Cada día 72 familias valencianas han perdido su vivienda este año por, en la mayoría de los casos, no poder hacer frente a la hipoteca que habían contratado. Desde que empezó la crisis, en 2008, son 24.694. Un auténtico drama social que ya ha encendido las alarmas de expertos, políticos y activistas, que alertan de […]
Cada día 72 familias valencianas han perdido su vivienda este año por, en la mayoría de los casos, no poder hacer frente a la hipoteca que habían contratado. Desde que empezó la crisis, en 2008, son 24.694. Un auténtico drama social que ya ha encendido las alarmas de expertos, políticos y activistas, que alertan de los riesgos para la cohesión social y la economía, aunque no se ponen de acuerdo en las medidas a tomar para paliar el problema. Pero más allá de las frías cifras, cada una de estas ejecuciones hipotecarias esconde una tragedia vivida en primera persona.
Parece una escena de una de las películas-denuncia de Ken Loach o, incluso, de una de aquellas cintas con las que John Ford retrató las miserias de la gran depresión de 1929. Pero desgraciadamente esto no es ficción ni es un pasado lejano en otro país. Los hechos suceden en unos locales sindicales de Valencia donde decenas de personas llenan a rebosar una sala demasiado pequeña. El momento es incómodo, tenso y grave y no solo por el insoportable calor que convierte los panfletos sindicales en abanicos improvisados. Se trata de una de las asambleas que la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH) convoca para informar sobre sus recursos legales a aquella gente que teme perder su casa. Un abogado trata de hacer un resumen de la legislación hipotecaria y las mejores opciones que tienen quienes se encuentran ante la imposibilidad de seguir pagando sus letras. Aunque los moderadores piden que se dejen las preguntas para hasta el final de la exposición, la gente interrumpe constantemente con sus experiencias personales. Verdaderas historias de terror se entreven en cada comentario.
Entre el público se encuentran los casos más diversos: trabajadores en paro hasta agotar las prestaciones, autónomos que la crisis les ha llevado ha cerrar sus negocios, inmigrantes provenientes de la economía sumergida, maridos y esposas cuyo divorcio les ha complicado algo más que su vida sentimental, pensionistas que, en su día, avalaron la hipoteca de sus hijos con su propia vivienda creyendoque las propiedades inmobiliarias jamás bajarían de precio… Nerviosos, angustiados, toman notas con caras preocupadas y cuentan uno tras otro sus reuniones con los directores de oficina, con los funcionarios judiciales, con los servicios sociales. Se oyen parecidas promesas incumplidas, letras pequeñas de los contratos y el redactado farragoso de las resoluciones judiciales. El abogado -un chico joven que no parece muy cómodo en su situación- trata de explicarles que, en su opinión, muchos de los consejos y opciones que les ofrecieron fueron equivocados sino es que se acercaban directamente a la mentira y al fraude. Entre los presentes aumenta la desolación. A su desesperada situación, con la casa ya embargada o a punto perderla, se añade la sensación de impotencia, de haber sido engañados y de fracaso personal. Una portavoz de la PAH toma la palabra para animarlos: «Recordad que esto no es culpa vuestra, no es una situación personal sino social que afecta centenares de miles de ciudadanos. Nos han engañado a todos porque no teníamos forma de evitarlo y solo uniéndonos podremos cambiar esta situación». Aunque a decir verdad no parece que esto alivie demasiado los presentes.
«Dejarle algo a nuestros hijos»
Fernando Simarro llegó de Putumayo, una de las regiones más violentas de Colombia hace seis años para evitar sus hijos se convirtieran en víctimas del conflicto. Hijo de un exiliado español le dieron la nacionalidad inmediatamente. «Llegué un viernes y el lunes ya estaba trabajando. Me encanta Valencia y al año pude traer mi esposa y mis hijos. Esto era la felicidad. Estaba en el paraíso», recuerda. A su lado se sienta Elisabet Grijalbo, su mujer, quien de esta época tiene especialmente grabado la facilidad con que la gente cambiaba de empleo: «Decían ‘este trabajo no me gusta’ y lo dejaban y al poco ya tenían uno mejor. A nosotros nos parecía increíble».
«El trabajo era duro pero el sueldo merecía la pena -continua Simarro- y al cabo de un tiempo decidimos que ya estaba bien de pagar alquiler y empezamos a buscar un piso para comprar. Lo hicimos pensando en nuestro hijos, para dejarles algo en un futuro», precisa sin poder evitar unas lágrimas. Asegura que el banco les dio la hipoteca sin ningún aval y que tampoco cayeron en el error de comprar algo fuera de sus posibilidades. Se trataba de un sencillo piso en el Cabanyal, y aunque fuera un quinto sin ascensor era un hogar para su familia. Tampoco aprovecharon los intereses baratos para cargar la hipoteca con extras y el 20% de entrada lo pagaron de sus ahorros.
