En general, ver las cosas desde la lejanía geográfica proporciona una perspectiva que no se alcanza en las distancias cortas. Lógicamente, para analizar correctamente una situación sociopolítica determinada (léase una coyuntura concreta, cualquiera que sea) hay que valorar las dos visiones. Por eso me he decidido a poner negro sobre blanco esta reflexión, porque creo […]
En general, ver las cosas desde la lejanía geográfica proporciona una perspectiva que no se alcanza en las distancias cortas. Lógicamente, para analizar correctamente una situación sociopolítica determinada (léase una coyuntura concreta, cualquiera que sea) hay que valorar las dos visiones. Por eso me he decidido a poner negro sobre blanco esta reflexión, porque creo que puede aportar algo nuevo al debate que en estos momentos se está produciendo en muchos sectores de Euskal Herria. Me refiero al rumbo que han elegido los comodoros del que yo siempre llamaré Movimiento de Liberación Nacional Vasco, título que abarca a todas y cada una de las organizaciones de la Izquierda Abertzale, con iniciales mayúsculas. Es obligado comenzar señalando la contradicción permanente que supone la mera existencia de una organización clandestina con una definida estrategia política y militar que utiliza la lucha armada tácticamente, pues si Euskadi Ta Askatasuna no hubiese existido nunca yo no estaría escribiendo este artículo en este punto y hora. Lo cierto es que responder con las armas a la violencia que los Estados reivindican sólo para sí, tiene un altísimo precio para todas las partes implicadas en cualquier conflicto, y el que se está contendiendo en Euskal Herria no es una excepción. Por otra parte, es lo que en Economía se conoce por «coste de producción»: la suma de los gastos necesarios para la producción de los bienes que se pretende conseguir (o recuperar). Pero la frialdad de esta definición esconde, en este caso, que el sujeto del «gasto» son personas y que los «bienes» a lograr son derechos humanos, tanto individuales como colectivos. Esto lo han tenido clarísimo todos los militantes de ETA y todos los regidores de las Españas y de las Francias desde los años ’60 del siglo pasado.
Socializar el sufrimiento tiene el inconveniente de que tal decisión afecta a la población en general, compuesta en su inmensa mayoría por hombres y mujeres que no han asumido libremente tamaño coste. Los eufemísticamente denominados «efectos colaterales» causados por uno u otro bando, desde el mismo momento en que se produce el primero, emplazan la resolución en un sentido u otro y ponen fecha de caducidad a una dialéctica violenta que inquieta y condiciona al grueso de los ciudadanos y ciudadanas, pues todos son conscientes del límite normal de una esperanza de vida de la que quieren disfrutar. Llegados a este punto, las presiones comienzan a hacer mella.
En este momento, se adivinan en la Izquierda Abertzale diferentes posturas, algunas de las cuales suenan a déjá vu. Jugar a la ruleta olvidando que el crupier está a sueldo del casino, es un grave error, como lo es pretender paliar la esencia depredadora del capitalismo ayudando a gestionarlo «amablemente». Tampoco parece adecuado revisar la historia reduciendo la importancia capital de miles de personas a las que hay que reconocer, al menos, que sin su voluntariedad, compromiso y sacrificio, hace tiempo que Euskal Herria estaría compartiendo puesto con la muy digna Comunidad Autónoma de Murcia en el escalafón de expectativas de liberación social y de soberanía nacional.
Todo dependerá de la correlación de fuerzas intestinas, pero la humilde opinión de este vasco emigrante es que hay que devolver la ilusión a nuestra gente, rejoneada, sí, pero brava y de casta, que no ha perdido la conciencia de clase y que siempre ha tenido clara su identidad, por encima de dirigentes transeúntes y falibles. La clave de nuestra cohesión es la consigna «Independencia y Socialismo». Son conceptos siameses y no van a llegar por separado. La dignidad de generaciones no admite regateos.
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