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Euskal Herria y el conflicto político con el Estado

Dramaturgia y paz

Fuentes: Gara

Muchas veces he dicho -a mi edad la mayor parte de las cosas que se dicen se han dicho ya muchas veces-, y nunca en broma, que a quienes escribimos dramas se nos debería reservar al menos una silla en torno a las mesas de negociación que se abren para la resolución de los grandes […]

Muchas veces he dicho -a mi edad la mayor parte de las cosas que se dicen se han dicho ya muchas veces-, y nunca en broma, que a quienes escribimos dramas se nos debería reservar al menos una silla en torno a las mesas de negociación que se abren para la resolución de los grandes conflictos, y sobre todo a las que se celebran con el magno objetivo de conseguir la paz en aquellos que han desembocado, ya en guerras entre Estados de la índole que sean, ya en guerrillas populares contra Estados opresores: guerrillas armadas a veces con bombas caseras frente a grandes policías y ejércitos dotados de los mayores adelantos para producir la muerte. (En cuanto a las bombas caseras, con frecuencia empiezan matando a quien las emplea de una manera que podría llamarse «suicidio patriótico», o bien, «patriotismo suicida», que son, en fin, signos de una gran desesperación en cuanto a la eficacia del uso de la palabra en el planteamiento de las reivindicaciones justas de muchos pueblos).

Naturalmente que nunca me he referido a cualquier escritor teatral como merecedor de tales honores, sino que siempre he pensado en aquéllos que había en el teatro cuando aún existían «los grandes autores», y he pensado al hablar así nada menos que en Ibsen, Chejov, Bernard Shaw, Pirandello, O’Neill, O’Casey, Toller, Lenormand, Sartre, y hasta en más recientes como Bernhard y, claro está, yo mismo (es también broma, pero sí es cierto que quien esto escribe es un vestigio, entre otros pocos, de aquella «grandeza» intelectual y poética que hubo algunas veces en los escenarios: «grandeza» a la que ha sucedido la dramaturgia como taller de guiones al servicio de cualquier propósito de los grupos «teatreros»).

En cuanto a las «mesas para la paz», por volver a este importante tema, parece que ha nacido una «especie de especialidad» que sería la de los «expertos en conflictos». Y si es así, ¿en qué consiste, me pregunto, esa «expertise»? Por lo que he leído, esos «expertos» parten generalmente de unas bases acertadas: las de que un conflicto no puede ser resuelto, primero, si no ha sido previamente bien planteado, y, segundo, si no se da una cierta «imparcialidad» en las conversaciones. Yo estimo que hay antecesores en este tipo de trabajo, y que habría que buscarlos en figuras como las siguientes, históricamente visibles para cualquier no ya estudioso sino simple lector de Historia:

1.- Era aquel «tercero» a quien se acudía por «las partes» en litigio para que interviniera, a petición de ellas, en «la discordia» en cuestión.

2.- Era aquel «hombre bueno», así llamado, al que se convocaba para que pusiera una cierta «cordura» en los conflictos; quiere decirse, una cierta «objetividad» en lo que era, sobre todo, un enfrentamiento entre posiciones hipersubjetivas.

3.- Era «el noruego», que no es sino una variante de las figuras anteriores, y que puede ser llamado así (atribuyéndole esa nacionalidad) en recuerdo de un noruego real que intervino en unas conversaciones de paz históricas. (Por cierto que se puede suponer que aquel noruego ha muerto a estas alturas, y, ay, es cierto que el conflicto que se trataba de resolver continúa hoy produciendo intensos sufrimientos, ¿y hasta cuándo será?).

4.- Era también -ahora en el plano de lo imaginario: de la literatura- Sancho Panza, como un modelo de ese «buen sentido» necesario para que las grandes pasiones no impidan mirar y ver algunos datos necesarios para que la solución de no sólo los grandes sino también los pequeños conflictos encuentre una puerta de salida. ¿Sancho Panza? Sí. Reléanse, si ya fueron leídos, los pasajes del «Quijote» en los que el famoso escudero, nombrado por los Duques gobernador de una fantástica «ínsula», dicta sabias sentencias ante los conflictos que se le plantean.

5.- Y, en fin, podrían ser, y aquí llego a mi propia ocurrencia, los dramaturgos. Es, digo, mi ocurrencia, o acaso mi idea, y a mí me toca explicarla. ¿Qué quiero decir con ella? Muy sencillo: que los dramaturgos -como he aclarado: los grandes dramaturgos- son verdaderos expertos en conflictos, y que pueden poner esas experiencias al servicio, por ejemplo, de la paz, si es que alguna vez son invitados a ello. Pero yo quiero aclarar un poco el sentido de esta idea, empezando por desvanecer la imagen de que los dramaturgos han de ser neutrales en el campo de las ideas y de que, si acaso, sería esa presunta neutralidad lo que tendrían que poner ellos al servicio de, en este caso, la paz.

La función de las ideas en el trabajo de los dramaturgos ha sido objeto de debate desde los antiguos tiempos de la «Poética» de Aristóteles. Éste ponía las ideas en tercer lugar, al enumerar así los seis componentes de una obra dramática: La fábula, los caracteres, las ideas, el lenguaje, el escenario y la música.

Sobre la función de las ideas en la creación de una obra de teatro, ha habido opiniones muy diferentes, desde la que afirma que ellas son la fuente de los dramas, y que éstos deben estar al servicio del pensamiento (teatro de tesis), a la opuesta: la de que las ideas deben de ser desechadas del teatro. Yo estoy tan lejos de lo uno como de lo otro; y es desde esta posición desde la que apuesto por la posibilidad de que los dramaturgos intervengan en los grandes conflictos, sin tener en cuenta la ideología de los escritores a quienes se convocara, dado que éstos -si son «grandes»- tendrán sus ideas pero las pondrán entre paréntesis cuando acepten sentarse en esa peligrosa silla, frente a la mesa de negociaciones.

Porque así es: que los dramaturgos, incluso los menos «grandes», ponemos nuestras propias ideas entre paréntesis cuando nos enfrentamos a los conflictos que tratamos en nuestros dramas; y que, así, sin perder de vista nuestro propio superobjetivo (Stanislavski) y, con él, nuestra implicación personal en los temas (pues no somos neutrales), no condenamos a ninguno de los interlocutores y dotamos a todos ellos de la misma libertad de expresión , lo que -eso es cierto- nos pone en el trance de sufrir los efectos de una presunta o cierta ambigüedad. Esta es precisamente nuestra carta y por eso reclamo esa silla, en la que yo, desde luego, no me atrevería a sentarme.