La semana pasada saltó la noticia a la prensa. Fue una aparición fugaz, en sitio recoleto, sin comentarios, apareciendo y desapareciendo sin dejar apenas rastro. Por segunda vez, la Audiencia Nacional procesaba al presidente del primer banco del país. En esta ocasión por fraude fiscal y por falsedad documental. La noticia no interesaba o, mejor […]
La semana pasada saltó la noticia a la prensa. Fue una aparición fugaz, en sitio recoleto, sin comentarios, apareciendo y desapareciendo sin dejar apenas rastro. Por segunda vez, la Audiencia Nacional procesaba al presidente del primer banco del país. En esta ocasión por fraude fiscal y por falsedad documental. La noticia no interesaba o, mejor dicho, a algunos con mucho poder les interesaba demasiado que tuviese la menor relevancia posible.
El proceso tiene su origen en el affaire de la cesión de créditos, instrumento financiero ideado por el Banco de Santander para ocultar el dinero negro de sus clientes, burlando así la entonces reciente Ley de Activos Financieros. La banca en nuestro país siempre ha estado a favor de la ocultación fiscal, y ha costado muchos años, lances y refriegas conseguir que se plegase a facilitar información a la hacienda pública. La historia comienza en 1977, en plena transición democrática, con la Ley de Medidas Urgentes, que levantó a efectos fiscales el secreto bancario y, aunque la norma era tímida y llena de cautelas, fue recurrida inmediatamente por la AEB y se suspendió su aplicación. Tendrían que pasar algunos años, hasta casi mediados los ochenta, para que los tribunales declarasen la constitucionalidad de la medida; pero para entonces Hacienda preparaba ya una nueva ley más ambiciosa, la ya citada de activos financieros. Ni que decir tiene que la banca desplegó todo su poder para abortarla, o al menos descafeinarla, amenazando con fuertes cataclismos económicos y la huida de todo el capital hacia el exterior. Aun cuando en este proceso la banca logró algunas victorias, lo cierto es que la norma vio la luz en el año 1985, dando un golpe de muerte a la impunidad de que habían gozado las rentas de capital para evadir las cargas fiscales.
La mayoría de las entidades financieras y de sus directivos asumieron la nueva situación y se resignaron a facilitar información a la Administración tributaria; otros, muy pocos, bien porque se creían más sagaces que los demás, bien porque henchidos de orgullo se consideraban por encima de la ley y que no había nadie que se atreviese a sancionarles, idearon mecanismos para burlar la norma. Entre éstos se situó el Banco de Santander con su invento de la cesión de créditos.
Este instrumento financiero constituía lisa y llanamente un fraude de ley, un engaño a los clientes, puesto que se les aseguraba que no tenían que declarar sus rendimientos, y también un acto de competencia desleal al resto de las entidades financieras. El banco consiguió cerca de cuatrocientos mil clientes nuevos, y no tuvo reparos en falsificar nombres y titulares a la hora de ocultar la información al Fisco.
El auto de procesamiento dictado por la Audiencia Nacional podría inducirnos al optimismo, considerando que vivimos en un Estado de derecho y que la ley resulta igual para todos. No obstante, existen muchos indicios de que este principio está muy lejos de alcanzarse y que este caso no es la norma, sino más bien la excepción, gracias al tesón de una jueza que ha tenido que vencer múltiples obstáculos para lograr que un poderoso se sentara en el banquillo. Por otra parte, nada indica que al final se vaya a llegar mucho más lejos.
El hecho de que hayan transcurrido quince años desde que el asunto arribó a los tribunales ya es suficientemente significativo de los impedimentos de todo tipo que ha habido que salvar. Aunque más significativo resulta aún que la Fiscalía y la Abogacía del Estado reclamen el sobreseimiento, especialmente la última, cuya única finalidad es defender los intereses financieros y patrimoniales del Estado -de ahí que la Dirección General de lo Contencioso (hoy, del Servicio Jurídico) se encuadrase desde su creación en el Ministerio de Hacienda; sólo en épocas relativamente recientes ha pasado al Ministerio de Justicia-. Pues bien, ¿cómo es posible que en un presunto caso de delito fiscal llevado a los tribunales por la Administración tributaria la Abogacía del Estado no se persone como acusación y, por el contrario, pida el sobreseimiento del proceso? ¿Qué presiones o chalaneos ha tenido que haber entre el poder político y el económico para que cambiase de posición? ¿Qué apaños tiene que continuar habiendo para que el actual vicepresidente económico afirme que no hay que revisar la postura de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado? Con unos o con otros gobiernos, el poder económico continúa mandando.
Y algo más que mandando en los medios de comunicación… Su silencio y autocensura han sido de lo más elocuente. ¿Podemos imaginar lo que habría ocurrido si los dos procesamientos hubiesen recaído en algún político? Artículos, editoriales, comentarios. ¿Cuántas voces no se habrían levantado para requerir su dimisión? Nada de esto se le exige al primer banquero del país. ¿Es que acaso goza de menos poder? ¿Quizás maneja menos recursos de terceros? ¿Sus acciones tienen menos impacto social? ¿Debe, por ventura, someterse a una ética más laxa?
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