No sólo no tengo intereses favorables al tabaquismo, sino que los tengo, y muy serios, en contra. El humo del tabaco me afecta de verdad: aparte de que su olor no me guste -que no me gusta-, me daña las vías respiratorias y acentúa mis afecciones oculares. Seguro que en alguna medida, no sé cuál, […]
No sólo no tengo intereses favorables al tabaquismo, sino que los tengo, y muy serios, en contra. El humo del tabaco me afecta de verdad: aparte de que su olor no me guste -que no me gusta-, me daña las vías respiratorias y acentúa mis afecciones oculares. Seguro que en alguna medida, no sé cuál, la culpa es mía, por haber sido un contumaz fumador durante la tontería de cuarenta años, aunque un examen médico realizado en mis postrimerías como nicotinómano diera un resultado sorprendente sobre la bondad de mis pulmones.
Puesto a dar prueba de mi hostilidad al consumo de tabaco, confesaré que soy capaz de cambiar de sitio en la barra de un bar si siento -si padezco- que el cliente o la clienta de al lado está fumando, y que hasta he abandonado la contemplación de escaparates de aparatos musicales, que son mi debilidad favorita, por idéntico motivo.
Pero lo que el Gobierno está haciendo con ese asunto es impresentable.
El primer argumento en contra -el más obvio y repetido- es el de la desigualdad. ¿Por qué tirar a degüello contra ese humo nocivo y mostrarse tan tolerante con tantos otros que se producen a diario y en masa? ¿Por qué no deja tiesos de sanciones a los ayuntamientos que tienen un parque de autobuses que emiten nubes de dióxido de carbono dignas del Guinness de los records? ¿Por qué no cierra a capones las empresas que causan lluvias ácidas o efectúan vertidos venenosos y se conforma con imponerles de vez en cuando multas que sus dueños pagan sin rechistar porque les sale mucho más rentable pagar las sanciones que instalar los sistemas anticontaminantes de rigor?
Pero esa objeción, con ser correcta, no pone de manifiesto lo que a mí me parece más preocupante, que es la constatación de lo realmente incompetentes que son algunos de los integrantes del Gobierno de Rodríguez Zapatero.
Alguno/alguna de ellos se ha permitido declarar que están estudiando la posibilidad de prohibir el consumo de tabaco en todos los sitios públicos. ¡Excelente! Imagínese usted, buen lector o lectora, que posee un bar, cafetería o restaurante que sobrepasa los metros marcados por la ley y que se está planteando hacer la reforma necesaria para crear zonas separadas de fumadores y no fumadores. Doy por hecho que la perspectiva de dejarse un pastón en la obra entrampándose hasta las cejas y que al cabo de pocos meses le digan que en realidad es ilegal fumar en cualquier punto del local le sería de gran ayuda para conciliar el sueño por las noches.
Lo que no puede permitirse en ningún caso un gobernante que se precie es crear un estado de inseguridad jurídica que impida a sus gobernados saber a qué narices atenerse. Menos aún hacerlo por puro atolondramiento, por ignorancia de las reglas más elementales que rigen la gobernación de las gentes.
¿Estamos volviendo a los orígenes? Del primer Gobierno del PSOE se dijo que era «un Gobierno de penenes «, que es como se llamaba por entonces a los profesores no numerarios. Era un modo de ridiculizar a los nuevos ministros, tildándolos de inexpertos y bisoños. Eran, es verdad, inexpertos y bisoños, pero lo compensaban con superabundantes dosis de ambición y soberbia, cuyos efectos no tardamos en percibir.
Pra mí que lo de ahora es diferente. Veo a algunos ministros -y ministras- que se manejan muy mal, que hablan que da pena, que acumulan las torpezas como si les fuera la vida en ello, pero no creo que sean mala gente. No obligatoriamente. No todos, al menos.
Lo que sí son, y a conciencia, es malos gobernantes. De eso, por desgracia, no cabe la menor duda.