Salvo el fin de la confrontación armada, el Acuerdo Final no puede ser entendido como la panacea que curará todos los males del país. Éste busca, principalmente, establecer un acuerdo político que ponga fin al largo ciclo de lucha armada que se remonta a los años 50, tras el asesinato del líder popular liberal Jorge […]
Salvo el fin de la confrontación armada, el Acuerdo Final no puede ser entendido como la panacea que curará todos los males del país. Éste busca, principalmente, establecer un acuerdo político que ponga fin al largo ciclo de lucha armada que se remonta a los años 50, tras el asesinato del líder popular liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948; magnicidio que desató la ira contenida del pueblo liberal, al tiempo que enardeció el discurso sectario, dogmático y clerical de la facción conservadora llevando a un extremo las diferencias políticas entre liberales y conservadores, que se conoció como época de la Violencia política entre 1946 y 1956. Violencia que provocó 300.000 muertos, en su mayoría gentes humildes del campo y la ciudad, que pagaron con sus vidas el fracaso histórico de los partidos tradicionales en la conducción del Estado colombiano hacia su modernización en derechos, libertades y democracia.
Comprender los orígenes y causas del conflicto armado y su historia, es fundamental si lo que se busca es la reconciliación y normalización de la vida política. De ahí la importancia mayúscula de rescatar y vivenciar la memoria y el pasado ante la generación actual y las futuras. Porque un pueblo sin memoria, jamás podrá superar su principal trauma histórico, que en este caso es la violencia política crónica, y es como si quedara condenado a vivir dentro de una espiral de violencia sin fin.
Si por medio del diálogo se logra el fin del conflicto armado, y con ello una paz estable y duradera hacia la reconciliación nacional, se estaría tomando una decisión de profundo significado, hacia un futuro de esperanza, que reclama a grito silencioso, la inmensa mayoría sacrificada de Colombia.
Planteadas así las cosas, lo acordado en la mesa no tendría por qué generar más confusión de la que se ha generado hasta ahora. Por ejemplo, no solucionarán problemas estructurales como el modelo económico, la política extractivista o locomotora minera que, en realidad, obedecen a los intereses de una clase que detenta el poder desde que se fundó la República; que incluso, eleva a categoría de norma constitucional el neoliberalismo y las privatizaciones de los bienes y la riqueza nacional, al establecer éste como política de Estado, tal y como lo estipula la Constitución Política del 91.
Nada de eso está en discusión en la mesa. Tampoco los TLCs que han impactado negativamente en la vida y economía de los campesinos, y en la producción agropecuaria nacional. Y así sucesivamente una serie de problemas estructurales como la pobreza extrema en que viven millones de familias; o la injusticia e impunidad que reina en millones de casos y que se ha impuesto en el país desde instituciones como la Fiscalía, la Procuraduría, las Cortes, el Ministerio de Justicia; mucho menos el modelo de Estado y el régimen político; o las relaciones internacionales y la soberanía nacional; ninguno de éstos temas están en discusión ni en La Habana, ni lo estarán en cualquier otra mesa de diálogo que se instaure.
Hay una razón de fondo por la cual no se discuten estas cuestiones gruesas en La Habana: si bien es cierto el conflicto armado termina sin vencidos ni vencedores, también lo es que el poder sigue en manos de la clase dominante y la guerra no modificó sustancialmente las relaciones de poder. Es decir, a pesar de la oposición armada y política que le han hecho por décadas los alzados en armas, ésta sigue ejerciendo el poder a través del Estado y las instituciones que regulan y controlan la vida de la mayoría de la ciudadanía. Pero no olvidemos, además, que cuenta con un aliado como los Estados Unidos.
Ejercicio del poder en que han cumplido una función especial la educación, la cultura, la iglesia y los medios de comunicación (que sería pertinente tratar en otro ensayo). Así las cosas, los diálogos no tienen con qué poner en discusión el poder – correlación de fuerzas- de quien no lo perdió en la guerra, quien en última instancia defiende a su manera el régimen político vigente y el modelo económico neoliberal.
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