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Diana y la bulimia

Fuentes: El Salto

Mi placer culposo de este verano fue ver todos los capítulos de The Crown, prácticamente seguidos, durante un par de semanas. No pude resistir a la tentación de ver a Gillian Anderson interpretando a la Thatcher. Más allá de la sensación de horas vacías y tiempo perdido, me llevé una sorpresa cuando al inicio de un episodio de la cuarta temporada, ya situado en los años ochenta, apareció un aviso admonitorio y amenazante de que en ese capítulo había escenas que mostraban desórdenes alimentarios, lo que podía perturbar a quien lo viera. Aconsejaba verlo bajo la propia cuenta y riesgo y daba una dirección web para hablar del tema. Visité esa página y era una creación de la propia plataforma de streaming destinada a hablar y compartir el malestar que pudieran producir sus películas y series.

Me sorprendió ese aviso porque, como cualquier persona que haya vivido en los noventa y tuviera televisión o leyera revistas del corazón, conozco bastante bien la vida de Diana Spencer y, sin embargo, no sabía que hubiera padecido bulimia. De eso, en los noventa, al menos en mi casa, no se hablaba.

Crecí en una familia católica, monárquica y bien, mis abuelas tenían pretensiones y arrastraban rencillas añejas por herencias de títulos nobiliarios que nunca recibirían (qué injusta la ley sálica, decían…). En mi caso (supongo que como muchos otros de niñas de mi generación), la figura de Diana de Gales encarnó el sueño propio del cuento de hadas, el relato feliz de la joven que pasa de ser una completa desconocida, humilde y sencilla, a futura reina de Inglaterra. Ese era la meta soñada para una gran parte de niñas de mi generación, para sus madres y abuelas: un buen casamiento, uno que te encumbrara, te quitara preocupaciones de tener que estudiar y trabajar. Y en el caso de Diana, el éxito, en este caso, venía acompañado de la gratificación de poder dedicar toda una vida a las obras de caridad y a la ayuda a quienes más lo necesitaban.

Esa (el matrimonio y, a veces, la caridad) era la máxima aspiración para mis abuelas y tías abuelas que soñaban con verme casada con el Príncipe Felipe o, en su defecto, con Francisco Rivera o El Juli. Es lo que tiene haber crecido en una familia monárquica y taurina del sur… Ese (el matrimonio y, a veces, la caridad) también fue durante un tiempo mi sueño, pero se rompió en agosto de 1997 con la muerte de Diana o, incluso, un poco antes con la separación, el divorcio y todas las historias de infidelidades de Carlos con Camila, y de Diana con tantos hombres. Incluso esa misma historia se contaba sesgada en clave patriarcal: Carlos fue infiel a Diana, pero solo con el amor de toda su vida, Camila, con quien realmente se quería casar y no pudo hacerlo por las normas tan injustas de la familia real británica; mientras que Diana era descrita como un útero indomable y desenfrenado, incapaz de contener sus instintos que, tras no haber podido conquistar el corazón del príncipe, se acostaba con cualquier hombre que se cruzara en su camino.

En todo caso, en agosto de 1997 ese sueño de cuento de hadas se rompió para siempre. Lloré el día de la muerte de Diana. No podía creerme que su historia acabara tan mal y que ella, víctima de la injusticia de haber amado sin ser correspondida, muriera de esa forma tan desagradable e inesperada. Aquel fue el final del sueño romántico de mi infancia y me gustaría pensar que también fue el inicio de una forma diferente de pensar: tendría que haber otras alternativas para mí, más allá de un buen matrimonio con un noble.

Aquellos años noventa también fueron el inicio del periodismo amarillo, sensacionalista, con “portadas que hablan del carmín, de la falda, del escote”, como canta María Ruiz y que persiste, con su avidez, hasta el presente. Como cualquier persona interesada en la realeza y que tuviera televisión en aquella época (o que leyera el Hola), yo conocía toda la vida de Diana Spencer: su infancia, su adolescencia, sus trabajos precarios, su boda de ensueño, su crisis matrimonial, la ruptura y el dolor, su vida amorosa posterior, su malísima relación con la reina y hasta los detalles más escabrosos de su muerte. Y, sin embargo, no tenía ni idea de que tuviera bulimia. Esto me lleva a dos preguntas: ¿Por qué no se hablaba de ese tema en los noventa? ¿Y por qué el aviso tan amenazante de esta plataforma de vídeos, en 2021, de que el contenido de ese capítulo podía herir la sensibilidad del espectador?

En esta serie, y prácticamente en cualquier otro contenido (real o ficticio) que podamos ver ahora mismo en televisión, hay todo tipo de escenas de violencia, sangre y sexo explícito. En el caso de The Crown hay mucho sexo, toda una gama de insultos desde barriobajeros hasta formales, perversos y corrosivos, atropellos de autobús en un Londres desquiciado, bombas del IRA con nobles que salen volando, un alud que mata a un centenar de niños en Aberfan y peleas a golpes y bofetadas entre la princesa Margaret y su marido. Hay un hay capítulo entero dedicado a la caza de un ciervo, sin obviar ningún detalle, desde el primer tiro y el reguero de sangre que deja por las montañas escocesas, hasta el tiro definitivo que lo tumba en el suelo, el traslado del animal en una furgoneta ensangrentada y la posterior operación de desangramiento, desollamiento y decapitación para hacer un adorno de pared. No se ahorran ni un solo detalle. Ahora bien, el único aviso que hay en toda la serie de que un capítulo tiene contenidos violentos que pueden alterar al espectador es cuando se muestran los trastornos alimenticios de Diana. Y ni siquiera son imágenes muy explícitas o violentas, solo son una serie de tomas lejanas y esquinadas, elegantes casi, grabadas a distancia o en el reflejo de un espejo. Apenas se ve la espalda o las piernas de la princesa, su cuerpo encogido sobre el váter, que casi no se ve, y el grifo debidamente abierto para que corra el agua y no se oigan las arcadas.

