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Una breve consideración económica, social y político-normativa del delito

Delito a la venta

Fuentes: Rebelión

Compremos un delito. Sin duda puede sonar extraña esta frase. ¿Comprar un delito? Ciertamente es adoptar una perspectiva extraña para tratar el asunto. Sin embargo, la realización de un acto delictivo no difiere tanto de la compra de un producto o servicio cualquiera. Al fin y al cabo parece responder también al axioma económico básico […]

Compremos un delito. Sin duda puede sonar extraña esta frase. ¿Comprar un delito? Ciertamente es adoptar una perspectiva extraña para tratar el asunto. Sin embargo, la realización de un acto delictivo no difiere tanto de la compra de un producto o servicio cualquiera. Al fin y al cabo parece responder también al axioma económico básico de racionalidad. Parece lógico pensar que si decido llevar a cabo una acción constitutiva de delito lo hago al considerar que el resultado obtenido por tal acción me otorga una satisfacción o utilidad igual o mayor a su «precio» estimado (en base a la interacción entre el castigo correspondiente y la probabilidad de ser, de hecho, castigado, junto con posibles factores de otra índole). El único factor que parece diferir con respecto a una compra o contratación habitual es la falta de certeza del coste final de tal acción, elemento que aún así sí toma parte en la decisión de compra de otro tipo de bienes o servicios (aquellos sujetos al azar o a una gran variabilidad). Esta racionalidad del delito es claramente visible por medio de acciones habituales, y, en principio, de poco calado, como pueden ser aparcar el coche en un espacio prohibido o cruzar la carretera estando el semáforo en rojo (en este caso el posible riesgo físico constituiría un factor de otra índole a tener en cuenta). No obstante, es aplicable a cualquier tipo de delito adquiriendo quizás los elementos de utilidad y «precio» otras formas.

Pero, teniendo esto en cuenta, ¿cómo se debe actuar desde un punto de vista político-normativo ante el delito? Al fin y al cabo el considerar un acto como delictivo debe responder a su efecto dañino hacia el sistema (o conjunto de sistemas, incluyendo la consideración de cada uno de ellos por separado) que conforma la sociedad. Lo ideal sería, por tanto, la supresión completa del delito. Pero, ¿es esto posible?, y en caso de serlo, ¿sería deseable? Por un lado, teorías acerca de la inevitabilidad del crimen en las sociedades humanas bien sea por motivos sociológicos o psico-físicos, parecen rechazar su posibilidad. Este tipo de teorías encuentran apoyo también en la constatación empírica del delito en todo tipo de sociedad a lo largo de la historia. Sin embargo, estas teorías, a pesar de poder parecer probable la verdad de su tesis, carecen de una plena confirmación, y, a pesar del argumento de cuanto la constatación empírica, cabría todavía la posibilidad utópica de la abolición del delito. Esta última posibilidad requiere a día de hoy de, sin duda, un mayor desarrollo, para comenzar teórico. En las condiciones actuales, la remota posibilidad de eliminación del delito (hasta niveles de delito considerables como residuales) en la sociedad se topa con que los medios necesarios para tal no son en ningún caso deseables. Tal posibilidad pasaría por aumentar la probabilidad de ser culpado por un delito cometido (la cual tiene un mayor efecto a la hora de disuadir al individuo de cometer una acción delictiva que la propia sanción correspondiente a tal acto). El resultado: un estado policial que sin duda recuerda a las más infames distopías presentadas en la historia de la literatura. Además, se debe también tener en cuenta el impacto económico positivo que supone el delito. Tras de él se estructura toda una industria que engloba desde producciones literarias hasta lecciones de derecho penal. Además, la multa constituye una fuente de ingreso estatal a modo prácticamente de impuesto indirecto sobre el consumo (teniendo en cuenta la predictibilidad de los actos delictivos al menos en cifras generales). Por tanto, parece que la solución normativa ante el delito es, teniendo en cuenta las posibilidades de acción sobre tal, encontrar el óptimo de bienestar social constituido por la minimización del daño de la industria delictiva en la sociedad, ponderando tanto el daño directo causado por el delito como los costes de la prevención de tales.

