Puell de la Villa, en su «Historia del Ejército en España«, prologada por el ex JEME Sanz Roldán (historia, pues, «democrática», al tiempo que circunspecta, nada sans façon que diría un gabacho) estima que, a partir del golpe de estado de Pavía, capitán general de Madrid (1.874), el Ejército se erigió en poder arbitral, al […]
Puell de la Villa, en su «Historia del Ejército en España«, prologada por el ex JEME Sanz Roldán (historia, pues, «democrática», al tiempo que circunspecta, nada sans façon que diría un gabacho) estima que, a partir del golpe de estado de Pavía, capitán general de Madrid (1.874), el Ejército se erigió en poder arbitral, al margen del Poder del Gobierno. Cuyo testigo fue luego recogido por las sindicaloides «juntas de defensa» de 1.917 y años siguientes, decididas intervinientes en política.
Uno piensa que, en medio, convendría anotar una miaja la «ley de jurisdicciones» de 1.906, con la que el Ejército se impuso al Gobierno ¡y a las Cortes! Y piensa también que la cosa no arranca en Pavía, pues, cinco años y pico antes, Prim, Serrano y Topete echaron a tiros a Isabel II, y un año justito después del golpe «paviano» el general Martínez Campos, con su fazaña de Sagunto a la que se sumaron otros generales, liquidaba la I República. Y aún nos dejamos «la vicalvarada» de O’Donnell en 1.854, la rebelión de Narváez y cia en 1.843, e incluso la bienhadada de Riego de 1.820 (aunque se dirá que estos golpes anteriores a Pavía fueron enfrentamientos entre distintos sectores del Ejército. Pero también las citadas juntas de defensa estaban a muerte contra los africanistas. Igual que en julio del 36 sólo se rebeló uno de los ocho Jefes de División Orgánica peninsulares, Cabanellas; y ni siquiera el Jefe de las fuerzas de Marruecos, Gómez Morato, o el de la zona de Melilla, Romerales, participaron en la sublevación).
Les cito todo esto –pueden verlo en más detalle, con perdón, en el libro de un servidor, estos días aparecido, «Memoria irredenta del franquismo (La reconciliación del embudo, bajo vigilancia militar)», edita Flor del Viento— como introito a dar cuenta a ustedes de una polémica actual en Valencia, referente al nombre de la calle «General Elío», a quien podríamos llamar primer militar prefascista, avant la lettre, de nuestra España cañí «contemporánea». No sea que se aplaque o ahogue tal controversia sin antes producir frutos democráticos. Y, de no haber tales frutos, quedará de nuevo patente que los abundantes franquistas camuflados todavía (en Valencia como por doquier) en las instituciones de nuestra supuestamente modélica democracia siguen sin aceptar en 2.009 una «reconciliación» entera, sin guetos o embudos.
Francisco Javier de Elío (no «Elio») fue capitán general de estas tierras mediterráneas en el segundo decenio del siglo XIX, y autor, cabe decir, de nuestro primer golpe de estado castrense en dicho siglo, seis décadas antes que el de Pavía. Con lo que este militón pamplonica puede considerarse antecedente primerizo valentino del madrileiro capitán general Milans del Bosch, don Jaime. Y su figura despótica y fusiladora de «liberales» y «republicanos«, inmortalizada en una calle principal de Valencia por un Ayuntamiento fascista en 1.940, han venido al tapete por una investigación de las historiadoras Carmen y Encarna García Monerris, quienes han sacado a luz las cartas secretas de Elío durante el medio lustro que fue preso en la ciudadela a orilla del Túria, antes de ser ejecutado por conspirar contra la Constitución de 1.812 y el Gobierno del Trienio Constitucional.