Quizás en el hecho de que se considere perturbadora una escena de una mujer vomitando, mientras que el sexo, la sangre y la violencia explícita se hayan normalizado y estén a todas horas en nuestros televisores nos encontramos con un tabú de nuestra época. En la sociedad del espectáculo se muestra muestran cuerpos perfectos, jóvenes y bellos, mucho sexo, bastante convencional y debidamente depilado, y unos tipos muy concretos de violencia, masculina, se podría decir: violencia física, de peleas y golpes con los puños, de heridas de bala y espadas, de bombas atómicas y bombardeos en Afganistán; pero no se muestra el lado oculto de esa belleza y de esos cuerpos perfectos, no se muestran otros cuerpos no normativos ni el miedo o la vergüenza de muchas mujeres (y algunos hombres, me gustaría pensar) por no poder alcanzar esos cánones de belleza y perfección.

¿En qué clase de sociedad nos encontramos que parece menos problemático mostrar una matanza o un buen polvo que un trastorno alimentario? Justamente en una sociedad del culto al cuerpo y la belleza, que valora sobre todo la apariencia física y en la que el éxito social, que ya no se depende de un buen matrimonio (como creía mi abuela), sino de tener un cuerpo perfecto, así como del número de relaciones que se haya tenido, de follar mucho, triunfar en Tinder o practicar el poliamor.

En los noventa aparecieron también las primeras grandes top models (Claudia, Naomi, Linda, Cindy, Kate, Heidi, Helena…) y desde entonces, todo, o casi todo, en nuestra sociedad está basado en este imperativo de la belleza: desde los anuncios publicitarios de cremas para tener la piel perfecta y maquillajes y sombras de ojos para lograr sacar tu mejor partido y resultar irresistible; hasta la venta de marcas de ropa que te realzan la figura y te hacen la mejor cintura posible. Sin olvidar todos los mensajes de los medios de comunicación, presentadoras y presentadores espectaculares diciendo que no hacen dieta, solo llevan una vida sana; ofertas de gimnasio para alcanzar tu peso ideal y comentarios de madres abuelas, hermanas, compañeras de trabajo o incluso completas desconocidas sobre nuestro aspecto físico y todo lo que podríamos hacer para mejorarlo. El límite extremo se encuentra, entiendo, en el auge de la cirugía estética para hacer esos pequeños retoques necesarios para que no se note tu edad y recuperes el brillo de la mirada… Y no se trata ya de una presión que afecte solo a las mujeres, sino que los hombres también se encuentran cada vez más asediados por ese imperativo de la belleza, el goce y la eterna juventud.

Este fenómeno está lejos de ser puramente estético (en el sentido de la apariencia y el culto a la belleza), sus bases más profundas están fuertemente enraizadas en el sistema capitalista, en las enormes ventas y beneficios económicos que anualmente reciben las empresas dedicadas al sector. Solo un dato: tras los multimillonarios Jeff Bezos y Elon Musk, procedentes del mundo de las nuevas tecnologías, la tercera persona más rica del planeta, según la lista Forbes 2021, es Bernard Arnault, dueño de Louis Vuitton; y la primera mujer que aparece en la lista, en el puesto duodécimo, es Françoise Bettencourt Meyers, de L’Oreal.

¿Cómo se iba a poder mostrar entonces el lado oculto de ese culto al cuerpo y esa búsqueda de belleza?, ¿cómo se podría hablar del sufrimiento por no poder llegar a tener un cuerpo perfecto, y visibilizar las enfermedades físicas y mentales que surgen por perseguir ese ideal inalcanzable?

Aquí veo un posible origen del tabú que rodea y oscurece todas las complejas regiones relacionadas con desórdenes alimenticios. Se podría hablar de todo, mostrar todo, parece que no hay límites a la violencia que aparece en nuestras pantallas; pero si se visibilizara el reverso oscuro que siempre acompaña a este culto al cuerpo y a la belleza es muy posible que se paralizara gran parte de la economía, al menos occidental. Las grandes marcas de estética, moda, los gimnasios, los gurús de la dieta, las clínicas de estética dejarían de vender y tendrían que cerrar sus puertas y se arruinarían. Quizá ese sería el momento feliz en el que aceptaríamos nuestros cuerpos tal y como son, sin imperativos de la moda o de las medidas perfectas.

Otra muy distinta hubiera sido mi adolescencia y la de tantas otras niñas de mi generación si se hubiera idealizado menos la belleza del cuerpo y se hubiera podido hablar de su lado oscuro. Así que, aunque sea en una plataforma de vídeos con protagonistas espectaculares, que es parte de este mismo sistema capitalista, que se presente con un cierto tono morboso y se enmarque con mensajes de aviso amenazantes (“Cuidado, se presentan contenidos que pueden herir su sensibilidad”), casi agradezco que por fin se haya visibilizado la bulimia de Diana y que se pueda hablar y escribir sobre este tema.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/feminismos/diana-y-la-bulimia