Ruina, esclavitud, degradación del patrimonio natural… Manuel Delgado Cabeza analiza las consecuencias de la inserción de la agricultura intensiva de exportación.
Las amenazas que padece Doñana y su entorno son las mismas que soporta el resto de Andalucía como consecuencia de su dedicación primaria y subalterna: agricultura intensiva, minería a gran escala y turismo de masas, actividades que suponen un uso intensivo y una degradación de su patrimonio natural a cambio de condiciones de trabajo lamentables con una muy escasa remuneración. Esta trilogía marca de manera fundamental las condiciones en las que la vida se desenvuelve, en Doñana y en Andalucía. Una vida atravesada, desde eso que algunos han llamado “la maldición de la abundancia”, por la condición de objeto del deseo y afán de dominación y de apropiación de riqueza ejercidos desde el Norte sobre muchos pueblos y economías del Sur. Doñana es un símbolo, una encarnación de la depredación a la que vienen siendo sometidos un territorio y un pueblo, con cómplices, beneficiarios y responsables fuera y dentro de la propia Andalucía.
De modo que la sequía y el cambio climático han venido a agravar una situación que ya existía y que tiene que ver con lo que muchos agricultores andaluces en otros tiempos hubieran considerado “un contradiós”, utilizando una expresión usada en algunos pueblos andaluces: hemos aceptado la dedicación de la zona más árida de Europa a la actividad económica más consumidora de agua, la agricultura intensiva para la exportación; y a otras dos actividades que también requieren grandes cantidades de agua: el turismo de masas y la extracción minera a gran escala.
La agricultura intensiva de exportación implica una dedicación crecientemente devoradora de “recursos”, al requerir, de manera permanente, mayores rendimientos por hectárea desde la idea – el “contradiós” al que me refería antes-, de que la naturaleza está ahí para explotarla, a nuestra entera disposición, y se le puede forzar sin límites por encima de su capacidad de autorreproducción.
La clave de esta exigencia continua de elevar los rendimientos por hectárea –y en consecuencia de intensificar la degradación de nuestro patrimonio natural– viene dada por ser esta agricultura intensiva de exportación el eslabón más débil de una cadena gobernada por megacorporaciones de los agronegocios; una cadena dentro de un sistema agroalimentario globalizado que tiene su centro de gravedad en las grandes corporaciones de la distribución, que controlan el acceso a los mercados por el lado de las ventas, a lo que hay que añadir el grupo de transnacionales que gobierna las compras que requiere la agricultura. Gigantes ajenos y lejanos a Andalucía que desde su poder corporativo modulan las condiciones de forma, ritmo, cantidades y precios bajo las que tiene lugar la extracción y apropiación de valor monetario generado en los campos andaluces. Una arquitectura construida no para satisfacer necesidades alimentarias sino para alimentar la expansión y la acumulación de capital, de riqueza y de poder de esos grandes imperios alimentarios.
El resultado del poder de estos gigantes del agronegocio se traduce en márgenes tendencialmente decrecientes para los agricultores. Se tienen cifras para el caso de Almería que nos dicen que el precio percibido por un agricultor por cada kg de mercancía “fabricada” está cerca de la mitad, en términos “reales”, del que percibía en 1975, hace casi 50 años. Eso significa que ahora, para obtener los mismos ingresos por hectárea, la extracción de biomasa tendrá que ser el doble. Mientras tanto, los costes del paquete tecnológico –semillas, fertilizantes, fitosanitarios y otros ingredientes– no ha dejado de crecer.
Para compensar este descenso tendencial de los márgenes los agricultores tienen dos mecanismos a los que acudir: la intensificación de la producción (kilos por hectárea), forzando la explotación de la naturaleza, y la sobreexplotación de la mano de obra que trabaja en el sector. De modo que este es un modelo que, en su evolución, a medida que la presión sobre los márgenes va aumentando, conlleva el crecimiento de sus costes sociales y ecológicos.
A través del mecanismo de los precios se consuma así en estas plataformas agroexportadoras, hortofrutícolas y olivareras, una apropiación de riqueza –de tiempo (de trabajo) y de espacio (patrimonio natural)–, transferida a las economías centrales. Aunque este intercambio desigual se presente desde la economía convencional como resultado del “libre” juego del mercado, ocultándose de esta forma las relaciones de poder y los mecanismos encubridores que la economía convencional utiliza para invisibilizar el despojo. Apropiación de riqueza que se ve intensificada por la competencia entre áreas extractivas a escala mundial para abastecer las necesidades de un capital global que utiliza el conjunto del planeta como unidad de operaciones.
