Las mujeres que comparten públicamente testimonios de violencias sexuales se enfrentan a represalias que pueden derivar hasta en un proceso judicial por cometer un delito contra el honor.
Este reportaje pertenece al número 13 de Pikara en papel, publicado en septiembre de 2025 y que puedes comprar en nuestra tienda online.
La situación ocurre de forma más o menos similar. Un espacio de internet donde cientos de mujeres escriben para contar las violencias sufridas en un pasado distante o cercano. Un #MeToo expandido en todas las direcciones y vivencias posibles. A veces, esos testimonios son canalizados a través de las cuentas de periodistas o activistas conocidas. En otras ocasiones, se crean perfiles anónimos que muestran historias de acoso, abusos o violencias sexuales, como sucedió con las cuentas de víctimas de Instagram de diferentes sectores (editorial, audiovisual, artes escénicas). Y en medio de ese maremágnum de violencias puede ocurrir que el hilo se extienda a los comentarios, otras mujeres se vean reflejadas y salga a flote un nombre con apellidos; también puede ocurrir que aparezcan algunos datos que llevan a la identificación, como una ciudad o una determinada profesión. A partir de ahí, existen posibilidades de que la historia se complejice y las consecuencias para quienes promueven estos canales puedan llegar hasta cualquier límite: acoso, presiones, amenazas, denuncias y demandas judiciales.
En algunos casos, basta con una sola frase: la anterior ministra de Igualdad, Irene Montero, tuvo que pagar 18.000 euros más intereses a Rafael Marcos, expareja de María Sevilla, la que fuera presidenta de Infancia Libre, por decir que “las madres protectoras” solo hacen “defenderse a sí mismas y defender a sus hijos e hijas frente a la violencia machista de los maltratadores”. Aunque nunca dijo ningún nombre, la justicia consideró que atentaba “contra la reputación personal” del demandante. Poco después, Ángela Rodríguez ‘Pam’, exsecretaria de estado de Igualdad, fue condenada por lo mismo a pagar 10.500 euros. Si las palabras las pronuncia la propia mujer violentada, puede ser incluso peor, como le sucedió a la actriz Amber Laura Heard, quien fue demandada por describirse a sí misma en una columna en The Whashington Post como “una figura pública que representa el abuso doméstico” en referencia, aunque sin nombrarle, a su relación con el actor Johnny Depp. Tuvo que indemnizarle con unos 14 millones de euros; ambos acabaron condenados por difamación, aunque ella en mayor grado.
“Cuando las mujeres difunden la verdad, ellos despliegan muchos medios que tienen que ver con repercusiones de carácter social»
No se trata de casos puntuales, sino que la práctica de denunciar a quien denuncia se ha vuelto habitual. Cristina Fallarás conoce de primera mano lo que supone exponer públicamente las violencias vividas por cientos de mujeres. Ya desde el proyecto #Cuéntalo, iniciado en 2018 en la entonces red social Twitter, y a través del que se instaba a relatar las violencias sufridas, comenzó para la periodista una odisea que continúa hasta la actualidad. “Empezaron agrediéndome por redes, después pasaron a amenazarme de muerte durante varios años, también amenazaron a mi hijo y a mi hija cuando eran pequeños, les mandaban fotos de su madre descuartizada, violada. Me empujaban por la calle, me rompieron un menisco, me escupían, me acosaban… Modifican tu vida y la de tu familia”, relata. Este tipo de acciones también pueden desembocar en una cita en los tribunales. “Los agresores tantean la idea de si les sale a cuenta o no iniciar un proceso judicial, porque calibran si el poder que tienen va a ser mayor que el contrapoder que puedan ejercer las mujeres difundiendo la verdad”, explica la abogada Carla Vall. “Cuando las mujeres eligen hacerlo, ellos despliegan muchos medios que tienen que ver con repercusiones de carácter social, como mermar su entorno, hacerles tener miedo de la difamación pública e intentar silenciarlas a través de personas que hablen mal públicamente sobre ellas; poder empequeñecerlas desde este aislamiento y hacerles sentir que lo que vendrá será mucho peor”, añade.
Desde que el muro de Instagram de Fallarás se ha convertido en canalizador de historias de agresiones y maltratos machistas, la comunicadora ha recibido algunas denuncias, como la del rapero Ayax Pedrosa Hidalgo, que la acusa de recoger en su cuenta testimonios falsos sobre él —pese a que ella nunca incluye nombres en sus publicaciones—. La cifra de hombres aludidos que la han amenazado con llevarla a los tribunales crece a medida que los testimonios continúan difundiéndose. La motivación más frecuente es la vulneración del honor. El honor. El artículo 18.1 de la Constitución apunta: “Se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen”. Derivado de este derecho fundamental, en el título XI del Código Penal se recogen dos tipologías de delitos: el de calumnias y el de injurias.
El primero se define como “la imputación de un delito hecha con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”. Es decir, se acusa a alguien de haber cometido un delito sin la absoluta certeza de que los hechos delictivos se han producido. Como recoge la normativa, “el acusado por delito de calumnia quedará exento de toda pena probando el hecho criminal que hubiere imputado”. Es lo que se llama exceptio veritatis, o poder probar la certeza de lo que se afirma. Esto sería lo más relevante judicialmente: el conocimiento de la verdad.
