Contra todo orden patriarcal, la vida recupera su valor hasta que valga la pena vivirla. El dolor que siento, como un loop musical, me canta fuerte, claro y melodioso: sin justicia no hay paz.
Contenido íntegro del texto «Descripción de un cuerpo agredido», de María Paz Grandjean. Disponible en «Escrituras feministas en la revuelta».
El día viernes 18 de octubre de 2019 llegué a trabajar al GAM con una hora de atraso porque estaba la cagada en la calle. No había Metro, las micros estaban colapsadas y la gente iba caminando en grandes cantidades por las veredas y calles. Me maquillé y vestí rápidamente para estar lista para la función que yo adivinaba no se iba a realizar. Alrededor de las 19:30 horas, los encargados del GAM nos confirman que la función se suspende. «Están quemando un vehículo en la entrada», escuché, «salgan por el estacionamiento». Pensé ir a la que hasta ese día se llamaba Plaza Italia y sumarme a las protestas que estaban ocurriendo en ese momento. Salgo por el estacionamiento hacia Villavicencio, veo a un compañero y le pregunto dónde están todos. Creo haberle entendido que me dijo «todo el mundo ya se fue». Camino hacia Namur y de ahí hacia la Alameda. Olor a barricada y lacrimógena. La Alameda abierta, personas que la caminan, autos circulando en sentido contrario, barricadas al otro lado de la avenida, cosas quemándose. Miro hacia la Plaza de la Dignidad, antes llamada Plaza Italia, y concluyo que ya no podré sumarme a la protesta, pues ya llegaron los pacos y ahora es todo pura batalla. Yo tengo función al otro día, tengo que cuidarme, pienso. Me achunché. Al caminar por fuera del hotel Crown Plaza, mientras analizo cómo volver a mi casa, observo un guanaco y un zorrillo estacionados en la mitad de la Alameda. Hacia la esquina, llegando a la calle Ramón Corvalán, esa por la que doblan las micros para ir al sur por Vicuña Mackenna, hay un piquete de Carabineros enfundados en sus uniformes de fuerzas especiales. Son seis u ocho, tal vez más, no los conté. El guanaco me moja. Me moja la cabeza, la cara. Lo hace por jugar, imagino, para probar puntería. Hace lo mismo con otros transeúntes. Pacos sacoeweas. Me arde la cara y me dan ganas de llorar. Uno o dos estudiantes secundarios, no lo recuerdo bien, se acercan. Los pacos los golpean. ¿O no? Doy por hecho que los pacos golpean a los niños, porque siempre lo hacen y nunca lo han dejado de hacer. Cruzo Ramón Corvalán hacia la Plaza de la Dignidad; me ha vuelto el impulso de llegar ahí para sumarme a la protesta. En la esquina hay un arbolito, todavía está, parado apenas, lo vi el otro día. Me doy vuelta y observo a los pacos híper nerviosos, por nombrar así las evidentes ganas de agredirnos a todos los que circulamos por ahí. Pienso si estos pacos jalaron lo mismo de siempre o algo peor. Disparan lacrimógenas hacia el este. Me sumo a los gritos contra ellos. Insulto con toda mi rabia, diría dramáticamente. Siguen disparando lacrimógenas. Hacia las 20 hrs. un o una carabinero/a me apunta a la cabeza. Me pregunto qué pretende apuntándome a la cara. Inclino la cabeza hacia la izquierda, como buscándole la mirada en su cara enmascarada como la llevan los de fuerzas especiales. Pero me dispara. Aún no está completamente claro qué tipo de proyectil fue. Ahora sé que le apuntaba a mi ojo derecho y que falló, porque el objetivo inclinó levemente la cabeza hacia la izquierda en el último instante, antes de disparar. Algo así como un silencio. Sentí caliente la mandíbula derecha. Me pongo la mano en la cara, no entiendo qué pasa. La gente gritando. Me dio vergüenza. Me quise ir de ahí lo más rápido posible. No recuerdo haber caído. Sentía cómo se hinchaba el lado derecho de mi cara y cada vez estaba más caliente. Tengo una quemadura en la mejilla. La gente gritando y más vergüenza. Yo le grité a los pacos y uno de ellos me calló disparándome a la cara. También me doy cuenta de que ser alta te vuelve un blanco fácil. He sido castigada por gritar groserías a los pacos con un disparo en la cara. Eso pensé, eso sentí. Luego, tratar de salir de ahí, caminar hacia el sur, retomar el proyecto de irme a mi casa, pero ahora con la cara hinchada, ya deforme según lo que sentía con mi mano. Tiritaba, mareada y mojada por el guanaco. Un cabro me lleva hacia la entrada de un estacionamiento. Le pide agua a alguien, pañuelos desechables también. Me limpia un poco y me dice que debo ir a la posta «ya». Aumenta la vergüenza, todos vieron cómo grité y cómo me dispararon a