Un expolio que no es evitable dentro de las reglas del juego de este sistema económico; porque las grandes corporaciones que gobiernan la cadena alimentaria necesitan conseguir el mayor aumento del valor de sus acciones para que les llegue de sus inversores el dinero que necesitan para alimentar su crecimiento y expansión. Y para conseguir esa maximización del valor de sus acciones les resulta esencial apropiarse de la máxima cantidad del valor generado en el primer eslabón de la cadena. De modo que esta máxima apropiación de valor es para las grandes corporaciones un mandato no negociable; de su cumplimiento depende su supervivencia en los mercados globales. Su posición privilegiada de poder en el gobierno de la cadena alimentaria facilita el cumplimiento de este mandato.
Estas son las reglas del juego de las que resulta una desposesión que va erosionando las propias condiciones sociales y materiales que el modelo necesita para su reproducción; un modelo que apoya su funcionamiento en el uso, la degradación y el menoscabo de los “bienes fondo” o stock de materiales localmente disponibles (sobre todo agua y suelo) y en el uso y explotación intensiva de la fuerza de trabajo.
El caso del agua
En el caso del agua, sus requerimientos crecientes vienen estando, desde hace décadas, muy por encima de las aportaciones pluviométricas del “recurso” al sistema hidrológico andaluz, que registra un balance hídrico que viene siendo históricamente deficitario. En la Cuenca del Guadalquivir, a la que pertenece Doñana y donde la agricultura consume alrededor del 90% de los recursos hídricos utilizados, la Confederación Hidrográfica viene estimando ese déficit en más de 300 Hm3 anuales, cantidad que supone el consumo anual de agua de una población próxima a la que reside en el conjunto de Andalucía.
Este déficit, según el presidente de la Asociación de Comunidades de Regantes de Andalucía, y miembro de la COAG, “pone en jaque el futuro de esta agricultura”, exigiendo “una reacción que ponga pie en pared a este expolio de un bien público”, porque “a pesar de la falta de agua actual, la Confederación sigue ampliando las zonas regables por mucho que lo nieguen públicamente”.
En el olivar andaluz, un cultivo tradicionalmente de secano, en las últimas cuatro décadas la superficie regada se ha multiplicado por seis, duplicándose desde la sequía de los 90. En la Cuenca del Guadalquivir, donde se localiza el 75% de la superficie regada en Andalucía, el regadío se abastece de manera creciente con agua subterránea, que ya en 2009 estaba por encima de la tercera parte de la utilizada. Con acuíferos como La Loma de Úbeda, una gran masa de agua de 1.200 Km2 que abarca una parte importante de la provincia de Jaén y que hoy representa “una historia de descontrol, de sondeos ilegales y extracciones sin medida facilitado, cuando no promovido por la administración” … en “aguas que están ya al límite y con pozos secos en muchas zonas”.
El acuífero asociado a Doñana (Almonte-Marismas), que comprende una extensión próxima a 28.000 hectáreas, viene padeciendo una larga historia de impunidad en la que la expansión incontrolada e ilegal de la agricultura intensiva y el robo del agua han sido una constante. Con sentencias del supremo prohibiendo la extracción de agua tras las que se siguió regando. Como consecuencia de este expolio de un bien de dominio público, consentido por acción u omisión por todas las administraciones (local, autonómica y central), tres de sus cinco masas de agua han sido declaradas en mal estado y el nivel del acuífero viene experimentando un descenso continuo que en algunos puntos alcanza los 20 metros, con graves problemas de contaminación y de intrusión marina.
En 2021 el Tribunal de Justicia de la Unión Europea condenó al Gobierno español por no adoptar medidas para proteger Doñana ante las “extracciones desmesuradas de agua subterránea”, apoyando la sentencia en el incumplimiento de normas comunitarias como las Directivas Marco del Agua y Hábitats. Las medidas propuestas en el acuerdo entre Gobierno central y autonómico en noviembre de 2023 suponen, en el caso de que se cumplan, la aplicación de paliativos temporales que afectarán solo a una parte pequeña del total de la superficie regada. Sin una evaluación y una regulación de la cantidad de agua que es posible extraer para no sobrepasar la que recibe anualmente el acuífero, queda sin resolver el fondo del problema: la sobreexplotación del acuífero Almonte-Marismas de cuyo estado depende Doñana.
En la agricultura intensiva almeriense, donde en una superficie de aproximadamente 30.000 hectáreas se extrae más del 40% de la biomasa hortofrutícola producida en Andalucía, nos encontramos con un panorama muy parecido. El volumen de agua consumida por la agricultura intensiva almeriense está por encima de los 250 Hm3, cantidad equivalente al consumo anual de una población de unos cinco millones de habitantes. Una cuantía que sobrepasa ampliamente las aportaciones que del “recurso” recibe el sistema hidrológico de la zona, para el que el balance hídrico presenta un déficit anual de entre el 30 y el 40% del agua utilizada; un saldo negativo que se viene resolviendo con la sobreexplotación de los acuíferos, de donde se obtiene más del 90% del agua consumida por los invernaderos almerienses. Acuíferos que ya se declararon sobreexplotados en 1984, con normas que limitaban o congelaban la implantación o ampliación de una superficie de regadío que desde entonces se ha multiplicado por más de tres, sin freno por parte de administración pública alguna.