«Si hay que batirse o destruir a los republicanos, entonces ya no hay que reflexionar, pues jamás eso será delito ni ante Dios ni ante los hombres», predicaba Elío. Quien, en esas cartas ahora descubiertas que escribiera entre 1.820 y 1822, quejábase de Fernando VII (sin saber que era el monarca más felón de la Historia de España) por no salvarle, cuando él había dado el golpe de abril de 1.814 –concomitante con los diputados reaccionarios del «Manifiesto de los Persas«, o del «¡Vivan las caenas!»–, que arrasó las Cortes gaditanas, la Constitución de 1.812, la joven soberanía nacional, la libertad de imprenta, la reforma fiscal, la desamortización…, reponiendo en el absolutismo a Fernando.
Elío y Milans, separados por cinco tercios de siglo, eran ambos antidemócratas totalitarios con la sagrada misión de «salvar a España». Elío luchó furiosamente –hasta recibir garrote vil en 1.822, a sus cincuenta y cinco años, de aquellos masonazos traídos al poder por Riego– para mantener el «antiguo régimen» despótico sin ilustrar. Milans salió mejor parado con sólo unos añitos cumplidos de cárcel, según correspondía a esa «transacción» conocida por «transición» y a su garrotazo a lo De Gaulle (o a lo generales africanistas franceses) pactado con el CESID y otros altos poderes que sólo querían un golpe blando, sin televisión en directo que escandalizase a Europa, sin ensalada de tiros en el Congreso; y a continuación una dictablanda. (Algún día sabremos quiénes mataron a don Juan Prim, o por qué el arrojado capitán Milans del Bosch, hijo de, llamó en voz alta «cerdo» a su majestad en mayo del 81, y un consejo de guerra de generales le cuasi absolvió –un mesecillo de arresto, luego elevado a dos– cuando la jurisdicción o tribunales ordinarios imponían penas hasta de doce años por injurias al Jefe del Estado).
Hay quienes piensan que en dar muerte a Elío influyeron en parte civiles valencianos como el banquero Bertrán de Lis, cuyo hijo Félix fue ajusticiado sanguinariamente por Elío como implicado en el complot antiabsolutista del coronel Vidal de 1.818, un tanto disparatado pues pretendía reponer en el trono al aún viviente Carlos IV, padre de Fernando. Pensaban detener a Elío en el teatro al grito de «¡Libertad y Constitución!», y pudieron lograrlo a no ser por la muerte de la reina consorte portuguesa, cuyo luto suspendió tal función teatral. Mas justo un año después vino el levantamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan. Aunque, tras el Trienio Liberal y su liquidación por los Cien Mil Hijos de, llegaría la década ominosa final de Fernando VII, con durísima represión en Valencia, donde tenemos el privilegio de haber padecido el último «auto de fe» inquisitorial español en 1.826, en la persona del noble Maestro Cayetano Ripoll de l’horta de Russafa, ahorcado y quemado después en el cauce del río.
Epílogo, o lo crucial para que, a este nivel de rótulos callejeros, podamos creer que ha finalizado la «transición» (a otros niveles no lo creeremos mientras no sean rehabilitados los combatientes-resistentes que ejercieron el sagrado derecho de resistencia armada a la tiranía (franquista), glosado por Aristóteles y Santo Tomás, del que nacieron los EEUU; o mientras no lo sean igual y plenamente los militares de la UMD): Franco cabalga en la capitanía general de Valencia, y su escudo dictatorial, incluido yugo y flechas, preside la puerta principal de la misma. Pero no tenemos una calle del más que digno valenciano teniente general Vicente Rojo Lluch, ni del heroico coronel Joaquín Pérez Salas, leales a su juramento a la República (¡felicitaciones a todos los Ayuntamientos de Valencia desde 1.979 hasta hoy!). Sí la tenemos, y en lugar principal, del General Elío (que no la tiene en Pamplona). Con estas perennes hipotecas franquistas, ¿de qué «reconciliación» estamos hablando? Sin entrar al escolio de que la Iglesia conserve los restos de Elío en lugar sagrado desde la década ominosa o feroz de Fernando VII.
José Luis Pitarch, profesor de Derecho Constitucional, comandante de Caballería