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El 3 por ciento catalán

Fuentes: El Mundo

Admiro desde mi más tierna juventud los modos suaves y relajados que rigen en la vida política catalana y la capacidad de sus políticos profesionales para coexistir sin mayores tensiones mutuas, criticándose entre sí sólo lo estrictamente imprescindible para que no parezca que son del mismo partido. Lo normal es verles sonriéndose mucho y dándose […]

Admiro desde mi más tierna juventud los modos suaves y relajados que rigen en la vida política catalana y la capacidad de sus políticos profesionales para coexistir sin mayores tensiones mutuas, criticándose entre sí sólo lo estrictamente imprescindible para que no parezca que son del mismo partido. Lo normal es verles sonriéndose mucho y dándose palmaditas en la espalda interesándose por sus respectivas familias, con frecuencia emparentadas.

Durante los primeros tiempos de la Transición, los antifranquistas vascos, que andábamos a la greña -ya por entonces-, mirábamos con fascinación no desprovista de envidia la unidad que reinaba en la Assemblea de Catalunya, que agrupaba al conjunto de la oposición, incluidos los grupos sindicales, sociales y ciudadanos, y en el Consell de Forces Politiques, en el que se sentaban todos los partidos que querían estar en él. Luego ambas plataformas se disolvieron para dar paso a las instituciones actuales, pero el estilo quedó. Prueba de ello es el aliento unitario con el que han emprendido la reforma de su Estatut, reforma que casi todo el mundo da por hecho que será aprobada por amplísimo consenso, si es que no por aclamación.

La política catalana tiene desde hace más de 40 años un aire versallesco, alejado del estilo tosco, e incluso bronco, en el que otros nos hemos instalado. A ello ha contribuido lo suyo también la propia prensa de Barcelona, que nunca ha sido demasiado dada a importunar a sus administradores políticos con denuncias referidas a sus vidas corrientes y a sus cuentas no menos corrientes.(Algo sí, claro, pero sólo lo justo.)

Hay que considerar esa arraigada tradición para entender hasta qué punto tuvo que perturbar el ánimo de la mayoría de los parlamentarios catalanes que el president Pasqual Maragall se permitiera interpelar el pasado jueves a los diputados de CiU diciéndoles aquello de que tienen un problema, que es el del 3%, en alusión a las presuntas comisiones que habrían cobrado por las obras públicas realizadas durante los largos años en los que Jordi Pujol estuvo instalado en el Palau de la Generalitat. El líder de Convergència, Artur Mas, saltó al punto y, con gesto un tanto descompuesto, sentenció que Maragall había mandado «a fer punyetes» toda la legislatura, amenazando de manera no demasiado velada con boicotear la reforma del Estatut. Fue todo a la vez muy confuso y muy clarificador.No se sabía a cuento de qué había salido a relucir lo del 3%, pero quedó clarísimo que el consenso se apoya en un complejo entramado de silencios mutuos. Así devuelto a la realidad, el president, como si se sintiera un tanto escandalizado de sí mismo, retiró la acusación a toda velocidad, con lo que todo retornó más o menos a su cauce.

Maragall ya ha recordado que esas cosas no se dicen. Aunque sean verdad.