Conviene copiar la justa y sentida dedicatoria de los editores: «Este libro representa también un homenaje a los y a las periodistas que desempeñan su trabajo aun arriesgando su vida y a los que han muerto, víctimas de esta guerra» (p. 9). También esta reseña quiere contribuir a ello. Lo mismo que la viñeta, en […]
Conviene copiar la justa y sentida dedicatoria de los editores: «Este libro representa también un homenaje a los y a las periodistas que desempeñan su trabajo aun arriesgando su vida y a los que han muerto, víctimas de esta guerra» (p. 9). También esta reseña quiere contribuir a ello. Lo mismo que la viñeta, en el libro incluida, de Antonio Helguera, «Morir en México» (p. 7), publicada inicialmente en La Jornada el 15 de marzo de 2010
Madrid, La Oveja Roja, 2017, 172 páginas, traducción de Alejandro Reyes Arias
Con las siguientes palabras empieza John Gibler su relato: «Los hechos son tan aterradores que rebasan los límites de todo lo creíble» (p. 11). Tiene razón, no exagera. Un ejemplo: «¿Quién creería, por ejemplo, que la directora de una prisión estatal dejaría salir en la noche a un grupo de asesinos convictos y les prestaría vehículos oficiales, fusiles de asalto automáticos y chalecos antibalas para que pudieran matar a decenas de inocentes en un estado vecino, cruzar rápidamente, la frontera estatal y regresar a la prisión, tras las rejas de una cortada perfecta?» (p. 11)
Sobre el autor: John Gibler (Texas, 1973) llegó a México como periodista independiente atraído por el movimiento zapatista y las movilizaciones sociales de Oaxaca el mismo año en que el presidente de la República, Felipe Calderón, declaraba «la guerra contra el narcotráfico». Era 2006, desde entonces reside en México. Es autor de Fue el Estado: los ataques contra los estudiantes de Ayotzinapa (2016) y Tzompaxtle: la fuga del guerrillero (2014).
La estructura del libro: cinco capítulos, cinco aproximaciones desde diferentes y complementarias perspectivas, a la temática (la historia del México más reciente y de sus numerosos mártires obreros y campesinos), más un epílogo para la edición española -«Terror de Estado y mercados de la muerte» (pp. 151-167)-, las fuentes usadas, los agradecimientos y la bibliografía. No es necesario en este caso un índice nominal y/o analítico.
Un comentario de los editores con el que se abre el libro: «Las cifras aumentan cada día. Este libro se nutre de un trabajo periodístico que finalizó en 2011, año de su publicación en Estados Unidos bajo el título To Die in Mexico, Dispatches from inside Drug War (City Lights). Por ello, muchas cifras se remiten a ese momento» (p. 9). A mediados de 2012, prosiguen, fecha de publicación de la edición mexicana de Morir en México (Sur+), «el número de muertos en la llamada guerra contra el narcotráfico emprendida por el gobierno mexicano alcanza los 60.000» (p. 9). La edición española no llegó hasta 2016. «Se calcula que para entonces la guerra contra el narco había dejado 175.000 muertos y casi 30.000 desaparecidos. Las cifras no dejan de aumentar. La guerra continúa» (p. 9). No es una metáfora: las cifras aumentan y la guerra contra los sectores más desfavorecidos del pueblo de México, y contra la ciudadanía en general, sigue en pie de horror y destrucción.