Solo se tienen por delito las injurias consideradas graves, aunque la normativa no especifica en qué consiste esa gravedad
El delito de injurias, por su parte, consiste en “la acción o expresión que lesionan la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”. Lo importante en esta tipología es que solo se tienen por delito las injurias consideradas graves, aunque la normativa no especifica en qué consiste esa gravedad. No obstante, en ningún caso se valoran como graves las injurias que consistan en la imputación de hechos, a no ser que se realicen con conocimiento de falsedad. “Si tú puedes demostrarlo, porque hay mensajes, lo saben varias amigas o hay alguna otra información, esto puede servir para lo que se llama prueba periférica, que significa que de algún modo queda acreditado que hubo algo y por la excepción in dubio pro reo, un principio penal que sirve para absolver en caso de duda, si hay una duda razonable tendríamos una absolución”, señala Vall.
Una de las cuestiones más controvertidas en los delitos contra el honor pasa por sus roces con los derechos a la libertad de expresión e información, reconocidos en el artículo 20 de la Constitución Española. El Tribunal Constitucional establece que cuando la información es veraz y de interés público puede prevalecer sobre el derecho al honor. La información se evalúa a través del denominado triple test. El primer parámetro sería el de interés social de la información: debe tener relevancia pública. Además, debe tener veracidad (estar debidamente contrastada) y atender a unas formas que no sean ofensivas, vejatorias o insultantes. Solo cuando se sobrepasan los límites constitucionalmente protegidos, como puede ser mediante insultos personales o acusaciones infundadas, puede hablarse de infracción penal. Si existe una sentencia judicial que confirma los delitos de los agresores, resulta más sencillo salir absuelta de acusaciones de calumnias o injurias. Pero si no la hay, y las mujeres ni siquiera han denunciado —por miedo, porque pueda haber prescrito, porque no se ven con fuerzas, por trabas burocráticas diversas, por estar en situación irregular u otras razones— el anclaje jurídico no resulta tan consistente y es ahí cuando surgen los riesgos.
Raquel Gutiérrez (nombre ficticio) y otra compañera del sindicato en el que militan también fueron demandadas. Ocurrió cuando decidieron en asamblea que se expulsara del colectivo a un hombre que había ejercido violencias machistas contra su expareja, también del sindicato. “Él denunció judicialmente al sindicato por haberle expulsado, el juez pidió las actas de las asambleas donde se decía que él era un agresor y así se enteró de quiénes éramos y nos demandó por injurias y calumnias”, comparte. Aunque finalmente la denuncia no tuvo consecuencias, tanto ellas como la víctima han vivido tres años con incertidumbre. Algo similar ocurrió a una periodista. Según contó en redes, el agresor expulsado del trabajo por un protocolo interno, denunció judicialmente a la empresa y entonces tuvo acceso al nombre de las mujeres que acompañaron a la víctima.
“Más allá del recorrido judicial de estas denuncias, hay un impacto en las mujeres sobre la libertad de expresión y la posibilidad de que transmitan lo que les ha sucedido a otras”
“Más allá del recorrido judicial de estas denuncias, hay un impacto en las mujeres sobre la libertad de expresión y la posibilidad de que transmitan lo que les ha sucedido a otras. Con lo cual también hay una estrategia de señalamiento y de distorsión, de tratar de disuadir que se cuenten las violencias sexuales que pueden haber sufrido algunas mujeres”, señala Violeta Assiego, abogada y experta en derechos de las infancias y de las mujeres. “No lo están utilizando tanto para defender su inocencia, sino para contrarrestar una dinámica de sacar a la luz y de visibilizar una serie de violencias que se están dando a conocer”, añade.
Algunas acciones de defensa
Ante las dificultades que conlleva la exposición pública, e incluso en colectivos, de violencias machistas, quizá sea necesario buscar algunas otras estrategias. En México hace algunas décadas optaron por los tendederos de denuncias que han ido apareciendo en instituciones educativas de todo el país. En su búsqueda de otras formas de justicia y reparación, la artista Mónica Mayer promovió en 1978 este proyecto, donde invitó a 800 mujeres a que completaran la frase: “Como mujer, lo que más me disgusta de la ciudad es…”. Después, estos artefactos continuaron y fueron transformándose hasta convertirse en soportes en los que las mujeres exponían y exponen sus historias de violencia, a veces también junto a las fotografías y nombre de sus agresores. Están ubicados en lugares como universidades o escuelas, donde conviven tanto las personas acusadoras como las acusadas. Casi medio siglo después, los colectivos feministas siguen instalando estas piezas. También se emplean para exponer, por ejemplo, a los padres que no pagan la pensión alimenticia de sus hijos e hijas. Como consecuencia de todas estas acciones, han aumentado las denuncias formales contra los agresores. En 2018, el tendedero instalado por la asociación feminista Colectiva Violetas FES Aragón fue noticia a escala nacional, aunque a ellas se las consideró mentirosas y a ellos, víctimas. Sin embargo, al concebirse como una acción performativa de protesta, los tendederos no se consideran ilegales. Están protegidos por la libertad de expresión, aunque no son válidos como pruebas ante un juicio.
Algunas otras estrategias para evitar trances judiciales pasan por no especificar en exceso, aunque exista una certeza absoluta del delito. Raquel Gutiérrez y su compañera tenían claro que no iban a decir el nombre de la víctima. También valora la opción de acarrear con las consecuencias sin más: “Otra opción es que nos demanden y buscar formas de conseguir el dinero, igual hay que empezar a financiar demandas por injurias”. Existen casos en los que se ha circulado la fotografía o el nombre por WhatsApp de agresores a modo de alerta.
“Al final se trata de buscar las fórmulas de reparación en los espacios feministas, creo que la gente identifica al espacio de Fallarás con un espacio donde pueden encontrar escucha y reparación, y lo que tenemos que pensar los colectivos feministas es qué espacios de escucha tenemos habilitados para estas mujeres que no tengan que ser explícitamente en las redes sociales”, concluye Assiego.
Fuente: https://www.pikaramagazine.com/2025/12/denuncias-a-las-que-denuncian/


