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Después de la vida

Fuentes: Rebelión

Vivimos tiempos permanentemente amenazados por el cam­bio. Cuando hemos tomado cariño por algo, se esfuma, desapa­rece o muere. Nada hay duradero. Mejor dicho, nunca hasta ahora hemos debido estar tan preparados para perder lo que amamos y esforzar­nos en conservarlo. Si no lo hacemos así, si no pone­mos voluntad y medios el vendaval de la […]

Vivimos tiempos permanentemente amenazados por el cam­bio. Cuando hemos tomado cariño por algo, se esfuma, desapa­rece o muere. Nada hay duradero. Mejor dicho, nunca hasta ahora hemos debido estar tan preparados para perder lo que amamos y esforzar­nos en conservarlo. Si no lo hacemos así, si no pone­mos voluntad y medios el vendaval de la trepidante vida actual lo barrerá. El cam­bio por el cambio, el vértigo, lo fugaz, lo transitorio, lo efí­mero, lo relampagueante, lo destelleante, el ahora… es lo que cuenta. Atrás queda el placer de lo invariable y el de la paciencia como virtud práctica y diná­mica (real­mente, como virtud queda atrás todo cuanto fue virtud). Es lo instantáneo, el chispazo, eso que carece de fases y de procesos que empiezan en el germen, pasa al desarrollo y termina en la madurez, lo que se busca y los in­tereses creados lo atizan.

Se desdeña lo duradero, eso prolongado en el tiempo; lo evi­terno, eso que tuvo principio pero no tendrá fin; lo intemporal, eso que está fuera del tiempo; y lo eterno, eso que carece de un antes y de un después. Conceptos, los cuatro, con fuerte carga filosófica, escolástica, física y metafísica. Lo infinito, no si­quiera tiene ya sen­tido en la cosmología; se ha descartado. Lo que me pregunto es por qué ya nada se busca como el oro que da valor al dinero. Sin duda el marco de los bits que nos en­vuelve, influye poderosa­mente en el desdén al saber que el cam­bio, la «actualización» inexo­rable nos acechan. La necesi­dad, o el capricho -carezco de opinión al respecto- de actuali­zarlo todo remueve hasta las pie­dras. Hasta el cambio climá­tico, con la carga de consecuencias ne­fastas para el planeta y para la Humanidad, se une al festival. Sin embargo, ¿qué es el «tiempo»? Un misterio sin realidad propia y om­nipotente, una condición del mundo de los fenómenos, un mo­vimiento mezclado y unido a la existencia de los cuerpos en el espa­cio y a su movimiento. Pero ¿habría tiempo si no hubiese mo­vimiento? ¿Habría movimiento si no hubiese tiempo? ¿Es el tiempo fun­ción del espacio? ¿O es lo contrario? ¿Son ambos una misma cosa? El tiempo es activo, produce. ¿Qué produce? Pro­duce el cambio. El ahora no es el entonces, el aquí no es el allí, pues en­tre ambas cosas existe siempre el movimiento…

Así es cómo, de un mundo mensurable, concéntrico y apolí­neo, de las estrellas fijas, hemos pasado a otro desconcentrado, a so­cie­dades en las que todo pasa en un abrir y cerrar de ojos y todo se hace vetusto de un día para otro. Admiramos la pirámi­des, la Acró­polis de Atenas, el Coliseo de Roma, el Acueducto de Sego­via… pero no hay la menor intención de que nada de lo que se cons­truye, se fabrica y se vive perdure. Y sin embargo, lo que no cambia, oh paradoja, en la misma proporción, al me­nos en la socie­dad occidental y menos aún en España, es la índole, la condi­ción del individuo acaparadora, ventajista, men­daz, manipuladora, patológicamente obstinada en el abuso….

