Los periodistas conspiradores y golpistas de antaño demostraban más elegancia. Como ejemplo vivo y en activo tenemos a Luis María Anson, con su papel de periodista/espía en el ascenso y caída de Adolfo Suárez y en la trama golpista del 23-F.
Un elenco conspiratorio como el reunido en el #FerrerasGate es difícilmente mejorable. Confabulados en 2016 para orquestar el hundimiento reputacional y electoral de Podemos y Pablo Iglesias, había dos comisarios corruptos de policía (Villarejo y Olivera), un súper periodista de izquierdas más vivo que rojo (Antonio García Ferreras), un empresario altamente sospechoso (Adrián de la Joya: Gürtel, Lezo…) y hasta un príncipe de las tinieblas, Mauricio Casals, poderoso directivo del gigante audiovisual Atresmedia.
A este excepcional reparto hay que añadir un guion que, como el de Casablanca, deja frases inolvidables que nunca nos cansaremos de repetir.
– Que tampoco es muy costoso el meterle una cuenta [en un paraíso fiscal] a Pablo Iglesias, –dice José Luis Olivera con conocimiento de causa, pues fue jefe de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal de la Policía Nacional.
– Eso te lo hacemos con el rabo –se refocila el otro comisario, Villarejo, entre carcajadas.
– Lo que te están diciendo es que si es necesario se hace con [Juan Luis] Cebrián –le dice paternalmente el presidente de La Razón, directivo de Atresmedia y Príncipe de las Tinieblas, a Ferreras; y luego le sugiere al director de La Sexta:
– Pedro Sánchez…, coño, joder, a ver si le calzas una hostia.
– Muy pronto, eh, muy pronto. Yo creo que va a sufrir estas dos semanas –responde sumisa la encarnación, más viva que roja, del periodismo español de izquierdas.
Todo muy burdo, pero voy con ello. Lo que nos entristece sobremanera a los más frívolos amantes de la información no es la corrupción de Ferreras, sino su papel de marioneta, de bufón, de tiralevitas del periodismo. Es el poor Yorick de este drama. Los dos comisarios actúan con la arrogancia que les otorga su conocimiento de toda la información cloaquera, y tratan al Ferri con un paternalismo casi ridiculizante. El Príncipe de las Tinieblas se dirige a él cual si fuera su lacayo o su valet. Casals está acostumbrado a lidiar miuras, y no novillos: fue el mediador entre el PP de Mariano Rajoy y Luis Bárcenas para que los papeles del extesorero no siguieran minando la ya magra honorabilidad del partido. Casals actúa como el boss, el baranda, el príncipe. Por último, el empresario De la Joya permanece en un plano discreto y apenas interviene, quizá porque ya ha sentido en el cogote el aliento de la justicia o porque sabe que Villarejo lo está grabando todo. El caso es que Ferri deja para la posteridad una imagen del periodismo lacayuna e infantiloide, muy distinta a la que transmite en pantalla, y ante sus colaboradores y empleados, el agresivo másperiodista.
Los periodistas conspiradores y golpistas de antaño demostraban más elegancia y savoir faire. Como ejemplo vivo y en activo tenemos a Luis María Anson, con su papel de periodista/espía en el ascenso y caída de Adolfo Suárez, y con su liderazgo en la articulación de una trama golpista que, según muchos historiadores y testigos, alentó, quizá de forma inconsciente, el 23-F y otros movimientos sediciosos durante nuestra ejemplar y pacífica Transición.
Cuando el general Alfonso Armada entró en el Congreso, le propuso a Antonio Tejero deponer las armas y aceptar un gobierno de concentración. El ministro de Información de ese gobierno golpista de Armada sería Luis María Anson, según declararon en el juicio varios testigos de aquel febrero de 1981 en la Carrera de San Jerónimo. Armada siempre negó la existencia de tal lista, en la que también figuraban Felipe González como vicepresidente y el belicoso Manuel Fraga como ministro de Defensa. Pero Tejero, sus conjurados e incluso una diputada socialista (Carmen Echave) dan fe de la existencia de aquella lista gubernamental.