El Informe de Cajamar sobre la campaña 2014-2015 señalaba que, ante una situación en los acuíferos que “sigue empeorando” … “Almería debe enfrentarse a esta realidad antes de que nos termine, literalmente, explotando entre las manos”. En la búsqueda de soluciones, la desalación de agua del mar no ha dado los resultados supuestos, no habiendo aparecido la demanda que se esperaba, ya que “la diferencia de precios entre el agua de los acuíferos y la del mar es muy grande” –aproximadamente cuatro, cinco veces por encima, sin contar el transporte a finca–, y “cualquier agricultor intentará minimizar el uso del agua cara, optando por no utilizarla”, ..y “más si se enfrenta a una tijera que presiona sus costes al alza y el precio percibido por sus productos a la baja”. El resultado ha sido una infrautilización de las desaladoras públicas construidas en la costa almeriense.
Por otra parte, una posible propuesta de subvencionar con fondos públicos el precio del agua desalada iría en contra de la Directiva Marco Europea del Agua, que obliga a que sean los usuarios los que paguen el coste real del agua que consumen. Pero incluso en el caso de que tuviera lugar la subvención podríamos preguntarnos si los beneficiarios de la misma serían los agricultores almerienses o serán las grandes distribuidoras las que terminarían apropiándose de la cantidad subvencionada utilizando su posición privilegiada de poder para manejar el mecanismo de los precios al que nos hemos referido antes.
Intensificación de la explotación de la fuerza de trabajo
Como se ha dicho, la explotación y el deterioro creciente de la base física de la que depende este modelo, el patrimonio natural local, es el resultado de la necesidad permanente que tiene esta agricultura intensiva de exportación de obtener mayores rendimientos por hectárea ante la disminución tendencial de los márgenes de ganancia. El otro modo de aliviar la disminución de las ganancias unitarias inherente al funcionamiento del modelo es la intensificación de la explotación de la fuerza de trabajo, la contención de los costes laborales mediante la búsqueda y movilización de categorías sociales vulnerables (mujeres e inmigrantes) y la reproducción de estas situaciones de vulnerabilidad. Con estrategias de segmentación y segregación de género, étnica o ambas a la vez, en un mercado laboral en el que las políticas públicas tratan de conjugar el uso y la importación de mano de obra con la negación de sus derechos, generándose así una degradación progresiva de las condiciones de trabajo y de vida de estos colectivos.
La crisis financiera de 2008 trajo el recrudecimiento de estas condiciones laborales y vitales para las personas trabajadoras de estos enclaves, con su expresión más dramática en los más de 50 asentamientos chabolistas localizados entre Almería y Huelva, donde miles de inmigrantes se refugian, abandonados a la miseria, en habitáculos construidos con la basura que genera esta agricultura intensiva, sin servicios de agua o vertidos, viviendo “como animales”, según declaraciones del relator sobre extrema pobreza y derechos humanos de Naciones Unidas. También las mujeres atraviesan situaciones de extrema vulnerabilidad en estos asentamientos que se han convertido en una pieza más del funcionamiento del modelo, en una fuente de suministro de fuerza de trabajo que rebaja las condiciones y los costes de esta “mercancía” en la zona.
En Andalucía, la inserción de esta agricultura intensiva como eslabón más débil de cadenas alimentarias gobernadas desde los intereses de grandes imperios del negocio alimentario nos instala en la ruina para los pequeños y medianos agricultores, obligados a intensificar cada vez más la producción para obtener los mismos ingresos, nos trae nuevas formas de esclavitud para quienes trabajan en el campo, lleva a una degradación creciente de nuestro patrimonio natural y perjudica a los bolsillos y a la salud de los consumidores. Y mientras la extracción de biomasa en Andalucía se orienta crecientemente al exterior, las necesidades alimentarias se cubren aquí cada vez en mayor medida con importaciones. Incluso en frutas y hortalizas cerca de la mitad de lo consumido en Andalucía viene ya del exterior. La conexión de Andalucía a la globalización ha traído una fuerte desconexión entre dedicación y necesidades, con graves costes sociales y ecológicos.
