Recomiendo:
2

Ecologismo de la clase trabajadora y justicia climática

Fuentes: Viento sur

El 9 de julio de 2021 Melrose Industries anunció el cierre de su fábrica GKN Driveline (ex FIAT) de ejes para automóviles en Campi di Bisenzio, Florencia, así como el despido de sus trabajadores y trabajadoras (más de 400).

Mientras que en muchos casos de este tipo las y los trabajadores y los sindicatos se conforman con negociar mayores indemnizaciones por despido, el Colectivo de la Fábrica GKN ocupó las instalaciones e inició una larga lucha contra el desmantelamiento de la empresa. Sin embargo, lo que hace realmente único el conflicto de GKN Florencia es la estrategia adoptada por los trabajadores y trabajadoras, que sellaron una alianza con el movimiento por la justicia climática redactando un plan de reconversión para un transporte público sostenible y exigiendo que se adoptara. Dicha estrategia engendró un ciclo de amplias movilizaciones –que sacaron repetidamente a decenas de miles de personas a la calle–, de modo que el conflicto sigue abierto y la fábrica permanece ocupada a día de hoy. En diciembre de 2022, la Fundación Feltrinelli de Milán sacó un número especial de sus Quaderni, en el que publicó el “Plan para un Centro Público de Movilidad Sostenible” redactado por el Colectivo de la Fábrica GKN y su grupo de investigación solidaria. Este artículo –sobre el fracaso de la transición ecológica desde arriba y la necesidad de una convergencia entre las luchas en el centro de trabajo y las luchas comunitarias para avanzar hacia una transición desde abajo– se publicó originalmente en italiano como posfacio al Plan.

El fracaso de la transición ecológica desde arriba

Desde las grandes huelgas climáticas de 2019, y más aún tras el reconocimiento de las raíces medioambientales de la pandemia de la covid-19, la transición ecológica parece estar en todas partes. Mientras que la Unión Europea la convirtió en la piedra angular de su estrategia de recuperación, el Gobierno de Draghi incluso estableció un nuevo ministerio orientado a ella. Sin embargo, basta un rápido repaso histórico para frenar todo entusiasmo. En efecto, al menos desde 1992 –año de la célebre Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro– y bajo la tutela de las Naciones Unidas, los países implicados legislan según una estrategia que podemos definir como de transición ecológica desde arriba. La idea fuerte que la sustenta es tan simple como disruptiva: no es cierto, como se creía antes, que la preservación del medio ambiente y el crecimiento económico se excluyan mutuamente. Al contrario, la economía verde bien entendida es capaz de internalizar el límite ecológico, que pasa de ser un obstáculo al desarrollo capitalista a convertirse en elfundamento de un nuevo ciclo de acumulación.

Centrando nuestra atención en la gobernanza climática, la traducción de esa idea central es la siguiente: aunque el calentamiento global representa un fracaso del mercado, derivado del hecho de que no se tienen en cuenta las denominadas externalidades negativas, la única forma de abordarlo es estableciendo nuevos mercados para poner precio –e intercambiar– distintos tipos de productos básicos de la naturaleza; por ejemplo, la capacidad de los bosques para absorber CO2. No se trata de viajes descabellados en un reino platónico de teoría abstracta: estos mecanismos flexibles para la mercantilización del clima, establecidos por el Protocolo de Kioto en 1997 y relanzados por el Acuerdo de París de 2015, siguen siendo la principal herramienta de política económica desplegada por la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.

Desde el principio, la promesa de esta transición ecológica –aplicada al calentamiento global– fue ambiciosa y explícita: la mano invisible del mercado sería capaz de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y, al mismo tiempo, garantizar altas tasas de beneficio. Sin duda, un cuarto de siglo es un lapso de tiempo suficiente para evaluar la eficacia de una política pública, más aún en el caso de la crisis ecológica, pues la urgencia de tomar medidas decisivas al respecto es evidente. La pregunta entonces es: ¿han disminuido las emisiones?

Gráfico 1. Emisiones anuales de CO2

Fuente: Global Carbon Project [1]

Este gráfico vale más que un millón de palabras: no, las emisiones no han disminuido.

