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Dramatización mediática: ¿a quién sirve?

Fuentes: Koinonia

La embriaguez mediática provocada por la muerte de un Papa y la entronización de otro o por la fiesta del Corpus Christi, que moviliza millones de personas, puede inducirnos a error en cuanto al verdadero significado de las expresiones religiosas. Éstas manejan símbolos que, por su naturaleza, son inevitablemente ambiguos. Todo símbolo posee dos direcciones. […]

La embriaguez mediática provocada por la muerte de un Papa y la entronización de otro o por la fiesta del Corpus Christi, que moviliza millones de personas, puede inducirnos a error en cuanto al verdadero significado de las expresiones religiosas. Éstas manejan símbolos que, por su naturaleza, son inevitablemente ambiguos. Todo símbolo posee dos direcciones. Una apunta hacia fuera, a lo Sagrado -para eso existe-, la otra apunta hacia él mismo, con el riesgo de olvidar lo Divino y lo Sagrado y considerarse a sí mismo como un fin. Es lo que sucede con más frecuencia. Entonces se produce una inflación en la profusión de imágenes religiosas, hábilmente construidas por los maestros de la dramatización, a fin de producir emociones y más emociones, poco importa si éstas evocan o no lo Sagrado. Cambios de vida no se dan, ni es lo que se pretende. Los files se electrizan, irrumpen en lágrimas, gritan pidiendo milagros y canonizan inmediatamente a su líder religioso: «Santo súbito», «santo, ahora mismo». Muchos cardenales, obispos y sacerdotes se llenan de satisfacción, pues ven en ello el triunfo de la religión contra las críticas y las sospechas levantadas por la modernidad.

Pero, atención: aquí puede haber una trampa. No basta la emoción, se necesita la reflexión (teología) para poner en claro el problema. La práctica originaria de Jesús y de la Iglesia de los apóstoles va en dirección contraria a la escenificación pública. Jesús ante tales multitudes usaría un discurso que ningún medio de comunicación reproduciría, pues seguramente sería como un ruido insoportable: «Conviértanse, cambien de vida, cuiden del hambriento, hagan justicia al oprimido y no disocien el amor a Dios del amor al prójimo, pues ambos son una sola cosa».

Como en tiempo de Jesús, ante tal discurso, las multitudes se marcharían, o menguarían. Y los que tomasen el mensaje en serio pondrían en marcha una verdadera revolución molecular y construirían una humanidad más sana. ¿Imaginan la revolución social que habría en Brasil si los millares de escuelas cristianas y las muchas universidades católicas sólo enseñasen y llevasen a sus alumnos a vivir este precepto de Jesús: «amen a los otros como a ustedes mismos y cuiden de los pobres»? ¿Por qué no ocurre?

Porque aquí se confrontan dos tipos de cristianismo: el devocionista y el liberador. El devocionismo vino con la colonización y es hegemónico. No pone el acento en el cambio sino en aceptar la doctrina propuesta por la Iglesia. Sin la sana doctrina, se dice, nadie se salva. Pero debido a la ignorancia generalizada, pocos la conocen. El recurso, entonces, es la devoción a los santos fuertes, de ahí el devocionismo. El criminal Escadinha antes de realizar un asalto, hacía la señal de la cruz y se agarraba al escapulario de Nuestra Señora Aparecida, pues, según él, la Santa le ayudaba. He ahí el devocionismo, desligado de la ética y del cambio de vida. Ese tipo de fe no es cristiana, es fetichista. Pero es lo que se practica comúnmente.

El cristianismo liberador siempre ha estado presente, pero sólo adquirió relevancia a partir de los años 50 del pasado siglo. Lo que salva no son las prédicas sino las prácticas. La doctrina desvinculada de la práctica de la justicia, según Jesús, es letra que mata, es ausencia del espíritu que vivifica, es hacer al ser humano para el sábado y no al sábado para el ser humano. Si no rescatarmos esta visión estamos haciendo el juego al mercado mediático. Éste, usando la religión, busca sólo entretener, lucrar, nunca cambiar a las personas y al mundo, pero eso es lo que importa.