Recuerdo que en 2003, tras la invasión de Iraq, el ejército estadounidense puso nombre a la operación militar de desmantelamiento y saqueo de la administración del régimen baazista: Adam Smith. Nombre elocuente que maltrataba una vez más al moralista escocés, pero que desnudaba las intenciones de las fuerzas ocupantes. Cuando al entonces secretario de Defensa, […]
Recuerdo que en 2003, tras la invasión de Iraq, el ejército estadounidense puso nombre a la operación militar de desmantelamiento y saqueo de la administración del régimen baazista: Adam Smith. Nombre elocuente que maltrataba una vez más al moralista escocés, pero que desnudaba las intenciones de las fuerzas ocupantes. Cuando al entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, se le hizo notar el coste en corrupción y muertos de la mencionada operación, contestó con fervor místico: «la libertad va siempre acompañada de inseguridad y de riesgos». En su imprescindible La doctrina del shock, Naomi Klein desarrolló en detalle las consecuencia de esta relación neoliberal entre la libertad (de las empresas) y el trauma endémico de las sociedades sobre las que esa libertad, muchas veces armada de tanques y misiles, se proyecta.
La libertad se dice de muchas maneras, como el Ser en Aristóteles, y la seguridad también. Cada vez que ceñimos la jurisdicción de la libertad al mercado, la democracia se debilita y, debilitada, la seguridad se identifica con el control -policial o legal- de la población. El modelo rumsfeldiano es la verdad impúdica de la normalidad con tapujos de nuestras sociedades neoliberales. El caso de España es ejemplar. La libertad de los mercados -con el desmantelamiento del Estado del bienestar- se ha acompañado de una política securitaria que desplaza la atención lejos de los ‘riesgos’ asociados a las medidas económicas para convertir al gobierno en garante de la seguridad ciudadana, amenazada por el terrorismo, la delincuencia y ahora el ‘separatismo’. Electoralmente, lo hemos visto, es una operación rentable.
Ahora bien, lo cierto es que Rumsfeld tenía razón. Hay un conflicto entre libertad y seguridad. La explotación electoralista -y económica- de la percepción de la ‘inseguridad’ como problema social, no debería hacernos olvidar que, en el ámbito de los derechos civiles, la libertad es, en efecto, inseparable no ya de una cierta inseguridad sino del ‘derecho a la inseguridad’. Ese ‘derecho a la inseguridad’ se llama -sí- libertad de expresión. La expresión, cuando es libre, vuelve inseguros los discursos y a los receptores; e inseguros también a los gobernantes. Así debe ser. Esa inseguridad es la garantía del funcionamiento transparente y soberano de las instituciones democráticas; y de las libertades ciudadanas en general, base de la combinación de Democracia y Estado de Derecho que constituye nuestro único pararrayos -al mismo tiempo- contra la libertad criminal del delincuente y contra las libres tormentas del mercado.
La pregunta es: ¿qué riesgos queremos correr? ¿Y en qué lugar? Yo no quiero que mis hijos corran riesgos en las calles; no quiero que corran riesgos en los hospitales ni en el trabajo; no quiero que corran el riesgo de quedarse sin vivienda o sin trabajo. Pero quiero que corran el riesgo de hacer o mirar una fotografía; de pintar o contemplar un cuadro; de componer o escuchar una canción; de escribir o leer una novela, un artículo, incluso un panfleto; quiero que corran el riesgo de exponerse a lo que no se debe decir, lo que no se debe mirar, lo que no se debe escuchar, lo que no se debe leer. Quiero que sean inseguros y generen inseguridad. El gobierno debe garantizar ese derecho a la inseguridad (e incluso a la infelicidad) de la misma manera que debe garantizar el derecho a una vivienda segura, un trabajo seguro o una sanidad segura; es decir a las condiciones materiales de la seguridad (y la felicidad).
En marzo de 2015 el PP aprobó una ley llamada de ‘Seguridad Ciudadana’, familiarmente conocida como Ley Mordaza, que ni el PSOE ni C’s tienen ninguna prisa en derogar. Denunciada por Amnistía Internacional, la ONU y Periodistas sin Fronteras, entre otras organizaciones defensoras de los derechos civiles, vino a unirse a otros instrumentos legales elaborados -contra la ‘excepcionalidad’ vasca- durante los últimos treinta años; y también ahora, frente a la ‘excepcionalidad’ catalana, a una interpretación torticera y para-jurídica del código penal. Todos los avances democráticos de las últimas cuatro décadas se han alcanzado en realidad contra este marco gelatinoso que hoy, ante la débil o nula resistencia del PSOE y C’s y en una UE cada vez menos exigente, se derrite un poquito más.
En los últimos días hemos visto condenar a más de tres años de cárcel a un rapero por injurias al rey, secuestrar un libro por orden judicial y retirar la exposición del artista Santiago Sierra de ARCO por utilizar la expresión ‘presos políticos’ en relación con Oriol Junqueras, el dirigente de ERC actualmente en prisión. Nos podrá parece más o menos agresivo u ofensivo el rap de Valtonyc, mejor o peor fundamentada la investigación de ‘Fariña’ y más o menos discutible la caracterización de ‘presos políticos’ para describir la situación de los consejeros del ex-gobierno catalán. Pero mucho más peligrosa que la incomodidad que puedan generar esta manifestaciones culturales es su persecución y prohibición. Prohibir el derecho a la inseguridad, también llamado libertad de expresión, genera mucha más, y no menos, inseguridad institucional, jurídica y democrática. En cuanto al encarcelamiento de Junqueras y sus compañeros -o la búsqueda de refugio en Suiza de Anna Gabriel, llamada a declarar por el juez- no se trata de respaldar el procés o de aprobar las estrategias de sus dirigentes sino de protestar contra la evidente judicialización de un proyecto político que nunca ha estado asociado al ejercicio de la violencia y que, cualquiera que sea nuestra opinión al respecto, no puede perseguirse jamás como un delito de ‘rebelión’ sin convertirnos a todos en potenciales rebeldes. ¿Nos sentimos así más seguros los españoles y los catalanes?
Una viñeta del inolvidable Forges (¡cuánto nos va a echar de menos!) representaba a Blasito elevando al cielo un arrebatado alegato a favor de la libertad de expresión: «Ninguna ley mordaza podrá amordazar la libertad». Cuando su compañero, admirado, le preguntaba de quién era esa frase, Blasito respondía: «es de cajón». Ya no es tan de cajón. Empieza a ser más bien de cajón lo contrario, y no sólo en la tradicional derecha liberticida: la libertad de expresión, periodística, musical o artística (el ‘derecho a la inseguridad’ y a correr riesgos en determinados lugares y -por así decirlo- a ciertas horas y en ciertos formatos) empieza a ser cuestionado o relativizado incluso por los que sólo pueden ser víctimas de este cuestionamiento.
El neoliberalismo ha vinculado la libertad (de mercado) a la seguridad (policial). El destropopulismo ha entendido muy bien, frente a esta ecuación, que a los ciudadanos europeos, más que la libertad, les importa la seguridad de la vivienda, del trabajo, de la familia, de la salud. Eso es algo que no debería olvidar la izquierda. Como no debería olvidar que la única manera de oponerse al mismo tiempo al neoliberalismo y a sus alternativas populistas-elitistas es la de vincular la seguridad de la vida material al derecho a la inseguridad -y a la fragilidad- que llamamos también ‘libertad de expresión’ y, en general, Derecho y Democracia.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2018/02/26/santiago-alba-rico-derecho-a-la-inseguridad/
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