Una de las tesis del autor: «la guerra contra el narco no puede entenderse como un fracaso de varias décadas en la represión, sino más bien como una de las múltiples transfiguraciones de las nunca totalmente extintas guerras coloniales, como una forma muy productiva, racializada, de crear terror: produce riqueza, discursos de legitimidad, carreras personales, indemnizaciones, terror y muerte y muerte-en-la-vida» (p. 168). Otra más: «A menudo, el fracaso de la guerra contra el narco se presenta como la inevitable inferioridad de la política frente al poder del mercado. Pero, ¿acaso están separados? La política -la guerra- crea nuevos mercados y reestructura a los existentes» (p. 158). Una tercera: «Y esta es la guerra en la que debemos luchar. Contra un futuro de hambre, de migración forzosa y de mal disfrazado trabajo esclavo» (p. 149). No, propiamente, en la narcoguerra. «Porque la narcoguerra -tal como la diseña, la combate y la impone a otras naciones el gobierno de los Estados Unidos- no es una guerra de creencias políticas, de manifiestos y declaraciones, una guerra por la patria, por la defensa de la nación o por la liberación» (p. 149). La narcoguerra es, señala Gibler, «una guerra subsidiaria por el racismo, la militarización, el control social y el acceso a toneladas de dinero en efectivo que la ilegalidad posibilita. La narcoguerra en sí es una empresa violenta y criminal. Quedarnos de brazos cruzados y verla propagarse es entrar al ámbito del silencio que envuelve a todas las muertes anónimas, agachar la cabeza y esperar nuestro turno» (pp. 149-150).
La última consideración que recogemos, hay muchas otras de interés: «No debería sorprendernos que la industria maquiladora de Juárez se mantenga inmune a la muerte y al caos a su alrededor. Las maquiladoras y el narcotráfico son dos engranes de una sola economía, y en Juárez estos engranes se encuentran y giran juntos. Más de 2.000 camiones y 34.000 coches cruzan de Juárez a El Paso todos los días» (p. 136). Ya en 2009 «más de 42.000 millones de dólares en comercio legal atravesaron la frontera entre Juárez y El Paso» (p. 136). Se calcula que de 1,5 a 10 millones de dólares en drogas ilegales «atraviesan la frontera de Ciudad Juárez a El Paso todos los días. ¿Cómo crees que las drogas -paquetes voluminosos y pesados de cocaína, marihuana, heroína y metanfetaminas- atraviesan la frontera? ¿Dónde hay la infraestructura y la capacidad organizativa necesarias para transportar esa cantidad de mercancías?» (pp. 136-137).
No se lo pierdan. Vale la pena leer y sentir este Morir en México, más allá de sus coincidencias o no con algunas categorías, algunos nombres y algunas reflexiones político-filosóficas generales del autor de las que, yo por ejemplo, ando algo alejado en ocasiones.
Les advierto, eso sí, que el descenso a las tinieblas no es en este caso una figura literaria más o menos afortunada. Tan real como la barbarie. Y una barbarie que no cesa.
Mientras escribía esta nota me llegó una información de una amiga argentina residente en los Estados Unidos: habían asesinado a Javier Valdez, corresponsal de La Jornada en Sinaloa (el cuarto capítulo del libro se centra en este estado mexicano). El periodista y escritor fue muerto a tiros en Culiacán, capital del noroccidental estado de Sinaloa, proseguía la noticia. Valdez, quien en 2011 obtuvo el Premio Libertad de Prensa del Comité para la Protección de Periodistas y el Maria Moors Cabot con el equipo del semanario Ríodoce, fue interceptado y atacado a tiros desde un vehículo cuando caminaba por la calle. Valdez, experto en narcotráfico y violencia, fundador de ‘Ríodoce’ y autor de obras como Narcoperiodismo o Levantones, es el sexto periodista al que matan en lo que va de año (mayo de 2017). De 50 años, el periodista quedó tendido boca abajo en el pavimento, muy cerca de las instalaciones del semanario que fundó hace varios años.
Los otros nombres de periodistas asesinados en lo que va de 2017: 1. Cecilio Pineda (Guerrero) La Voz de Tierra Caliente. 2. Ricardo Monlui Cabrera (Veracruz) El Político/El Sol de Córdoba 3. Miroslava Breach (Chihuahua) La Jornada. 4. Maximino Rodríguez Palacios (BCS) Colectivo Pericú. 5.Filiberto Álvarez (Morelos) emisora La señal de Jojutla. Javier Valdez es el sexto.
Hay más nombres que añadir. La muerte y el horror continúan.
Fuente: Papeles de relaciones ecosociales y del cambio global, n.º 140, invierno de 2017/2018.
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