Se han vertido ríos de tinta para debatir las razones de tal fiasco. He aquí algunas hipótesis: excesiva generosidad en la asignación de las cuotas, información errónea, corrupción omnipresente, fallos de diseño, deficiencias normativas. Sin embargo, el resultado –que es lo más importante– está meridianamente claro: situar el mercado como eje de la política económica y climática no conduce a una disminución de las emisiones, sino a nuevos aumentos. Un fiasco irredimible. Siendo conscientes de ello, podemos proceder a plantear la cuestión de la convergencia entre las luchas en los centros de trabajo y la justicia climática en la actualidad[2].

La raíz obrera de la ecología política

Antes de entrar en el meollo de la cuestión, conviene hacer dos advertencias. La primera se refiere al hecho de que la transición ecológica desde arriba sugiere una compatibilidad –más aún: una afinidad electiva– entre la protección del medio ambiente y el crecimiento económico, a condición de relegar, marginándolo, al movimiento obrero y su función social de lucha contra las desigualdades; o, lo que es peor, calificándolo de actor refractario al cambio en nombre de la protección de empleos ecológicamente insostenibles. El sujeto de la economía verde es el propio empresario: audaz, ilustrado, inteligente. De hecho, su capacidad innovadora nace de la indiferencia ante las trabas que suponen los cuerpos intermedios (los sindicatos, en primer lugar) y la lentitud burocrática del procedimiento institucional, en particular de las prácticas democráticas. Esto genera una tendencia –segunda advertencia– a suponer que la defensa de las condiciones de trabajo y del ecologismo están irremediablemente enfrentadas. La idea subyacente es que el chantaje laboral –o la salud o el salario– es fundamental para el destino de la industria.

Esta narrativa ha recibido cierta legitimación historiográfica que, aunque no sea completamente falsa, es ciertamente parcial y dista mucho de ser inocente. Fechar la primera politización generalizada sobre la cuestión medioambiental en el periodo comprendido entre finales de los años setenta y principios de los ochenta –es decir, después del gran ciclo de luchas de la fase fordista– es, de hecho, una interiorización implícita de la derrota del llamado Largo 1968, una extraordinaria temporada de movilizaciones que había apuntado que la democracia económica era una condición necesaria para combatir la degradación medioambiental en el centro de trabajo, incluida la contaminación del aire, el suelo y el agua, eliminándola en algunos casos por completo.

Para evitar malentendidos, aclaremos que es innegable que tal derrota se produjo. Sin embargo, es legítimo cuestionar su supuesta inevitabilidad. Además, el constante deterioro de las bases materiales de la reproducción de la biosfera hace que sea extremadamente urgente contemplar ese giro histórico desde una nueva perspectiva. De hecho, la marginación del movimiento obrero no ha venido acompañada de la erradicación de la nocividad industrial. A pesar de décadas de negociaciones sobre el clima, en los últimos treinta años la cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero ha superado el total producido entre el siglo XVIII y 1990. Para abrir el espacio a (re)vincular el movimiento ecologista y el obrero es necesario liberarse del fetiche de una complicidad entre el capital y el medio ambiente. En pocas palabras, lo que necesitamos es eso, y lo ejemplifica perfectamente el Plan para un Centro Público de Movilidad Sostenible.

En este contexto, reinterpretar los conflictos en torno a la nocividad que tuvieron lugar entre los años sesenta y setenta permite demostrar que la cuestión ecológica se politizó ampliamente gracias al movimiento obrero, no a pesar de él. Fue a raíz de conflictos duros e innovadores, como los de las unidades de pintura de FIAT o las plantas químicas de Montedison, que la cuestión de un medio ambiente sano –primero en la fábrica y después en el territorio que la rodea– dejó de ser un tecnicismo para convertirse en la apuesta política de las luchas sindicales y del movimiento social.

Podemos utilizar la evocadora fórmula ecologismo de la clase trabajadora para designar la constitución de un saber partidario centrado en el centro de trabajo. Éste se convirtió así en un tipo peculiar de ecosistema en la medida en que la clase obrera lo convirtió en su hábitat natural, acabando por conocerlo mejor que nadie. No es casualidad que los conflictos contra la nocividad industrial fueran los primeros en criticar ferozmente la llamada monetarización de la salud, es decir, la idea de que los aumentos salariales y las primas podían compensar la exposición a sustancias tóxicas –a veces mortales– y otras formas de riesgos laborales. Fue en torno a la imposibilidad de indemnizar los daños a la salud como figuras clave de aquellas batallas –entre otras, Ivar Oddone en Turín y Augusto Finzi en Porto Marghera– centraron las campañas militantes duraderas, cuyo rastro es fácilmente reconocible en la reforma sanitaria de 1978 que estableció el servicio nacional de salud de Italia.

