En uno de sus libros, “Renovar la teoría crítica y reinventar la emancipación social» Boaventura de Sousa Santos nos advierte sobre la existencia de un tipo de democracia de baja intensidad en sintonía con el afán de dominación característico del capitalismo neoliberal globalizado; muy distante, por cierto, de la que se aspira de una manera ideal: «estamos entrando en un proceso donde solamente tiene valor lo que tiene precio y, por lo tanto, el mercado económico y el mercado político se confunden. Con eso se naturaliza la corrupción, que es fundamental para mantener esta democracia de baja intensidad, porque naturaliza la distancia de los ciudadanos a la política: ‘todos son corruptos’, ‘los políticos son todos iguales’, etc., lo cual es funcional al sistema para mantener a los ciudadanos apartados. Por ello la naturalización de la corrupción es un aspecto fundamental de este proceso». Uno y otro son aspectos que, aun cuando se quisiera, no podrían obviarse, estando ambos tan estrechamente entrelazados. Esto nos obliga a concluir que una democracia simplemente formal no es suficiente para que ella -la democracia- exista realmente.
En correspondencia con dicho planteamiento, se podría citar también lo afirmado por el historiador, ideólogo y activista ecologista estadounidense Murray Bookchin, en cuanto a que «un pueblo cuya única función política es elegir delegados no es para nada un pueblo, sino una masa, una aglomeración de mónadas. La política, a diferencia de lo social y estatal, implica la recorporalización de las masas en asambleas generosamente articuladas, para formar un cuerpo político reunido en un foro, de racionalidad compartida, de libre expresión y de formas de toma de decisiones radicalmente democráticas». Sin un pueblo capaz de trascender el marco electoral acostumbrado, la democracia decae y termina por ser (igual que la soberanía popular) una mera referencia retórica que favorecerá, en un primer plano, a los políticos profesionales mientras el común de la gente sigue a la espera del cumplimiento de sus promesas electorales. Aparte de esto, se debe considerar también que, henchido con unas herencias ideológicas que adquieren formas y contenidos a través del comportamiento y los procedimientos administrativos habituales de quienes controlan el poder, el Estado, en un amplio sentido, escasamente ha servido para hacer realidad la democracia. Para lograr que ella sea algo menos nebuloso y más concreto, los sectores populares han tenido que enfrentar -muchísimas veces en las calles, con saldos trágicos, como antes en los campos de batalla- a las clases y estamentos que ejercen (en su propio beneficio) el poder constituido; cuestión que se mantiene latente en diversidad de países, en una confrontación de clases que se busca disminuir mediáticamente, presentándola como una elemental lucha reivindicativa y no como una rebelión cuestionadora del orden imperante.
En la actualidad, esta democracia de baja intensidad se manifiesta en la nulidad y/o la escasa influencia y poder de decisión de un verdadero Estado de derecho en favor de la ciudadanía. Quien carezca de suficientes recursos económicos y de relevantes contactos políticos con los cuales sortear algún trámite engorroso, queda a merced de los caprichos y del despotismo de la burocracia que integra dicho Estado, la que sólo se activará si hay una “ayuda” de por medio. Asimismo, cuando el predominio partidista se hace excesivo y abarca todo nivel organizativo de la población, impidiendo en su seno el pluralismo y la autonomía que debieran caracterizarlo; lo que origina el clientelismo político y, en consecuencia, la falta de una práctica extendida de la democracia. Ahora es cosa común que se busque infundir entre los sectores populares la noción respecto a que únicamente bajo los cánones del neoliberalismo económico sería posible vivir en democracia, por lo que las decisiones fundamentales de la sociedad debieran yacer en manos de sus representantes, a pesar de la explotación, la desigualdad y la injusticia que todo ello significa; además de un creciente menoscabo de la libertad y de los derechos ciudadanos. No obstante, también se aprecia en muchas naciones cómo una gran proporción de movimientos populares se opone activamente en las calles a esta especie de fundamentalismo político-económico que, desde hace décadas, pretende arropar y dominar nuestro mundo; despojándolo al mismo tiempo de su vasta diversidad étnico-cultural e imponiéndole un mismo estilo de vida. Gracias a las luchas y a los reclamos que estos protagonizan, todavía es viable lograr que exista una democracia de mayor profundidad, ejercicio y contenido, con paradigmas distintos a los vigentes, en vez de resignarse a una democracia de baja intensidad que nos escarnece en nuestra doble condición de ciudadanos y seres humanos; lo que nos exigirá crear una ética y una moral que estén en plena combinación con esta perspectiva.