En aquel tiempo, aquel viejo sabio con alma de niño que nunca antes había estado enfermo, reunió a su pueblo y le hizo saber que, por causa de una grave dolencia de la que tendría que ser operado, durante unos meses no iba a poder seguir al frente de su gobierno. Consternado, su pueblo encajó […]
En aquel tiempo, aquel viejo sabio con alma de niño que nunca antes había estado enfermo, reunió a su pueblo y le hizo saber que, por causa de una grave dolencia de la que tendría que ser operado, durante unos meses no iba a poder seguir al frente de su gobierno.
Consternado, su pueblo encajó la triste noticia en el temor de que lo abandonara quien fuera su guía pero consciente de que, aún en ese caso, sabría superar cualquier adversidad recurriendo a las armas que su guía les había enseñado: la dignidad, la solidaridad, la justicia, la igualdad, y el amor al prójimo.
Sin embargo, al otro lado del mar, en una ciudad de plástico llamada Miami, que nada tenía que envidiar a Sodoma y Gomorra, y en la que se hacinaban los más grandes gusanos de los que haya memoria, desde que éstos se enteraron de la grave dolencia del venerable anciano, comenzaron saltar y a dar gritos de júbilo celebrando por anticipado su muerte.
-¡Que muera el dictador, que muera el dictador!- cantaron y bailaron tres noches seguidas en Miami esperando que Dios los complaciera.
Y Dios los complació. Al cuarto día, mandó a su ángel exterminador y acabó con la vida de quien durante 40 años aterrorizara a su pueblo: Alfredo StroeSSner.
Cuando en Miami llegó la noticia de la muerte y posterior reenvío al infierno del dictador paraguayo, apesadumbrados volvieron a salir los gusanos a las calles para pedirle a Dios que no se llevara a ese dictador sino al otro, al «hijo puta».
Y Dios, que a pesar de su infinita bondad y misericordia estaba cada vez más harto de tanto gusano ebrio, volvió a mandar a su ángel exterminador para que también se llevara al infierno al hijo puta de Pinochet.
-¡No, a ese hijo puta no…! ¡Al nuestro! -volvieron a clamar en Miami.
Y Dios, que ya no les iba a consentir ninguna más, volvió a enviar a su angel exterminador.
Un día más tarde, Bush se atragantaba con una galleta «Prezzler»…
Cuentan que, desde entonces, no han vuelto en Miami a abrir la boca en el temor de que Dios los siga oyendo y complaciendo, y tengan en breve que celebrar funerales por los demás repulsivos gusanos.