No es verdad que, como tanto se repite en estos tiempos de desescombro moral, el riesgo de despido vuelva al trabajador más eficiente; lo vuelve más sumiso, que no es lo mismo. La amenaza de perder el empleo hace que el trabajador trate de caer en gracia a aquel de quien depende que conserve su […]
No es verdad que, como tanto se repite en estos tiempos de desescombro moral, el riesgo de despido vuelva al trabajador más eficiente; lo vuelve más sumiso, que no es lo mismo. La amenaza de perder el empleo hace que el trabajador trate de caer en gracia a aquel de quien depende que conserve su medio de vida. Si para ganarse la voluntad del jefe ha de trabajar mejor, tratará de hacerlo. Pero bien puede suceder que no sea ése el deseo de algún jefe.
Se supone, aunque a veces sea mucho suponer, que un empresario privado aspira a que sus trabajadores sean eficientes y cumplidores, pues de ello depende que prospere su negocio y aumenten sus beneficios. Pero en el sector público las cosas son diferentes. Aquí el dinero que gestiona quien da las órdenes en última instancia no es suyo, sino de los contribuyentes. Un gobernante puede abrigar la tentación de favorecer el interés de partido, o incluso el mero lucro personal, en lugar del interés general. Si dispone de la facultad de despedir a empleados como en el sector privado, puede optar por desprenderse de los buenos trabajadores públicos que sirven a los intereses generales y son, por ello mismo, un obstáculo a su ambición. La única garantía de que los empleados del sector público son un contrapeso democrático ante el poder político estriba en que solamente puedan ser apartados de su puesto cuando por expediente disciplinario objetivo se demuestre que han incumplido gravemente sus obligaciones. La legitimación del gobernante es la elección popular; la del empleado público, la selección en procesos objetivos basados en los principios de publicidad, igualdad, mérito y capacidad.
Otorgar al gobierno la facultad de despedir a casi un millón de empleados públicos por medio de expedientes de regulación para cuya consumación legal baste con descapitalizar el ente público de que se trate es lo mismo que otorgar a tal gobierno un poder dictatorial. Se asegura la servidumbre de los empleados del Estado, cuya neutralidad e imparcialidad es tan importante para la pervivencia de la democracia como la de los jueces. Estamos, pues, ante la aniquilación del Estado de Derecho y el retorno a la concepción patrimonial del Estado. O sea, el regreso al feudalismo.
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