Hay que añadir dos elementos importantes. El primero, que las luchas contra la nocividad industrial no habrían tenido un impacto tan disruptivo sin su conexión con movilizaciones más amplias que afirmaban la importancia de la reproducción social gracias al desarrollo del pensamiento feminista. El segundo, que el movimiento obrero no consiguió alcanzar una estrategia unificada: más bien surgió una tensión entre la perspectiva de una redención deltrabajo asalariado –apoyada, por ejemplo, por Bruno Trentin, que en aquella época era el secretario general de la Federazione Impiegati Operai Metallurgici (FIOM), el mayor sindicato metalúrgico– y la de una liberación del trabajo asalariado, abrazada por las organizaciones obreristas como Potere Operaio primero y Autonomia Operaia después.

Creemos razonable suponer que la incapacidad de conciliar estas dos opciones en torno a la reivindicación común de una reducción de la jornada laboral (sin recortes salariales) fue un elemento significativo en la derrota de ese ciclo de luchas. En lugar de un poder de la clase obrera sobre la composición cualitativa de la producción, lo que se produjo fue la violenta reacción del capital: fragmentación del trabajo, reducción del Estado del bienestar, financiarización acelerada, así como –desde el punto de vista medioambiental– la transición ecológica desde arriba que acabamos de esbozar. Sin embargo, a medida que se manifiesta el fracaso de dicha estrategia, se reabre el juego. El recuerdo de las luchas de hace medio siglo adquiere hoy una relevancia renovada y la cuestión de la convergencia entre los conflictos laborales y las movilizaciones climáticas y medioambientales se revela como extremadamente actual.

Converger para levantarse, en y contra la crisis ecológica

La derrota del Largo 1968 nos impulsó a un mundo de desindustrialización nociva, concepto que designa la desindustrialización del empleo en zonas donde siguen funcionando industrias significativamente nocivas. Según las estimaciones recientemente actualizadas de la OIT, el porcentaje mundial de empleo en el sector manufacturero ha disminuido lenta pero constantemente, pasando del 15,6 % en 1991 al 13,6 % en 2021. Durante el mismo período, las emisiones de carbono generadas por combustibles fósiles –que incluyen las de los dispositivos producidos por la industria, pero utilizados en todos los demás sectores y por los consumidores finales– aumentaron de 23 000 a 36 000 millones de toneladas anuales (como muestra el Gráfico 1). Además, según Climate Analysis Indicators Tool, entre 1991 y 2018, las emisiones generadas directamente por la industria pasaron de 4 400 a 7 600 millones de toneladas. En resumen, la lógica del beneficio se tradujo tanto en la pérdida (relativa) de puestos de trabajo en las fábricas, con la precarización del empleo que suele seguirles, como en la profundización de la devastación medioambiental.

Las temperaturas sin precedentes, las sequías, las malas cosechas, el deshielo de los glaciares y las muertes causadas por condiciones meteorológicas extremas que presenciamos en 2022 son la enésima confirmación de que la situación es dramática. Estamos en la crisis ecológica, no sólo como víctimas de los impactos de la devastación medioambiental distribuidos de forma muy desigual en función de la clase, la raza y el género a escala global. Estamos en crisis porque, en nuestra sociedad, la subsistencia de la clase trabajadora depende del trabajo capitalista y, por tanto, la mayoría de la gente depende del crecimiento infinito de la producción de mercancías. En este sentido, el chantaje laboral no concierne sólo a las instalaciones productivas altamente nocivas, es más bien una propiedad intrínseca y transversal del capitalismo que aparece con niveles variables de intensidad en diferentes contextos.

Para plantear la cuestión de cómo fortalecer un ecologismo desde abajo, nos parece útil actualizar el método de análisis de la composición de clase siguiendo tres líneas: 1) una concepción ampliada de la clase obrera, definida por la obligación de vender su fuerza de trabajo; 2) una concepción del trabajo que incluya tanto la producción como la reproducción; 3) una concepción de los intereses de la clase obrera que abarque tanto el lugar de trabajo como la comunidad (o el territorio).