No era la primera vez que Anson aparecía en un elenco de ministrables. Según el propio periodista confesó, también Adolfo Suárez le llegó a ofrecer el Ministerio de Cultura. Anson había ido tejiendo una elitista red de informadores entre políticos, empresarios, oficiales jefes de las Fuerzas Armadas, oligarcas, policías, espías, banqueros, intelectuales y fontaneros desde el comedor de la Agencia Efe. Anson era merecidamente muy respetado, pero también muy merecidamente temido, y cualquier político conservador (o no tanto) de aquella naciente democracia lo hubiera querido, con su agenda y sus contactos, en su Gabinete.
El periodista Francisco Medina publicó en 2006, bajo el algo pretencioso título 23-F: La Verdad, un delicioso y documentado relato de “periodistas conspiradores” del que Anson es protagonista imposible de eclipsar. Medina lo entrevista en 2005, y él mismo relata cómo fraguó la creación de su centro de inteligencia paralelo tras ser nombrado presidente de la agencia estatal EFE el 28 de septiembre de 1976.
“La agencia EFE era la agencia de Franco, credibilidad cero. Una de las cosas que yo hice fue un gran comedor para que la agencia estuviera presente en la vida española. La gente se iba muy satisfecha, aparte de que aquellas comidas producían mucha información. Yo establecí un menú frugal, que horrorizaba a todo el mundo. Se tomaba un consomé, un filete de carne y un helado de pistacho. Cuando venían jefes de Estado, les dábamos lo mismo”.
Como periodista, era un plan perfecto. Pero Anson se había criado intelectualmente en la más alta escuela nacional de intriga palaciega: la borbónica. Fue miembro y responsable de Información del consejo privado de Juan de Borbón, padre de Juan Carlos I. Y a la labor de escuchar, propia de un periodista, quiso implementar la de influir, más propia de un borbón.
Si Suárez fue nombrado presidente por las Cortes franquistas aquel 5 de julio de 1976, había sido en parte gracias al asesoramiento de los dos ansones, Luis María y su hermano Rafael, en un discurso crucial.
Lo contó ya en 1979 Gregorio Morán en su Adolfo Suárez, historia de una ambición (Planeta). Relata Morán la peripecia íntima del discurso con el que Suárez se ganó el inquilinato del Palacio de la Moncloa. Era 9 de junio de 1976 y se votaba en el pleno del Congreso la reforma del Código Penal para aplicar el proyecto de Asociación Política, que abriría la puerta a la legalización de partidos en España
Aquella mañana, las Cortes aún franquistas escucharon un discurso carente de la peste a naftalina, sacristía y miedo habituales durante 40 años. A Suárez le faltó tutear a sus señorías: “Acabáis, señores procuradores…”. Victoria Prego, en su Historia de la Transición, habla de “un discurso realmente espléndido” que dejó “una frase que hará historia” (realmente son dos): “Vamos, sencillamente, a quitarle dramatismo a nuestra política. Vamos a elevar a la categoría política lo que a nivel de calle es simplemente normal”. Tras un enorme aplauso, Suárez arrasó, contra pronóstico de muchos, con 338 síes, 91 noes y 25 abstenciones. Había nacido una estrella. Y se había dado un portazo irreversible en las narices del más rancio franquismo. Aparentemente.
Suárez era hombre de dicción cuidada, elegancia natural, atractivo físico y don de gentes, pero tanto los procuradores como sus colaboradores y enemigos sabían que no era precisamente un lince intelectual. Su aversión a la cultura libresca, a la cultura en general, la documenta incluso la Musa de la Transición, su íntima colaboradora, cerebro en la sombra, jefa de gabinete y siempre fiel Carmen Díaz de Rivera en las memorias que le dictó a la periodista Ana Romero mientras la marchitaba el cáncer. Suárez podía haber inspirado el espíritu de aquel discurso, pero nunca habría sido capaz de escribir la letra y la música. De eso se habían encargado los ansones.
