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Dominio grupal

Fuentes: Rebelión

En algunas sociedades avanzadas, la generalidad ciudadana asiste impasible al avance incontrolado de grupos sociales que, aprovechando los medios de comunicación para tratar de imponer sus pretensiones o simples ocurrencias, hacen rehenes de las mismas a las demás personas con las que conviven, obligándolas a asumirlas como válidas. Pese a las libertades, no hay lugar […]

En algunas sociedades avanzadas, la generalidad ciudadana asiste impasible al avance incontrolado de grupos sociales que, aprovechando los medios de comunicación para tratar de imponer sus pretensiones o simples ocurrencias, hacen rehenes de las mismas a las demás personas con las que conviven, obligándolas a asumirlas como válidas. Pese a las libertades, no hay lugar para la discrepancia. Los poderes públicos incluso las apoyan, colaborando en el proceso de imposición de tales pretensiones en el ámbito de la generalidad, o simplemente se inhiben ante sus demandas, dejándolas estar, pero en ningún caso amparan expresamente a los ciudadanos frente a la agresividad natural del grupo dirigida a arrollar la autonomía personal.

Individualmente considerada, la persona está resultando socialmente irrelevante, salvo casos puntuales en los que destaca en una actividad, y el poder de influencia se empeña en darle cuerda, en los demás casos es un número que forma parte de la masa. Esto sucede tanto en esas sociedades progresistas como en las que han perdido el tren del progreso. Ciñéndonos a las primeras, con la excepción de esos iconos e influencers que explotan lo de ser objeto de atención de las masas, los ciudadanos, aunque acogidos a un compendio de derechos y libertades más o menos reales, prácticamente parecen no interesar al poder en términos de relevancia social, salvo para pagar impuestos y recibir, en su caso, una cuota del reparto de los beneficios derivados de vivir en el primer mundo.

Si la individualidad está abocada al silencio y la alienación, no sucede así con los grupos de interés que emergen como setas en otoño al reclamo de cualquier circunstancia. Convertidos en promotores de exigencias sociales diversas, los individuos han encontrado en el grupo la protección de la que carecen al ir por libre. En ellos puede verse como una especie de refugio de esa individualidad irrelevante que aspira a hacerse notar al calor del conjunto. Los grupos han resultado ser los únicos con capacidad de hablar y ser escuchados en la sociedad de masas. Sus exigencias van dirigidas tanto al poder oficial como al resto de la sociedad. Esos asociados, mientras van medrando en términos pacíficos apenas suenan, pero no por ello permanece ausente el estado de tensión latente, con el objetivo de imponer a la sociedad su voluntad de poder grupal e individual, arropados ambos en la fuerza del colectivo. La posibilidad de conseguirlo ofrece un aliciente, que los afines consideran a su alcance con la simple adhesión al proyecto; de ahí su atractivo.

Como resulta previsible, es un negocio para los adheridos pertenecer a determinados grupos, rotulados utilizando una diversidad de términos y objetivos para definirse, porque su imagen cobra protagonismo, aunque a costa de diluirse su individualidad. De manera que cada causa que aparece en escena -en realidad el interés coincidente de sus miembros- está respaldada por los asociados, con lo que el sujeto adscrito a la misma cuenta con el apoyo de todos. Es más, el individuo huérfano de individualidad parece estar abocado a integrarse en la acción grupal para subsistir socialmente.

Amparándose civilmente en el derecho de asociación, de un lado, hacen ver su presencia ante los poderes públicos en virtud de la legalidad, pero siempre tratando de dar un paso más y ser reconocidos por la sociedad. Este reconocimiento grupal, con matices hegelianos, si bien natural porque si no te reconocen no existes, busca algo más, y es situarse en condiciones de superioridad sobre las demás personas. Todo grupo que busca reconocimiento social en realidad a lo que aspira es a jugar con ventaja, distanciando a sus agrupados de la condición de miembros de las masas, en virtud del reconocimiento generalizado de su supuesta condición diferencial. Si se les desposee de adornos jurídicos y humanitarios, su pretensión real a efectos civiles y políticos no es otra que romper con la igualdad e imponer el privilegio para una minoría.

La pregunta ahora es, ¿quién patrocina la maniobra?. No es ningún secreto que, como sucede en casi todo lo que se mueve en las sociedades modernas, solo puede ser el capitalismo. Entiéndase las empresas que manejan el flujo del dinero, las que están por todas partes imponiendo sus leyes escritas y no escritas para continuar dominando el mundo. Por eso la creación, funcionamiento y explotación de estos grupos no queda al margen de sus competencias. Si se quiere ver basta con levantar el velo.

