Diez años se cumplen ahora, pero el ataque a las libertades fundamentales que el cierre supuso, como lo supusieron los que vinieron después, permanecen en el tiempo y durarán mientras no se reconozca como violación de derechos. Hace ahora diez años. Volvíamos de Madrid de un juicio en el que el acusado había denunciado torturas […]
Diez años se cumplen ahora, pero el ataque a las libertades fundamentales que el cierre supuso, como lo supusieron los que vinieron después, permanecen en el tiempo y durarán mientras no se reconozca como violación de derechos.
Hace ahora diez años. Volvíamos de Madrid de un juicio en el que el acusado había denunciado torturas y en el que existían lesiones que objetivaban la exis- tencia de malos tratos. En la carretera adelantamos a un gran numero de vehículos policiales, en dirección a la «guerra del norte». No es que en este país pueda uno extrañarse de la presencia de grandes contingentes policiales. Todos los días es patente su presencia, revestida de los mas diversos colores, sin que pese a ello pueda decirse que constituyan el arco iris, si acaso la serpiente multicolor. Pero lo que veíamos aquel día era algo desmesurado. Y nos preguntamos cuál sería la causa de semejante despliegue.
La respuesta llegó de madrugada con el inquietante ruido del teléfono cuando suena a horas intempestivas: un gran contingente policial -se habló de doscientos uniformados- había entrado en la sede de «Egin», comandada por el juez Garzón. Allá que nos fuimos a tratar de saber a qué se debía semejante despliegue. Negativa en redondo a cualquier explicación. El periódico y la radio precintados, la rotativa inutilizada en un registro que duró varias horas y las libertades de expresión e información por los suelos.
La única aclaración de lo ocurrido llegó, cómo no, desde Turquía, donde Aznar se jactó del operativo, preguntando si alguien pensaba que «no nos íbamos a atrever», demostrando a las claras el amasijo de poderes que se da en el Estado un día sí y otro también. Doscientos hombres armados registrando y cerrando una radio y un periódico donde las únicas armas que había eran la tinta y el papel, como su director Salutregi declaró durante el juicio. Diez años se cumplen ahora, pero el ataque a las libertades fundamentales que el cierre supuso, como lo supusieron los que vinieron después, permanecen en el tiempo y durarán mientras no se reconozca como violación de derechos y se restablezca plenamente su ejercicio.
Transcurridos ya dos lustros, no hay sentencia firme en el proceso judicial abierto entonces, lo que no impide que muchos de los enjuiciados estén en situación de prisión preventiva para evitar un supuesto riesgo de fuga después de haber estado durante nueve años firmando semanalmente y durante dieciocho meses acudiendo a las sesiones del juicio
Pese a que cientos de testigos insistieron en la pluralidad de «Egin», su carácter popular y todas las virtudes que lo adornaban, la sentencia de primera instancia los desprecia y condena por pertenencia a banda armada y otros delitos a penas de muchos años de prisión (hasta 24) por el hecho de formar parte del consejo de administración de una empresa.
El mal ya está hecho, pero sería menor si el Tribunal Supremo corrigiera el despropósito y revocara una resolución que, como hemos tratado de argumentar en los recursos interpuestos, es el perfecto ejemplo de lo que no debe ser una sentencia en un proceso penal. ¡Que así sea!
Alvaro Reizabal Abogado