Por este camino estamos fortaleciendo un sistema agroalimentario globalizado que es hoy una de las principales fuentes de degradación social y ecológica para el conjunto del planeta. Desposesión, exclusión y abandono de tierras, acaparamiento de las mismas como activo financiero por parte de grandes fondos de inversión, destrucción de espacios y culturas alternativas, empobrecimiento y degradación de las condiciones de vida y de trabajo en el medio rural, inseguridad e insuficiencia alimentaria, hambre y malnutrición; estos son algunos de los resultados de la dominación y el control de los circuitos alimentarios a escala mundial desde este régimen alimentario corporativo. En su dimensión ecológica, su carácter de devorador de materiales y energía, reflejado en su contribución al cambio climático, –más del 40% de las emisiones totales de gases de efecto invernadero están asociadas al funcionamiento de este sistema agroalimentario globalizado– justificaría de sobra la necesidad de un cambio urgente hacia otros modos de entender y organizar la provisión alimentaria.
En Andalucía, este cambio de rumbo es hoy prioritario. Es perentorio plantear una reconversión de esta agricultura intensiva de exportación inserta en un régimen alimentario desde cuyos núcleos de poder corporativo, lejanos y ajenos a Andalucía, se organiza la extracción y apropiación de la riqueza aquí generada. Hoy proteger el campo y el medio rural andaluz significa procurar su desconexión de este modo de organizar lo alimentario que funciona en nuestra contra y transitar desde un agroextractivismo que nos hace trabajar para otros, degradando nuestro entorno social y natural, a una agricultura en la que los recursos andaluces se orienten mayoritariamente hacia la satisfacción de las necesidades alimentarias locales. Ejerciéndose así, en sintonía con lo que el mundo necesita, el derecho de los pueblos a decidir sus propias políticas y estrategias de producción, distribución y consumo de alimentos; un derecho, el de la soberanía alimentaria, definido en 1996 por Vía Campesina, que desde entonces ha ido sumando argumentos y experiencias para conseguir que otras maneras de alimentarnos sean posibles.
Una economía para el cuidado de la vida
Un camino a recorrer de la mano de la agroecología como alternativa a la producción, distribución y consumo de alimentos en la que conocimiento y prácticas conjugan el manejo ecológico de ingredientes preferentemente locales y renovables, con la dimensión cultural y la sociopolítica, rescatando y democratizando saberes, espacios y procesos colectivos de toma de decisiones. Una reapropiación social de la cadena alimentaria bajo formas de gestión y de trabajo cooperativas, comunitarias y autoorganizadas, en contextos en los que los mercados locales de cercanía y los canales cortos de distribución, organizados fuera de los circuitos y la lógica de la acumulación, pueden ser una garantía de sostenibilidad social y ecológica.
Un buen ejemplo del tránsito de una economía construida para sostener “la fantasía de la individualidad”, la negación de los límites y el afán por dominar a los demás y a la naturaleza, a una economía para el cuidado de la vida: de la naturaleza, de las personas dedicadas a la provisión de alimentos y de las que los consumen. Una transición para afrontar una crisis que hunde sus raices en la manera de entender la vida y de vivir propia de la civilización occidental, sostenida por relatos como la modernidad, el progreso, el crecimiento, el desarrollo o la “tecnolatría”, y conceptos como los de producción y su correlato del trabajo, que sirven para encubrir las principales formas de dominación dentro de este “orden” patriarcal, capitalista y colonial.
Esta transición no podemos esperar que venga desde arriba, desde lo oficialmente instituido, ni desde el poder, que por esencia busca mantener sus privilegios. Desde ahí, el sistema económico y el sistema político vienen profundizando el papel de Andalucía como área de extracción y de vertidos y su inserción como eslabón más débil de la cadena en el régimen agroalimentario corporativo. Los cambios aquí solo podrán venir desde abajo, desde una implicación social y una participación que en lo alimentario puede decirse que ya está en marcha.
A pesar de lo establecido, “sin permiso”, se abren paso en Andalucía experiencias agroecológicas, formas distintas de atender nuestras necesidades alimentarias que posibilitan ir recuperando el control social de la capacidad de decidir lo que comemos. Lo hacen desde nuevas relaciones sociales que hacen posible la reinserción de la economía en nuestra cultura y que permiten reconciliarnos con nosotros mismos y con la naturaleza. El despertar de las conciencias para reivindicarnos como pueblo, como sujeto político con capacidad para poder impulsar esta transición, sigue siendo una condición prioritaria para construir una Andalucía más justa, sostenible y solidaria, no sólo en beneficio de sus habitantes sino también como forma de contribuir a que la vida se pueda situar en el centro para el resto de los pueblos del mundo.
Manuel Delgado Cabeza es catedrático de Economía y miembro de Andalucía Viva.
Fuente: https://www.lamarea.com/2024/03/12/donana-y-el-campo-andaluz/