Otro interrogante, ¿por qué unos grupos prosperan y otros se desvanecen?. No hay que darle vueltas, se trata de un asunto de mercado. Ese olfato comercial propio del empresariado permite determinar qué grupo dispone de mayor potencial, y es a este al que se le da proporcionalmente cuerda. El argumento es sencillo, cualquier demanda con proyección social, primero, debe ser sometida a control del que realmente manda y, segundo, hay que darla un sentido comercial y explotarla para obtener beneficios, porque no hay que pasar por alto que se trata de sociedades capitalistas. Poco importa el legítimo interés público o el simple sentido común frente a la primacía del interés del dinero. De ahí que la estupidez sin límites -que en estos tiempo vende mucho-, a veces arropada como expresión del progreso, llegue a imponerse interesadamente sobre la racionalidad, simplemente porque es rentable para el empresariado. De otro lado, resulta más provechoso vender mercancías al por mayor que al por menor, si en ambos casos se realiza al mismo precio.

Buscando otros patrocinadores y examinando el asunto desde el lado de la política, aunque más corta en sus pretensiones, sucede algo análogo. Hay que atenderle debidamente por una cuestión de cálculo, ya que el voto del grupo agradecido pondera mucho más que el del anónimo ciudadano votante. Y si aquel es relevante, con mayor motivo. Así, el grupo socialmente reconocido, asentado en una realidad con proyección económica, acaba siendo utilizado para atender a estos intereses. En cuanto ha consolidado ese protagonismo social que inicialmente demandaba, con el correspondiente respaldo económico y utilizado por los intereses políticos para sus propios fines, resulta que también está en disposición de aprovechar la situación para impulsar socialmente los suyos. Por tanto, es natural que, gozando de especial protección pública, sobre esta base construya su poder social desde una posición de privilegio. Respaldado por el poder político, el grupo está en posición de exigir ahora a la sociedad algo más que el reconocimiento del que ya disfruta, impone sumisión generalizada a sus principios y reconocimiento incontrovertido de su superioridad.

Mitificadas por la publicidad, las demandas de algunos grupos de interés, en gran medida empeñadas en ser entendidas al menos en línea con la marcha del proceso de civilización y que realmente no se trata nada más que de pretensiones minoritarias interesadas a imponer al conjunto social, sale a la luz su utilidad. Si prosperan sus reivindicaciones, a partir de aquí el dogma que propugnan se desarrolla como doctrina, al amparo de la protección de los poderes dominantes, para reafirmar ellos mismo su condición dominante en la sociedad. Comienza la caza de brujas para perseguir a los que disienten. Quien no comulga con la doctrina que ha pasado a ser oficial es excluido en cualquiera de esos reinos modernos de libertad,por hereje. Curiosamente se habla de tolerancia en las sociedades democráticas de primera línea, pero esa tolerancia es pura ficción, porque si se discrepa de la doctrina grupal, elevada a la condición de oficial, ya no hay tolerancia y la condena puede ser la hoguera. La conciencia colectiva acaba siendo suplantada por el interés del grupo dominante, y ni el avance del progreso real es capaz de derribar los nuevos tabús que se consolidan, facturados como falsos avances sociales. Al fondo, aparando las creencias, se observa la siniestra mano del llamado totalitarismo capitalista.

Con el paso del tiempo, las doctrinas grupales se han hecho globales, atravesando fronteras sin mayores dificultades -hoy se observa casi a diario-, no tanto por mimetismo como porque alguien con demasiado poder las mueve en su propio interés. Resulta que el grupo y su dogma es utilizado por quienes disponen del poder real para totalizar a las masas, entregando después su elemento diferencial y la parafernalia grupal que le acompaña al mercado, para que lo exprima por su cuenta. Esta doble dimensión, frecuentemente presente en cualquier grupo, les convierte en singularmente útiles. Si bien lo que llama la atención es ese gran poder en el plano global, lo que prima sobre él, y así lo considera la dirección del espectáculo, es su valor en términos de dinero, para complacencia de las empresas que lo explotan.

El dominio grupal, al amparo de los poderes públicos y del capitalismo, ha cobrado un protagonismo social incuestionable, pero hay que estar prevenidos y dispuestos a raspar el barniz que embellece las distintas causas para tomar posiciones. Convendría no pasar por alto que las últimas consecuencias de los grandes errores las soporta la propia sociedad engañada, que deja de ser abierta para acabar encerrada en la intolerancia grupal, a la que curiosamente los grupos progresistas llaman LIBERTAD

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.