En primer lugar, consideramos parte de la clase obrera a todas aquellas personas que –desposeídas de la propiedad y el control de importantes magnitudes de medios de producción– viven bajo la compulsión de vender su fuerza de trabajo, tanto para la producción de mercancías como para la reproducción de fuerza de trabajo adicional, independientemente de que encuentren o no compradores estables. Aunque esta conceptualización excluye a la clase media, en la que el capital delega algunas responsabilidades en la gestión de la sociedad, no obstante, es más amplia que las estrechas visiones dominantes; lo suficientemente amplia como para incluir a la gente desempleada, a las y los trabajadores reproductivos, informales, la y los intelectuales subordinados y los trabajadores y trabajadoras autónomas dependientes.

En segundo lugar, siguiendo al feminismo de la reproducción social, definimos como trabajo capitalista todas aquellas actividades –asalariadas y no asalariadas, directamente productivas y reproductivas– explícita o invisiblemente subordinadas a la acumulación de capital, independientemente del sector económico. De hecho, las personas desposeídas trabajan en la fabricación de mercancías (trabajo directamente productivo) o en la fabricación no directamente mercantilizada y en el mantenimiento de una mano de obra empleable para el capital (trabajo reproductivo). La distinción entre trabajo directamente productivo y reproductivo no viene determinada por diferentes tipos de actividades concretas, sino por la frontera de la desmercantilización[3].

En tercer lugar, consideramos que los intereses de la clase obrera están relacionados tanto con el centro de trabajo como con la comunidad o el territorio. La distinción entre el centro de trabajo y la comunidad –al igual que entre producción y reproducción– no se basa en espacios físicos diferentes, sino en las relaciones sociales: el lugar de trabajo es el ámbito de las y los trabajadores como productores o reproductores, mientras que la comunidad es la esfera de las y lostrabajadores como reproducidos[4]. A menudo, los intereses de la clase trabajadora se conciben como centrados en la fábrica (seguridad laboral, salarios altos, salud y seguridad, etc.). Sin duda, la redistribución de la riqueza a través de salarios más altos por menos horas ayudaría a superar el dilema entre empleo y medio ambiente al reducir, en primer lugar, la necesidad de puestos de trabajo. Pero, en cualquier caso, los trabajadores y trabajadoras no desaparecen cuando abandonan su puesto de trabajo. Al contrario, vuelven a sus barrios, respiran el aire fuera de las fábricas y oficinas, disfrutan de su tiempo libre relacionándose con la ecología que les rodea. Así pues, los intereses de la clase trabajadora no sólo tienen que ver con los derechos laborales, sino también con las condiciones de sus comunidades (precios al consumo, servicios de bienestar, entornos saludables, etc.).

La triple expansión de los intereses de la clase obrera, del trabajo y de la clase trabajadora propuesta aquí pretende superar las perspectivas que refuerzan el chantaje laboral. De hecho, si el verdadero trabajo es únicamente asalariado e industrial y, por tanto, la verdadera clase obrera es desproporcionadamente masculina (y blanca, hasta hace poco), y si los verdaderos intereses de la clase obrera consisten principalmente en mantener el propio puesto de trabajo tal y como está, la salida está fuera de nuestro alcance. Este callejón sin salida se agrava aún más si se considera que las movilizaciones comunitarias carecen de contenido de clase, como si los habitantes de las comunidades afectadas por graves injusticias medioambientales, en su mayoría de clase trabajadora, no tuvieran que trabajar para ganarse la vida. Por el contrario, una comprensión integradora de tales conceptos se presta más fácilmente a la creación de coaliciones entre trabajadoras y trabajadores situados de forma diferenciada dentro del sistema de género-raza-clase.

En la teoría obrerista, la forma en que se organiza y estratifica la fuerza laboral en el centro de trabajo a través de procesos de producción, niveles tecnológicos, diferencias salariales, cadenas de valor, etc., constituye la composición técnica de la clase, su lado objetivo, por así decirlo. En cambio, la composición política de la clase obrera está dada por el grado en que las y los trabajadores como clase superan, o no, sus divisiones para hacer valer sus intereses comunes frente al capital. Este es el lado subjetivo, compuesto por las formas de conciencia, lucha y organización de los trabajadores y trabajadoras. Seth Wheeler y Jessica Thorne propusieron útilmente actualizar este marco añadiendo la composición social de la clase trabajadora, es decir, las formas en que las y los trabajadores se reproducen en la comunidad, por ejemplo, a través de la familia, la vivienda, el bienestar y los regímenes de salud. El lado objetivo de la composición de clase se bifurca entonces entre la composición técnica (relacionada con el centro de trabajo) y la composición social (relacionada con la comunidad).