Todo esto me parece tiene importancia al efecto de las expectati­vas que nos incumben sobre todo a quienes nos queda de vida una pequeña parte del tiempo vivido. Y a su propósito, las especulacio­nes y conjeturas (algunas de las que desembo­can unas veces en simple postulado y otras en afirmación categó­rica o en cre­encia firme) acerca del destino del ser humano y de los demás seres vivos una vez marchitada por fuera y por dentro la masa corpórea, se amontonan desde la no­che de los tiempos. Pero como la mayoría de los seres pensan­tes (aunque no todos) precisan aquie­tar una natural curiosidad y el deseo (seguramente inducido) de persistencia y de inmortali­dad, de vida a toda costa y sea como sea la idea de vida, la inteligencia incipiente de los humanos elabo­raron y die­ron desde muy pronto en la historia de la humani­dad distin­tas respuestas a guisa de «solución» para satisfacer esa cu­riosi­dad y aplacar su sed de perdurabilidad. Así, y según esa inten­ción, lo que se nos propone para después de la muerte física en las culturas que engloban a la mayor parte de la población del mundo, es una de estas seis «salidas»:

1- un paraíso, o lugar utópico donde el ser alcanza la felicidad plena y eterna;

2- una reencarnación en que la esencia individual de las perso­nas (alma, conciencia o energía) adopta un cuerpo material no solo una vez sino varias según va muriendo;

3- un renacimiento del mismo ser, sin conocimiento ni conscien­cia del trance, con dos posibles interpretaciones: de una vida a otra, o de un momento a otro durante esta vida;

4- una metempsicosis, que no involucra al ser real en el cam­bio de estado o nivel y el individuo puede encarnar en minera­les, ve­getales o animales;

5- una tansmigración o peregrinación o cambio de estado o ni­vel que excluye la idea de un retorno a un estado o nivel pa­sado;

6- una extinción definitiva y sin vestigios, ni del cuerpo ni del espí­ritu, ni del alma, ni de la conciencia…

Como se comprende, esta enumeración de posibilidades por un lado no responde al numerus clausus y por otro son optativas. Si bien la decisión individual viene condicionada por potentes facto­res varios: desde la cultura determinante de una mentali­dad o la mentalidad determinante de la cultura en que el indivi­duo ha ido desarrollando su intelecto y su sensibilidad, hasta la personalidad intrínseca del individuo que, superando y trascen­diendo cultura o mentalidad, por su propio impulso adopta una de las seis.

Así las cosas y en todo caso, pese a vivir sobrecogidos por el cam­bio y el torbellino del cambio, lo que sí perdura es la necesi­dad de perdurar del ser (del yo, cualquiera que sea la forma), la ne­cesidad de ser inmortal es aunque nos transforme­mos en un infu­sorio que, dadas ciertas enseñanzas, todo podría ser… Esa nece­sidad sigue preponderando en toda la sociedad humana, aun­que ciertamente atenuada dicha en los últimos tiem­pos por la debili­dad de la creencia, por el auge de las ideo­logías y por el re­ino definitivo de lo que desde siempre se ha en­tendido como sen­tido común.

Sea como fuere, el hombre y la mujer fáusticos siguen an­siando no dejar de existir, aunque sea a través de una atractiva metamorfo­sis. Lo eterno, lo inacabable, lo absoluto, lo infinito, lo duradero… siguen siendo, sotto voce, la vocación del individuo común. La cuestión es que, si respondiendo por lo ge­neral al ata­vismo de estas ideas transmitido a sus genes o si superado el ata­vismo, podrá razonar con la lógica formal de que disponemos, o no, su preferencia y determinación. Sobre todo si tenemos en cuenta el diseño mental y la pasión por lo fu­gaz que se ha adue­ñado de la sociedad postmoderna.

Por todo ello opino que la última de las opciones enumeradas, esto es, la extinción definitiva, a la que se resiste el humano con el denuedo del ser indefenso, del débil, del temeroso que «necesita» creer, es la que mejor se adecúa a los parámetros del presente mile­nio. Pues si, por un chispazo del espíritu trasla­dado al inte­lecto asumimos la idea de la dualidad y de paso la idea de la alter­nativa que acompaña a la mayoría de inteleccio­nes y pre-senti­mientos, aún me parece más propio quedarse con esta posibilidad alternativa, práctica, racional e idealista al mismo tiempo: o no hay nada después de la muerte, o hay algo mejor cuya naturaleza, por el mismo propósito catártico que re­busca este razonamiento, debiéramos renunciar a descifrar.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.