la cara. Todos vieron cómo me castigaron. Con mi lengua chequeo si tengo los dientes donde se supone que debiesen estar. Creo que sí, que están todos. ¿Por qué escupo sangre? Veo a una joven sacándose una selfie pisando el letrero con el nombre de la calle, recién derribado. Carabineros de Chile se llama esa calle, según lo que dice el letrero que la niña aplasta con su pie. En mi intento de escapar de ahí aparecen tres mujeres muy jóvenes que empiezan a seguirme. Me preguntan si necesito ayuda. No, respondo. Me siguen igual. Trato de seguir avanzando, no entiendo nada. Hago el amague de cruzar al parque San Borja hacia Portugal para ir a la Posta Central, pero veo o escucho, no sé, que es imposible ir para allá, que no se puede llegar a la Posta, todo es un colapso. De cualquier forma, siempre pensé en arrancar a Ñuñoa, a esconderme a mi casa. Las tres jóvenes siguen detrás mío, como si me vigilaran. Las odio, no quiero que nadie me vea. Humillada, no sé qué pasa, no entiendo qué me está pasando. «Hermana, no la vamos a dejar sola», dice una. Me carga. Luego, no sé, parece que me estaba cayendo. «¿Quiere sentarse hermana?», pregunta otra. Dónde, pienso, dónde chucha si está todo lleno de gente, hay fuego, como un Apocalipsis, ¿dónde conchesumadre podré sentarme? «¿Quiere llorar?», me pregunta la tercera. Y mientras las estaba odiando me alcanzaron y me abrazaron. Me abrazaron entre las tres y me sostuvieron un rato, no sé cuánto, tal vez el rato que me demoré en entender que me estaban protegiendo. Compramos hielo en un negocio ahí mismo en Vicuña Mackenna. Una de ellas lo envuelve en su cintillo, que parece que es un peto que ha usado como cintillo. Me pone el hielo en la cara. Avanzamos las cuatro por Vicuña Mackenna al sur. Gracias. Gracias por siempre, chiquillas. Perdón por demorarme en entender que eran mis hermanas. Me encuentro con una amiga que no veía hace más de 15 años. «Yo la conozco, yo la acompaño», les dice a las tres jóvenes, que me vuelven a abrazar, me dejan el hielo envuelto en el cintillo/peto y se van. Un poco más allá reconozco a un compañero de trabajo, un colega del elenco de la obra que se suspendió en el GAM. Le pido ayuda. Él llama a la productora de la obra. Nos enteramos de que los actores de esta obra no tenemos seguro alguno en nuestros contratos. Abortamos la idea de ir al Hospital del Trabajador, que estaba cerca. ¡Ya!, a Ñuñoa no más. Mi colega me deja en un taxi en Irarrázaval. El taxista cree que estoy manchando el asiento con sangre, pero es el hielo que se derrite. Me mira desconfiado. Logro llamar a mi amiga con la que vivo. ¿Estás en la casa? Llévame a la posta de Juan Moya con Grecia cuando llegue, le digo, pasó algo. Pero el taxista ya no puede seguir avanzando. Está la mansa zorra en todas partes. Me bajo del taxi, camino, me pierdo, no entiendo. Tengo imágenes, no sé, gente que me habla, mis manos agarrándose de una reja tratando de sostenerme, mucho ruido, no logro completar el relato de lo que fue caminar hasta mi casa. Dolor, tanto dolor y tanto miedo. Desamparo. En dos horas y algo más logro llegar caminando a mi casa. Mi amiga afuera esperándome, asustada, no entendía mi demora. Veo su cara y ahora sé que tengo algo grave, por cómo me mira. Entro rápido para ponerme ropa seca, no puedo más de frío y dolor. El espejo del baño me muestra lo que soy ahora y que no me había enterado: una actriz de cara deforme y sangrante. Luego, llegar a la posta, las preguntas del doctor de turno, «¿puede ver con el ojo derecho?, ¿siente los dientes?». Diclofenaco a la vena y una receta para comprar Ketorolaco de 50 mg. «Vaya a hacer la denuncia». ¿Dónde debo hacer la denuncia?, pregunto apenas. «A Carabineros» me responde.
Once años antes, un pololo que tenía se enojó conmigo porque me reía de su pregunta. «¿Dónde andabai?», me preguntó. Hueviando con una amiga, le respondí. Me río porque estoy ebria. Él se enoja y hace que me deje de reír tomando mi mandíbula con tanta fuerza que me bota al piso. Él, arriba mío, intenta tirarme la lengua hacia afuera, mientras me sigue tomando la mandíbula para forzarme a abrir la boca. Entiendo que no le gustó que me riera. ¿Me quiere sacar la lengua y zafar la mandíbula para que no me ría? ¿Es cierto que me está haciendo esto? No me puedo mover con él arriba mío. ¿Tengo que defenderme? ¿Cómo? En ese momento entra a la pieza mi amiga con la que vivía en esa época y me lo saca de encima. Le grita y lo echa de la casa. El hombre se va insultándonos.