Desde esta perspectiva, es posible analizar cómo se segmenta la clase trabajadora también en relación con la degradación medioambiental. Por ejemplo, las comunidades cercanas a las industrias altamente contaminantes suelen estar desproporcionadamente compuestas por los segmentos más desfavorecidos de la clase trabajadora, en muchos casos también racializados, y no necesariamente tienen un acceso generalizado a los puestos de trabajo en las fábricas. Para estos segmentos de la clase trabajadora, la transición ecológica local supondría un bienvenido descenso de las tasas de cáncer y otras enfermedades superiores a la media. Sin embargo, para quienes trabajan en industrias contaminantes, la situación es diferente, aunque no necesariamente irreconciliable. Para ellas, las transiciones ecológicas representan más bien un riesgo de acabar en empleos más precarios y peor pagados.

El desafío de estar en contra de la crisis ecológica es, por tanto, el de romper el chantaje creando convergencias entre las luchas en el lugar de trabajo y las luchas comunitarias. Este paso dista mucho de ser automático, ya que la clase trabajadora está fragmentada a lo largo de una miríada de configuraciones ocupacionales y residenciales, una realidad objetiva que con demasiada frecuencia alimenta las divisiones entre el sindicalismo, como expresión de los intereses en el centro de trabajo, y el ecologismo desde abajo, como expresión de los intereses comunitarios de la clase trabajadora. Se trata de esforzarse por recomponer políticamente esas divisiones construyendo plataformas reivindicativas que articulen las luchas en el centro de trabajo y en la comunidad.

Conclusiones: el conflicto en GKN y la transición ecológica desde abajo

La lucha del Colectivo de la Fábrica GKN es un paso clave en la construcción de una alternativa a una transición ecológica desde arriba que –al no cuestionar el sistema que produjo la crisis– no tiene mucho que ofrecer en términos de sostenibilidad real. De hecho, recuperando el hilo rojo del ecologismo obrero, el Colectivo realizó una demostración práctica y militante de que la convergencia entre el centro de trabajo y la comunidad territorial en torno a las consignas de la justicia climática es una estrategia viable. En la práctica, su enfoque innovador fue capaz de generar amplias movilizaciones de masas, sacando repetidamente a la calle a decenas de miles de personas y consiguiendo alterar de ese modo un plan de reestructuración que no ha encontrado una resistencia impactante en situaciones similares en otros lugares. Como muestra claramente la declaración conjunta del Colectivo de la Fábrica GKN y Fridays for Future para convocar las grandes manifestaciones de los días 25 y 26 de marzo de 2022, este proceso va más allá del destino de la propia fábrica:

“Una verdadera transición climática, ecológica y social no puede prescindir de la capacidad de una sociedad para establecer formas de planificación integrales y sostenibles. Y esa planificación no puede generarse a través de chantajes y jerarquías laborales o en la opresión y represión de las comunidades –como ocurre desde hace años, por ejemplo, en el Valle de Susa–, sino que debe provenir de un despertar de la democracia radical y participativa”[5].

Tales palabras captan la dimensión sistémica de nuestra difícil situación. En realidad, la mercantilización es una cuña que separa la producción capitalista de la reproducción de la vida, subordinando la segunda a la primera. El beneficio no se basa únicamente en el crecimiento infinito, sino también en la capacidad de producir cosas que la gente compre. Sin embargo, las opciones de consumo del mercado son intrínsecamente individualistas y a corto plazo, mientras que la planificación democrática es colectiva y potencialmente previsora. El plan de reconversión elaborado por el Colectivo de la Fábrica GKN y su grupo de investigación solidaria es un ejemplo de cómo esos horizontes aparentemente lejanos pueden encontrar, incluso en la desfavorable coyuntura política actual, una salida concreta: la nacionalización bajo control obrero para la creación de un Centro Público de Movilidad Sostenible.

Junto con la dimensión cualitativa de la desmercantilización, también debe abordarse el aspecto cuantitativo y distributivo relacionado con los niveles de ingresos y las horas de trabajo:

Exigimos una reducción de la jornada laboral sin recortes salariales para que las cuotas de trabajo se redistribuyan equitativamente entre la población. Es posible trabajar menos si todo el mundo trabaja, y es un derecho por el que todo trabajador, de hoy y de mañana, debe luchar[6].

