Chile es considerado el país más neoliberal del mundo, es decir, el lugar en el que más se hace desaparecer al Estado, se deja todo en manos de privados, se desregula todo lo que se puede, se subordinan los derechos de la personas a la iniciativa empresarial, se considera el cuidado del entorno como una traba a la iniciativa privada y se facilita la instalación de capitales extranjeros sin límite ni tope.
“Chile fue la cuna del neoliberalismo
y también será su tumba”.
Gabriel Boric.
Discurso luego de las primarias del año 2021
Cuando termine el gobierno de Gabriel Boric, los límites del neoliberalismo que asola el país no habrán retrocedido ni una micra. Al contrario, estará más asentado, más legitimado y con más soberbios adherentes, otrora chascones, desenfadados y enconados enemigos del sistema.
Más y peor aún: el presidente Boric se cuida de decir la palabra “neoliberalismo” en Chile, pero en el extranjero se muestra como quien quiere dejar atrás ese orden y denuncia sus efectos nocivos en el cuerpo social.
¿Extraño? Normal. Esperable.
Chile es considerado el país más neoliberal del mundo, es decir, el lugar en el que más se hace desaparecer al Estado, se deja todo en manos de privados, se desregula todo lo que se puede, se subordinan los derechos de la personas a la iniciativa empresarial, se considera el cuidado del entorno como una traba a la iniciativa privada y se facilita la instalación de capitales extranjeros sin límite ni tope.
Chile no tiene industrias, ni es capaz de procesar sus riquísimas materias primas.
Tan profunda y arrasadora es la experiencia neoliberal chilena, que pensar en los principios básicos del capitalismo, libertad para decidir y libre competencia, resulta de tono insurgente.
Pero donde está la victoria de un modo de entender la sociedad como una comunidad humana en las que un puñado de sujetos vive en pleno lujo y abundancia a costa de una enorme mayoría que vive toda su vida como pobre, así sea que haya trabajado desde joven hasta su muerte. Es en una enorme mayoría de explotados, abusados, reprimidos, ignorados, empobrecidos, embrutecidos, ciudadanos que están de acuerdo con este orden.
En esta gente, la cultura neoliberal se les metió tan hondo, que resulta muy difícil deconstruir ese convencimiento casi sacro.
Es gente que se acostumbró a la suavidad de la mentira para no tener que enfrentar la aspereza de la verdad más cruda. Es esa gente que, de tanto repetir lo que escucharon, proveyó de una carga pecaminosa y denostable a palabras como ideología, comunismo, derechos humanos, socialismo, reparto, solidaridad, comunidad, que casi todos los partidos políticos que componen el régimen rechazan porque han tomado nota de que sirve para embolar aún más al gilerío.
La dictadura se quedó en algún rincón del alma de los chilenos menos predispuestos a saber qué pasa más allá de su tarjeta de crédito.
No es casual que algunas mediciones detecten que una impresionante cantidad de sujetos jóvenes tengan por el sistema democrático una aversión definitiva y crean que un gobierno autoritario, militar, resolvería los problemas.
Para muchos el crédito por medio del cual te hacen vivir controlado y con miedo, es un beneficio que hay que agradecer a las excelente personas que tuvieron a bien acceder a dárselo. Y que está bien vivir endeudados toda la vida. Y que está mal sumarse a un sindicato. Que está bien que haya ricos. Que está mal reclamar por mejores sueldos. Y que está bien que destacen a esos que quieren todo gratis. Y que está mal que no se pague el pasaje en el bus.
Que está bien que las AFP usen tu dinero para hacer más ricos a un puñado de miserables, pero que está mal reclamar por lo miserable de tus pensiones.
Esa fracción de la izquierda que no conoció la dictadura en todo su rigor y espanto, tiene el convencimiento de que un proceso de deconstrucción cultural para superar el neoliberalismo es un recurso administrativo que se puede hacer desde el gobierno y en cuatro años. Recordemos que Camila Vallejo terminaría con el neoliberalismo en la educación.
La mala noticia es que esas falacias dan pie para admitir que las máculas que ha dejado la dictadura en alguna parte muy anidada de la gente común aún están ahí, incluso en esa gente.
Eso autoritario que cometió los crímenes más atroces, se quedó como un perfil invisible en aquella parte inefable en donde se encuentra el efecto del poder.
Ese poder que no es eso que se sienta en una silla y que se elige cada tanto. Ni tampoco es el gerente de la corporación dueña de todo. Ni siquiera, aunque lo parezca, es el general que manda una división de comandos aguerridos.
A lo más, digamos que estas expresiones del poder forman parte de un todo más grande y, aunque parezca paradojal, mucho menos expuesto. Diríamos, que no se ve.
El verdadero poder es invisible pero omnipresente, que tiene por sede una parte difícil de precisar en el sector menos consciente del ser humano. Y que se expresa cuando se conjugan algunos factores, en especial, ese que nos permite ser poderosos, aunque sea por un rato.
O que alguien nos represente vicariamente en ese poder. Y que de buena persona nos permita el celular, el auto chino, un mall para ir el fin de semana, y varias tarjetas de crédito de varios bancos para esos avances en efectivo que comprueban con cada saldo, la libertad de elegir y la libre competencia.
Ahí está el neoliberalismo.