Me levanto aquí en Londres antes del amanecer, leo lo último sobre Catalunya y pienso qué feo que es todo esto. Qué feo y qué doloroso y qué decepcionante. Esperaba más de España, el país donde nació mi madre, donde he vivido quince de los últimos diecinueve años, donde me he propuesto vivir -en Catalunya, […]
Me levanto aquí en Londres antes del amanecer, leo lo último sobre Catalunya y pienso qué feo que es todo esto. Qué feo y qué doloroso y qué decepcionante.
Esperaba más de España, el país donde nació mi madre, donde he vivido quince de los últimos diecinueve años, donde me he propuesto vivir -en Catalunya, sea independiente o no- la mayor parte del resto de los días que me quedan. La gente es más simpática, noble y generosa que en cualquiera de los otros siete países en los que he vivido. Comparado con los más de 70 países que he visitado es un buen lugar para ser un inmigrante, es un buen país para ser homosexual, para ser mujer, para ser un niño o un anciano. Hay tanto en España que es admirable, envidiable, moderno y ejemplar.
Es por todo esto que me decepciona y me deprime tanto constatar lo primitiva que sigue siendo la joven democracia española, en particular lo desquiciada que se vuelve cuando entra en juego el tema de la soberanía territorial. Tanto yo como mis muchos amigos extranjeros que conocen bien España y la aman hemos descubierto en las últimas semanas del drama catalán algo oscuro en el alma política de este país que hubiéramos preferido no ver.
Esto no es tomar una posición a favor de la independencia. Creo que sin excepción todos mis amigos nacidos fuera comparten mi rechazo al independentismo. No me gusta el antagonismo que define la esencia del sentimiento nacionalista siempre y en todos los lugares; sospecho que el precio económico de abandonar España sería catastrófico para Catalunya, en cuyo suelo, por cierto, tengo todos mis ahorros.
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