En efecto, la subida de los precios de los alimentos y de la energía a lo largo de 2022 –que ha generado una oleada de movilizaciones y revueltas de masas en múltiples países (Perú, Ecuador, Panamá, Sri Lanka, Sierra Leona, etc.)– confirmó que ninguna transición ecológica será posible sin una redistribución de la riqueza a escala mundial.

He aquí, pues, los elementos clave de una transición ecológica desde abajo: desmercantilización de la producción, reducción de la jornada laboral, redistribución de la riqueza. La convergencia entre las luchas en el centro de trabajo y las luchas comunitarias, de la que el conflicto de GKN es un ejemplo, será un nodo crucial para las amplias movilizaciones necesarias para llegar a fin de mes y, al mismo tiempo, ir más allá del fin del mundo.

* Esta contribución se realizó con el apoyo de la beca de investigación ECF-2020-004 del Leverhulme Trust.

Texto original: https://projectpppr.org/populisms/working-class-environmentalism-and-climate-justice-the-challenge-of-convergence-todaynbsp#edn_4=

Traducción: Martín Lallana

Referencias
Balestrini, Nanni y Moroni, Primo (2021 [1988]) The golden horde: Revolutionary Italy, 1960–1977, Kolkata: Seagull Books. [La horda de oro: La gran ola revolucionaria y creativa política y existencial (1968-1977), Madrid: Traficantes de Sueños].

Barca, Stefania (2020) Forces of reproduction: Notes for a counter-hegemonic Anthropocene, Cambridge: Cambridge University Press.

Barca, Stefania, y Leonardi, Emanuele (2018) “Working-class ecology and union politics: A conceptual topology”,Globalizations, 15 (4), pp. 487-503.

Bell, Karen (2021) “Working-class environmentalism in the UK: Organising for sustainability beyond the workplace”, en Räthzel, Nora; Stevis, Dimitris y Uzzell, David (eds), The Palgrave handbook of environmental labour studies, London: Palgrave, pp. 441-463.

Benegiamo, Maura, y Leonardi, Emanuele (2021) “André Gorz’s Labour-based political ecology and its legacy for the XXI century”, en Räthzel, Nora; Stevis, Dimitris y Uzzell, David (eds), The Palgrave handbook of environmental labour studies, London: Palgrave, pp. 721-741.

Bologna, Sergio (1991-92 [1987]) “The theory and history of the mass worker in Italy”, Common sense, 11, pp. 16-29 y 12, pp. 52-78.

Borghi, Vando, (2021), “Capitalismo delle infrastrutture e connettività: Proposte per una sociologia critica del mondo a domicilio”, Rassegna italiana di sociologia, 3, pp. 671-699.

Collettivo di Fabbrica GKN (2022) Insorgiamo: Diario collettivo di una lotta operaia (e non solo), Rome: Alegre.

Dalla Costa, Mariarosa (2019) Women and the subversion of the community: A Mariarosa Dalla Costa reader, Oakland: PM Press.

Davigo, Elena (2017) Il movimento italiano per la tutela della salute negli ambienti di lavoro (1961-1978), PhD tesis, Università degli Studi di Firenze

Dyer-Witheford, Nick (2018) “Struggles in the Planet Factory: Class composition and global warming”, en Jagodzinski, Jan (ed.), Interrogating the Anthropocene: Ecology, aesthetics, pedagogy, and the future in question, Berlin: Springer, pp. 75-103.

Feltrin, Lorenzo (2022) “Situating class in workplace and community environmentalism: Working-class environmentalism and deindustrialisation in Porto Marghera, Venice”, The sociological review, 70 (6), 1141-1162.

Feltrin, Lorenzo y Sacchetto, Devi (2021) “The work-technology nexus and working-class environmentalism: Workerism versus capitalist noxiousness in Italy’s Long 1968”, Theory and society, 50 (5), pp. 815-835.

Feltrin, Lorenzo, Mah, Alice y Brown, David (2022) “Noxious deindustrialization: Experiences of precarity and pollution in Scotland’s petrochemical capital”, Environment and planning C, 40 (4), pp. 950-969.

Fortunati, Leopoldina, (1996 [1981]), The arcane of reproduction: Housework, prostitution, labor and capital, Nueva York: Autonomedia.

Gabbriellini, Francesca y Gabbuti, Giacomo (2022), “How striking auto workers showed Italy the way out of decline”,Jacobin mag, https://jacobin.com/2022/08/gkn-driveline-florence-factory-collective-strike.

