de la coalición, encabezada por EEUU, 150.000 según algunas fuentes. Otros miles han sido torturados en prisiones como Abu Graib. Eso es terrorismo. ¿Quieren un terrorista? George W. Bush. Ahí tienen a uno. Júzguenlo, si pueden.
Zapatero, ese incansable muñidor de la «alianza de civilizaciones», busca denodadamente una definición de terrorismo en la cumbre Euro-mediterránea de Barcelona. Pero si es muy sencillo. Terrorismo es lo que hace el otro. Lo nuestro es aplicación del Estado de Derecho. Faltaría más. Sólo es cuestión de tener un Estado, occidental y rico si es posible, que el Derecho viene por añadidura.
El que resiste, la «resistencia», es puro terrorismo, eso sí, salvo que sea contra un gobierno popular o socialista, en cuyo caso se llama «oposición democrática». La misma expresión «democracia» cobra una elasticidad increíble según se trate de exigir derechos formales a Cuba, Corea del norte, Irán o Palestina o si se pretende hacer negocios con Marruecos, en cuyo caso la reclamación saharaui pasa a ser un molesto episodio ex colonial y las sistemáticas torturas al disidente, una rémora medieval de la imparable modernización del reino alauí.
Chávez, ese tele predicador populista sistemáticamente refrendado por el Pueblo venezolano ya son diez los comicios en los que se le ha ratificado desde 1998, resulta ser un dictador para la primera potencia del planeta, y por ello lo secuestró e impuso al presidente de Fedecámaras, Pedro Carmona, a quien nadie había elegido. Simple formalidad. La misma hegemónica potencia que ha derribado en Latinoamérica du- rante los últimos doscientos años todo gobierno que no le conviniera, así fuera mediante el asesinato directo, la compra de voluntades o la utilización de mercenarios terroristas, como en la Nicaragua sandinista. Somoza, por ejemplo, «era un hijo de puta, pero era nuestro hijo de puta», decían los gringos. He ahí un buen modelo para definir el terrorismo. Sólo que entonces «la contra», esos matarifes a sueldo creados por la primera «democracia del planeta» para minar los campos y asesinar a los campe- sinos, eran llamados «luchadores por la libertad».
Vamos a definir el terror. Terror es que te despierten a las cuatro de la mañana unos individuos, que te sacan a golpes de tu casa mientras otros la ponen patas arriba. Que te lleven a un lugar desconocido y te mantengan cinco días sin comer ni dormir mientras te aplican «técnicas novedosas». Luego te condenan con tu sola inculpación obtenida de aquella simpática manera y te llevan a cientos de kilómetros a vegetar durante años, decenios, sin derecho a la salud, a utilizar tu lengua, a la educación, a la intimidad, etcétera, hasta que, como en el juego de la oca, un día te dicen que, cumplidos treinta años, tienes que volver a empezar. ¿A que es terrorífico? Pues no hablo de Guantánamo. Está más cerca. Ahí al lado. Claro que eso no ocurre en una democracia. Por supuesto que no. Eso es propio de las dictaduras.
Sólo en una dictadura pueden cerrarse periódicos y radios. La libertad de expresión, de la que forma parte el derecho a recibir información veraz por cuantos medios sea posible, el derecho de asociación y la participación del ciudadano en los asuntos públicos mediante la representación de un partido político, es consustancial a un sistema que se precie de democrático. Así lo creían, al menos, los clásicos del invento, como Tocqueville. Por ello es impensable que en una democracia se ilegalicen partidos políticos, asociaciones juveniles, de ocio, etcétera. Eso nunca ocurre en una democracia. Y cuando, muy esporádicamente, se atisba esa malévola intención por parte del Poder constituido, enseguida el resto de «partidos democráticos», como una piña, ponen pie en pared y resuelven no concurrir a las urnas si no es con la garantía de la participación de todas las ideas. Eso sucede en un país democrático.
En un sistema democrático el Poder judicial es independiente y procura la tutela judicial efectiva del ciudadano frente a los abusos del Poder. Al menos formalmente, como corresponde a un sistema democrático-burgués (Montesquieu). Los jueces y tribunales no secundan ni promueven las iniciativas políticas del Ejecutivo de turno en macro procesos políticos infames, ni encubren en sentencias adobadas con fraseología jurídica decisiones políticas para reprimir a todo un pueblo. No existen juzgados específicos para minorías étnicas. Tampoco justifican el asesinato bajo la excusa de terceras guerras mundiales contra el «terrorismo», ni adelantan sentencias ilegalizado digo sentencias, en saraos capitalinos. Y, desde luego, no fuerzan el Derecho para evitar que un preso que ha extinguido su condena salga de prisión, sólo porque el poder político así lo quiere. Eso sólo sucede en regímenes autoritarios.
Terrorismo, Dios, democracia, libertad ¡cuántos crímenes se cometen en vuestro nombre! Por eso sigo acuñando la misma definición que proponen ellos. Terrorismo es lo vuestro, que lo nuestro es resistencia, como dicen los palestinos, los chechenos, los iraquíes y que el lector sume los pueblos que desee, que yo no puedo, porque una Ley «democrática» castiga como delito el «enaltecimiento». Y es que definir el terrorismo puede llegar a ser delito de terrorismo, para aterrorizar al escribiente. Eso es terrorismo. Claro que eso sólo pasa en las dictaduras. O en las democracias de muy escasa calidad, que dijera el otro.
* Javier Ramos Sánchez – Jurista