«Entonces nadie pensaba en el paro, parecía una situación imposible -continua- hasta que llegó la crisis» La empresa de electricidad donde trabajaba despidió la mitad de la plantilla pero los encargados le prometieron readmitirle cuando la cosa mejorara y como tenía el subsidio de paro estaba tranquilo. El problema es que desde entonces la empresa no solo no se ha recuperado sino que aún ha realizado más despidos. «A medida que no encontraba empleo me iba poniendo nervioso. Hicimos de todo, chapuzas en casas de conocidos, recoger naranjas, no me asusta trabajar, pero es que realmente no hay donde hacerlo». Así, la hipoteca se fue comiendo la prestación de desempleo, luego la ayuda de 400 euros, sus ahorros, el cheque bebé por su último hijo… hasta que no quedó nada. «Hasta el final me negué a perder la casa, pero cuando vimos que realmente era imposible seguir pagando fuimos a hablar con el banco para dársela».
Su sorpresa, pero, fue mayúscula cuando la directora les dijo que aún les quedaría una deuda de 60.000 euros. La razón es que su vivienda valía, ahora, la mitad del precio por el que el mismo banco la tasó en 2007. Ante esto se plantaron y decidieron no salir de la casa e intentar ganar la condonación de la deuda en los tribunales. «Nosotros ya asumimos perder la casa. Nos da igual, ya nos apañaremos, podemos empezar de cero, pero no podemos empezar a menos 60.000. No podemos dejar esta carga a nuestros hijos».
«Perder la casa fue lo peor»
María Rosa Pérez vive desde hace meses con sus dos hijos en casa de su madre, y aunque sabe que esta situación es provisional no sabe cuando podrá resolverla. El 25 de junio dejó las llaves de su piso en el buzón tal y como le indicaron en la oficina bancaria donde tenía contratada la hipoteca. Ahora le reclaman 65.000 euros de deuda y ha solicitado un concurso de acreedores, una opción que es extremadamente difícil que el juzgado acepte para un particular, pero que es la única salida para rehacer su vida. «Perder la casa fue lo peor», asegura y atrás quedó una lucha para salvarla que recuerda «a muerte» y que empezó cuando fue despedida por quedarse embarazada. Ahora ha conseguido trabajo por unos meses y confía en que sea el primer paso hacia la recuperación, pero es consciente que si el banco no renuncia a reclamarle la deuda quedará empujada inevitablemente hacia la economía sumergida. «Si me tienen que embargar todo el sueldo que supere el salario mínimo, como esperan que mantenga dos hijos?» se pregunta.
«Me tuteaba con el director del banco»
José prefiere no dar su apellido ni su cara «por lo que pueda pasar». Su situación le trae muy nervioso y no está seguro de lo que sería capaz de hacer. Autónomo, la crisis le dejó sin clientes y sin derecho al paro. Con una hipoteca de 1.500 euros mensuales enseguida se saltó cinco letras y le rehipotecaron el piso. «Acepté porque pensé que sería temporal, pero al final he pagado 80.000 euros en intereses y mi deuda no ha bajado». Ahora ya no puede pagar nada, ni tan siquiera la pensión a su ex-mujer, una situación angustiante para alguien que «a costa de meter muchas horas» se sacaba un sueldo holgado. Lo que más rabia le da es la insensibilidad del banco. «Cuando me compré el piso todo eran sonrisas y promesas y luego te retrasas un mes y ya no te lo pasan. Yo me tuteaba con el director del banco y ahora me evita si nos cruzamos por la calle».
De momento sigue en el piso, pero a finales de mes lo subastan y el nuevo dueño -que puede ser el mismo banco- iniciará el proceso judicial para desalojarlo. Y después? Se encoge de hombros pero una cosa tiene clara: «No me voy a rendir».
Los afectados se organizan
La Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) se presentó en Valencia hace pocos meses pero ya se ha hecho famosa por sus espectaculares acciones en las que impiden, pacíficamente, las ejecuciones inmobiliarias. Pero tras esta faceta callejera la PAH acumula mucho trabajo invisible. «Asesoramos las familias que tienen problemas para pagar la hipoteca para evitar que sean víctimas de cláusulas abusivas en los contratos o se vulneren sus derechos en los procesos judiciales, tratamos de mediar con los bancos para encontrar soluciones y orientarlas para conseguir recursos de los servicios sociales si lo necesitan», detalla Yolanda Prats, una de las portavoces del movimiento. Pero más allá de esto, tratan de organizar a los propios afectados para tratar de encontrar soluciones globales al problema de la vivienda. Su reivindicación estrella es una ley que obligue la llamada dación en pago, o sea que la entrega de la casa liquide automáticamente la deuda para lo cual quieren presentar una Iniciativa Legislativa Popular al Congreso, aunque de momento está bloqueada. Entre sus propuestas también está una auditoría del mercado de la vivienda para evitar estafas en las tasaciones y la creación de un parque de vivienda pública «usando los pisos vacíos propiedad de los mismos bancos que recibieron miles de millones de dinero público».
Publicat a Valencia Express