Hansen, Bue R. (2020) “The interest of breathing: Towards a theory of ecological interest formation”, Crisis & critique, 7 (3), pp. 108-137.

Leonardi, Emanuele (2019) “Bringing class analysis back in: Assessing the transformation of the value-nature nexus to strengthen the connection between Degrowth and Environmental Justice”, Ecological Economics, 156, pp. 83-90.

Oddone, Ivar (1979) Psicologia dell’ambiente: Fabbrica e territorio, Turin: Giappichelli.

Pellizzoni, Luigi, Leonardi, Emanuele y Asara, Viviana –eds.– (2022), Handbook of critical environmental politics, London: Edward Elgar.

Ruzzenenti, Marino (2020) “Le radici operaie dell’ambientalismo italiano”, Altronovecento, https://altronovecento.fondazionemicheletti.eu/dossier-
1970-le-radici-operaie-dellambientalismo-italiano.

Sacchetto, Devi y Sbrogiò Gianni –eds.– (2009) Quando il potere è operaio: Autonomia e soggettività politica a Porto Marghera, 1960–1980, Rome: Manifesto Libri.

Salvetti, Dario (2022) “Dalla coincidenza alla convergenza: Lotta operaia e giustizia climatica alla GKN”, Le parole e le cose, https://www.leparoleelecose.it/?p=43209.

Wheeler, Seth y Thorne, Jessica (2018) “The workers’ inquiry and social composition”, Notes from below, https://notesfrombelow.org/article/workers-inquiry-and-social-composition.

Zazzara, Gilda (2009) Il Petrolchimico, Padua: Il Poligrafo.

Notas

[1] https://ourworldindata.org/co2-emissions

[2] Por justicia climática entendemos una perspectiva que considera el calentamiento global como un síntoma de desigualdad a escala planetaria. Dicha desigualdad puede adoptar dos formas: entre el Norte y el Sur Global (es decir, entre los países que tienen más responsabilidades en la creación del problema y los que están más expuestos a sus consecuencias perjudiciales) y entre las clases sociales (las responsabilidades de las inversiones en combustibles fósiles, al igual que sus impactos, no se distribuyen por igual también en este aspecto). Las primeras versiones de la justicia climática –a finales de los años 90– hacían hincapié en la primera forma. Desde 2019, sin embargo, ha habido más intentos de articular ambas formas en una crítica internacional y social del “capitalismo fósil”.

[3] Por ejemplo, los alimentos son necesarios para la reproducción de la fuerza de trabajo. Sin embargo, cultivar alimentos para una empresa agrícola es directamente productivo; cultivarlos para el autoconsumo en un contexto capitalista es reproductivo.

[4] En algunos casos, un espacio físico es a la vez lugar de trabajo y entorno comunitario para las mismas personas. Por ejemplo, el hogar es a la vez un lugar de trabajo para el trabajo reproductivo (o también para el trabajo productivo, como en el trabajo a distancia) y un entorno comunitario. En otros casos, un espacio físico es un lugar de trabajo para unos y un entorno comunitario para otros. Por ejemplo, un hospital es el lugar de trabajo de sus empleados y un entorno comunitario para sus pacientes.

[5] Colectivo de Fábrica GKN y Fridays for Future, 2022, “25-26: Una sola data”. Otro ejemplo de esta toma de conciencia se encuentra en la declaración conjunta del Colectivo de Fábrica GKN y Fridays for Future, que llama a la segunda doble fecha de convergencia (la huelga climática del 23 de septiembre de 2022 y la manifestación nacional “Converger para levantarse” del 22 de octubre de 2022 en Bolonia): “La sequía, el deshielo de los glaciares seculares y las olas de calor cada vez más intensas son la dramática confirmación de los cambios engendrados por el calentamiento global. Luchamos constantemente por llegar a fin de mes, contra la precariedad, contra la externalización, contra la inflación y por un salario digno. Sin embargo, la lucha por el fin de mes no tiene sentido si no la ganamos contra “el fin del mundo”. Y es imposible conseguir que una parte cada vez mayor de la población se implique en la lucha contra el fin del mundo si no la unimos a la lucha por llegar a fin de mes”.

[6] Ibídem.

Fuente: https://vientosur.info/ecologismo-de-la-clase-trabajadora-y-justicia-climatica/