Esta es la opción planteada por el economista Gary Becker en su artículo de 1968, «Crime and Punishment: An Economic Approach«. En este trata de encontrar el número óptimo de medidas de seguridad tanto públicas como privadas empleadas para combatir las acciones delictivas. Aunque llegados a este punto de la reflexión parezca sin duda que es este el estudio que se debe llevar a cabo, cae Gary Becker en ciertos puntos sin duda criticables. Por un lado, el trabajo de Becker es en exceso pretencioso. En él se da por hecho la perfecta información del «coste» a pagar por parte de los actores de un delito (crítica habitual a la concepción económica neoclásica), pero, sobre todo, peca en la consideración de una total posibilidad de medición económica de valores que afectan a ámbitos de carácter subjetivo, personal, estructural e ideológico, como puede ser el daño o beneficio social. La completa reducción a la consideración económica oculta o elimina elementos de gran calado que se sitúan más allá del desarrollo matemático que Becker lleva a cabo. Además, el hecho de considerar las ganancias del infractor en la fórmula de cálculo del daño social (fórmula simplificada: daño social= daño generado a la sociedad – ganancia de los delincuentes) expone una visión individual que impide hablar propiamente de sociedad (el «No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias» de Margaret Thatcher). Esta perspectiva es difícilmente conciliable con el enfoque social que la propia cuestión plantea.

Tras esta consideración parece imposible encontrar una solución del todo satisfactoria a la cuestión del delito en la sociedad, dado que se rechazan (al menos en las condiciones actuales) tanto el ideal de la erradicación del delito, como el cálculo de un óptimo de tal (al quedar cuestiones de índole no económica fuera de tal posible operación). Siendo este el caso, no me queda más que realizar ciertas consideraciones puntuales para la realización de acciones que traten de prevenir y evitar el delito.

Por un lado, se debe sin duda distinguir entre tipos y «niveles» de delitos. De hecho, existen ciertos tipos de delito producto de lo que puede ser considerada una inadecuación del sistema legislativo respecto al interés de la ciudadanía o respecto a ideales o pilares que pueden ser considerados como «buenos» o al menos convenientes desde una perspectiva política o ética. Son por tanto delitos que contribuyen al desarrollo social mediante la explicitación de tal inadecuación. A esto hay que sumar la necesidad de distinguir los delitos a la hora de enfrentarse a ellos según su nivel de «gravedad». No son equiparables delitos que afectan a convenciones socio-legales menores a aquellos que atentan directamente contra la dignidad humana.

Por otro lado, atendiendo a la concepción del crimen expuesta al comienzo del artículo, en base a la cual es, en cierta manera, equiparable a un bien o servicio de consumo, queda subyugada la capacidad delictiva al poder adquisitivo. Del mismo modo en que el poder adquisitivo condiciona irremediablemente el nivel de consumo (o al menos la posibilidad de tal), la consideración de la ejecución de un acto delictivo está también sujeta al poder adquisitivo en aquellos casos penados económicamente. Es decir, cuanto mayor sea el poder adquisitivo de un individuo, mayor será también su capacidad delictiva para actos penados económicamente. Esto se debe a la variación que supone en la consideración subjetiva del «precio» de un acto delictivo. Mayor será este efecto cuanto más predecible sea la probabilidad de ser culpado por un delito. El hecho de que no se cumpla estrictamente esta relación en los datos efectivos del delito responde al influjo de otros factores de índole estrictamente no económica para la consideración por parte del individuo de la utilidad y del «precio» de cometer tal delito (aquellos cuya medición no le es posible a un análisis como el de Becker). Por tópico que suene se da sin duda cierta «necesidad de delinquir» en determinadas situaciones de ciertos colectivos o estratos sociales que afectan a la consideración de la utilidad del delito, o, una diferencia en la consideración del «precio» de tal acto. Es en estos donde debe incidir la labor estatal, hacia la educación e integración social. Es esta la única manera de acercarnos, al menos tímidamente, hacia la utopía de la erradicación del delito.

Por último, se debe considerar también la función de las medidas reguladoras del delito. ¿Se trata, con las sanciones establecidas y las medidas diseñadas para su realización efectiva, de disuadir total o parcialmente, o se trata de una medida meramente recaudatoria? Se trata de una consideración básica pero cuyo recordatorio parece necesario a la vista de acciones recientes como la intención recaudatoria en España (para la hucha de las pensiones) de una tasa de intención disuasoria, de erradicación de las transacciones financieras especulativas, como es la tasa Tobin. Además, se debe tener en cuenta el efecto no redistributivo de aquellas sanciones de índole económica de intención recaudatoria (equiparables, como expresado previamente, a impuestos indirectos al consumo).

En definitiva, ante una situación donde no es posible la realización ni del ideal ni del óptimo exacto, debemos tener siempre en cuenta, cómo y qué delitos queremos poner a la venta.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.