Mi amiga pone a hervir agua. Tomamos té y lloro. Ella me mira y me acompaña. Me duele tanto la mandíbula. Tengo tanta vergüenza. Me reí, me burlé y me castigaron. No fui a la posta ni hice denuncia alguna. Me daba vergüenza tener que explicar.
Este fue el primer episodio de agresión física de varios que vinieron después con ese pololo.
La mandíbula, la voz, los garabatos, la risa, el metro setenta y cuatro centímetros que mido, todo esto, objetivos de castigo.
Cuando me dispararon el 18 de octubre de 2019, alrededor de las 20 horas, sentí una humillación ya experimentada. Una vergüenza que ando trayendo. Me hacen callar, me disparan. Mi cuerpo, que es mi territorio, mi nación, por así decirlo, ha merecido ser agredido, ha debido ser castigado para que aprenda a callarme y mostrar respeto. El aparato vocal, doliendo. Las articulaciones que me permiten hablar, reír, cantar, gritar y contar historias están inflamadas y heridas. Lo que me pasó el 18 de octubre me recordó con vehemencia el mandato de que no debo contestar, que «no hay que ser contestadora», como decían las monjas del colegio donde estudié. Comprender que me consideran odiosa al punto de que se me quiera eliminar o deformar para que no vuelva a hacer lo que he hecho y ser lo que he sido es algo que duele mucho y de distintas formas.
Mi autoestima baja y mi ego alto dibujan una diagonal dramática de lo que podría ser mi amor propio. Como todos, intento ser una buena persona, les explico imaginariamente a mis agresores, perdón si los molesté. Y hay personas que se ríen conmigo y les agrada que yo me ría como lo hago, fuerte y burlona. Amor. Y hay muchas personas que están de acuerdo conmigo en que insultar a los pacos es una reacción lógica cuando presencias que violentan a niños con golpes y armas. ¿O no? Entonces, ¿he merecido estas agresiones? ¿Reírse o burlarse merece que me zafen la mandíbula? ¿Gritar garabatos a los pacos merece que me disparen? Creo que no.
Tanta gente que me da amor y apoyo me explica que no, que lo que me han hecho es una injusticia. ¿Por qué alguien se permite violar el límite territorial, el cuerpo de otro –el mío–, agrediéndolo así? Sí, ya sé, he sido y soy yo. Soy yo la que me he puesto ahí; no debí reírme, no debí gritar. No debí pololear con ese pobre hombrecillo, no debí reaccionar ante la violencia de unos pacos jaleros. Estas son las lecciones que debo aprender. Y hoy, que caen los velos y aparece la realidad en HD, por así decirlo, que sabemos que lo que vivíamos no era paz sino silencio deprimente –obediencia cobarde aprendida a punta de tortura y asesinato en la dictadura–, me doy cuenta de que jamás aprendí la lección y que no planeo aprender ninguna weá de lección acerca de callarme.
Después de que me dispararon, ese 18 de octubre de 2019 alrededor de las 20 horas, he vivido todo este despertar con mucho dolor, dolor concreto en mi mandíbula y articulaciones del lado derecho de mi cara. Pero, ¡no me sacaron el ojo, no me sacaron el ojo! Soy actriz y mi trabajo se fue a la chucha por no poder hablar bien, cantar, mostrar la cara, moverme. De a poco recupero mi cara, recupero la movilidad de la mandíbula, vuelvo a cantar, a actuar. Terapias, denuncias y querellas son las acciones que hago para consignar la injusticia, para no dejar que la impunidad entre otra vez a mi historia y para devolverle a mi territorio el límite que han violado. Mi familia, mis amigos y mucha gente que ni siquiera conozco no paran de darme apoyo y apañe en todos los sentidos. Amor y gratitud. Las tres jóvenes que me asistieron mientras escapaba cuando me dispararon, me enseñaron tanto.
La agresión, la violación a los derechos humanos que se ejerce contra nosotras, ya sea dentro de nuestras casas o en la calle, por nuestros conocidos o por agentes del Estado, duele tanto y todo el rato. Y el dolor, que en mí no cesa, es la creencia de que nuestras vidas son posibles de construir sobre este pantano mierdoso y podrido de los últimos cuarenta y tantos años, que ha sido la impunidad. Que sigamos reproduciéndonos, trabajando, haciendo proyectos y deseándonos éxito para el año nuevo, sin considerar que todo esto sucede sobre la impunidad, siento que nos ha hecho perder la dignidad. Sin embargo, hoy la estamos recuperando. Contra todo orden patriarcal, la vida recupera su valor hasta que valga la pena vivirla. El dolor que siento, como un loop musical, me canta fuerte, claro y melodioso: sin justicia no hay paz.
María Paz Grandjean es actriz chilena, formada en la Universidad de Chile. Magíster en Scènes du Monde, Histoire et Création en la Université Paris VIII Vincennes Saint Denis, Francia. Se desempeña en teatro, música, cine y televisión. El año 2019 obtiene el premio «Mejor Actriz» del Círculo de Críticos de Chile.
*La imagen principal es de Paulo Slachevsky