«En el mundo realmente invertido lo verdadero es un momento de lo falso» Guy Debord Los periódicos lo dicen, los políticos y la patronal también, el pasado 29 de Marzo no ha habido huelga. Tan sólo unos pocos violentos en Barcelona que «han aprovechado» la situación para satisfacer sus inmorales impulsos, nada más, como siempre. […]
Guy Debord
Los periódicos lo dicen, los políticos y la patronal también, el pasado 29 de Marzo no ha habido huelga. Tan sólo unos pocos violentos en Barcelona que «han aprovechado» la situación para satisfacer sus inmorales impulsos, nada más, como siempre. El Estado ha tenido que intervenir en esta situación de normalidad frente las minorías violentas que perturban la paz, los terroristas que amenazan nuestras libertades. Habría que preguntarse por qué, entonces, se pone tanto empeño en hablar de algo que apenas ha existido, por qué, con todo, el presidente de la patronal reconocía que su mayor deseo era que «el día de hoy se acabe cuanto antes, y que mañana recuperemos la palabra clave que es normalidad». ¿Recuperar la normalidad tras un día que ha transcurrido con «normalidad, tranquilidad, con ligeras excepciones», donde ha habido «actividad sin apenas variaciones»? (http://www.elplural.com/2012/03/29/juan-rosell-%E2%80%9Cla-situacion-la-vamos-a-arreglar-con-muy-pocas-protestas-muchas-propuestas-y-sin-demagogia%E2%80%9D/). ¿Recuperar la normalidad tras la normalidad?
A los que estuvimos el 29-M por el centro de Madrid nos pareció, sin embargo, que algo bastante anormal estaba sucediendo. Más allá de la guerra de cifras acerca del consumo eléctrico y de los intentos de manipulación por parte del gobierno, más allá del acontecimiento representado, cuantificado y espectacularizado, observemos el acontecimiento vivido. Ciudadanos que toman las calles de manera descentralizada, organizados por distintos sindicatos o asambleas, recorren la ciudad, acuden a los puestos de trabajo, cantan, corean, discuten, se solidarizan con otros trabajadores, toman plazas, inundan el centro, desbordan los metros… ¿y después de todo esto, se puede decir que nada ha ocurrido?
Quizás de lo que se trata es de negar una realidad demasiado incómoda, demasiado incompatible con la «normalidad» como para poder aceptarla, una realidad demasiado viva y demasiado alegre como para ser resaltada por una normalidad construida sobre la tristeza, la impotencia, y la muerte. La normalidad, la norma, no puede aceptar ni siquiera la existencia de acontecimientos que indiquen la posibilidad de otras vidas más allá de sus normas miserables, más allá de la tristeza, de la sumisión, de la ley del obligado producir y reproducir el capital, hasta el infinito. En efecto, una huelga es, en primera instancia y de manera inmediata, esto, detener la rueda. Los que giran esa gran rueda que no se comprende, y que mucho menos se posee, deciden parar, deciden detenerse. La gran maquinaria del capital se detiene, y entonces, aparece la policía. Primera señal, primer síntoma, allí donde los trabajadores desarticulan sus relaciones cotidianas con sus jefes, con sus medios de trabajo, incluso con sus compañeros, pero también con sus calles, con sus ciudades- aparecen los coches, los furgones, los helicópteros, los agentes de la normalidad, rodeando, vigilando, infiltrándose. La segunda señal inmediata que percibimos es la potencia, la propia potencia. Somos nosotros los que movemos la rueda y los que podemos decidir dejar de hacerlo, es nuestra propia fuerza la que se nos muestra como una fuerza ajena, cosificada en las tormentas de los mercados, en las deslocalizaciones, en las migraciones, en las supuestas leyes pseudos-naturales de la Economía. El capital financiero entero, ¡es más! todo el capital en su conjunto no es más que un producto colectivo de los trabajadores, un producto de nuestros brazos, nuestras piernas, y nuestros cerebros. Porque dejamos de movernos, sabemos que todo ese mundo de la Economía no se mueve sin nosotros, que somos su motor, que inconscientemente entregamos nuestra fuerza a otros para que la malgasten y la desperdicien sin ningún control. Lo que sigue es una consecuencia inevitable, el tercer síntoma de éste acontecimiento, su perturbadora revelación, consiste en su carácter radicalmente democrático. Quizás sea este tercer punto el que más duele a los constructores de la normalidad sombría; el exceso, la radicalidad, la autenticidad de una verdadera democracia directa ejercida donde los productores deciden por un instante acerca de su destino y el de sus producciones. Es este un pequeño resplandor, un pequeño destello, de lo que podría significar una democracia efectiva, una democracia no sujeta a las exigencias de producción del capital, una democracia auténtica donde los productores no se someten a nada excepto a sí mismos, a su voluntad, a sus intereses. En efecto, decir ¡No, no trabajo! todavía es un acto defensivo, una reacción frente al orden existente, pero es también un primer paso, una primera experiencia sobre la toma de decisiones democráticas en aquellos ámbitos que se hallan secuestrados a la política.
Decía el filósofo Baruch Spinoza que «la verdad es índice de sí misma y también de lo falso«. Esto quiere decir que lo verdadero no necesita otro criterio que sí mismo, que por sí mismo es lo suficientemente potente como para iluminar lo que es verdadero y marcar, señalar, las oscuridades de lo falso. De otro modo, es la mera existencia de la verdad la que supone una amenaza para los que se empeñan en oscurecer las cosas. En la huelga general del 29 M del 2012 se produjeron, al menos, tres importantes revelaciones. Primera, son los trabajadores los que mueven la rueda del capital, es la fuerza de los trabajadores el motor de la Economía, y ésta está, paradójicamente, como sustraída a su control, como independizada, como una fuerza que no les pertenece. Segundo, que los trabajadores pueden recuperar el control político de la productividad económica mediante el ejercicio directo de la democracia, y que los ámbitos destinados habitualmente a la circulación o producción de mercancías (desde las empresas, hasta las calles de la ciudad) pueden ser recuperados para el control político de la ciudadanía y adquirir así un sentido nuevo. Tercero, que la normalidad no es otra cosa que el totalitarismo de la ley del beneficio infinito para el capitalista asegurado por la policía y demás aparatos represivos, que garantizan con la violencia el buen funcionamiento de este orden político-económico totalitario. Estas (al menos) tres revelaciones muestran que la tristeza construida a nuestro alrededor como «normalidad» no hace más que revelar la radical falta de democracia en la que existimos, la radical sumisión de nuestros intereses a aparatos que succionan nuestro poder separándonos, atomizándonos, construyendo los cauces de una realidad monótona e indiscutible que se llama a sí misma «democrática». Basta una pequeña, una mínima y limitada acción de democracia para que todas las nubes de la ideología se dispersen. De repente, nuestros regímenes democráticos aparecen como lo que son, dictaduras del capital; y nuestras vidas como lo que no son, alegres, activas, insumisas, políticas… No es de extrañar, por lo tanto, que en este mundo construido sobre la falsedad se le llame democracia a cosas que no lo son, a los terroristas se los llame defensores de la libertad, se diga que los políticos nos representan cuando no lo hacen, y cuando la realidad es demasiado «verdadera» como para conmover estas ficciones de normalidad se aproximen mil voceros constructores de sombras a decirnos a nuestros oídos… «la realidad no existe».
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