Cuenta Morán en su temprano libro que fue Rafael Ansón quien entrenó a Suárez para dirigirse a los procuradores franquistas “familiarmente, como quien habla a los amigos o a viejos conocidos”, dictándole “bien las frases que tendrían su efecto y la entonación adecuada para que doblaran su fuerza”. Si Rafael redactó el texto, “la cena que reunía Luis María Anson había pulido ideas fundamentales y había creado expectación en torno suyo”. O sea, entre “los banqueros que a partir de ese momento empezaron a decir a sus colegas de más bajo escalafón que había un chico que pisaba fuerte”. Nos sugiere Morán que en los cenáculos de prebostes y espías de Luis María Ansón se estaba escribiendo la historia de España aun antes de que alcanzara el trampolín de la Agencia Efe.
Los hermanos ansones no tardaron en recibir justa compensación a sus buenas prosas y manejos. El 5 de julio de 1976, Suárez era nombrado presidente del gobierno predemocrático. El 24 del mismo mes, Rafael tomaba posesión de la dirección general de RTVE. El 28 de septiembre, Luis María se hacía cargo de la agencia estatal Efe.
Los problemas surgieron cuando Suárez pretendió volar solo. “A partir de 1976 es cuando empiezan a acumularse los desaciertos”, le dice Anson a sus conjurados según las transcripciones de aquellas intervenciones en la agencia Efe, que grababan los espías invitados, y a las que Francisco Medina tuvo acceso. Ese 10 de octubre de 1977 (cuatro años antes del 23-F), Anson almuerza con “tres oficiales jefes de las Fuerzas Armadas con un destino peculiar: el gabinete de enlace del Ministerio de Información”.
En las cintas grabadas, se recoge la firme intención del presidente de Efe de derrocar a Suárez y reconducir la naciente democracia hacia caminos menos libertarios. Ante sus banqueros, militares, oligarcas y espías, Ansón declina siempre hablar de golpe de Estado, pero sí dice que “el Ejército va a tener que intervenir en cumplimiento de su deber constitucional”. Ítem más: “A mí me han dicho que en siete horas se toman todos los puntos neurálgicos del País Vasco y se le somete a control”.
Ya cuando la redacción definitiva de la Constitución estaba a punto de salir del horno, Anson multiplica sus contactos con los espías españoles del Cesid, y enardece su nunca autoconfeso discurso golpista: “Meter el ejército en el País Vasco… Calculaba incluso la cifra de muertos, algunos miles”. “Ilegalizar el PCE”. “Rectificar el tema de las autonomías” [los entrecomillados son de un espía anónimo entrevistado por Medina y que grababa esas reuniones].
Pero una fuente nada anónima que también tuvo acceso a esas grabaciones, el ilustre espía Javier Calderón [llegaría a director del Cesid con José María Aznar], confiesa que “este personaje [Anson] lo que viene a decir es que sería necesaria una noche de San Bartolomé”. La referencia a la matanza de miles de hugonotes por parte del rey de Francia en 1572 no suena muy tranquilizadora ni democrática.
En 1979, el conciliábulo ansoniano logra por fin captar para sus nada inocentes tertulias a José María Bourgón, director del Cesid desde su creación, jefe de los espías. Bourgón da orden de que no haya más grabaciones de sus almuerzos en Efe. Con esta medida, privaba al rey Juan Carlos de conocer, de voz de los conjurados, lo que allí se tramaba. Hasta entonces, Zarzuela había recibido puntuales transcripciones. Quizá no sea casualidad que ese mismo año, poco después de saberse que Bourgón y Anson jugaban a los secretos a espaldas del rey, el primero presente su dimisión por motivos de salud para reintegrarse en la carrera militar.
En el currículum del Bourgón espía destaca el desmantelamiento de la Operación Galaxia en 1978, aquella tertulia sediciosa (poco más) que dio a conocer a Antonio Tejero. Poco mérito si se recuerda que aquel primer tejerazo abortado fue denunciado por uno de los conjurados, el comandante de infantería Manuel Vidal Francés. Pero, como buen espía, el amigo de Anson, militar franquista de pura cepa y sangre derramada (fue herido en la guerra civil), también tenía sus cosas.
Se pregunta Pilar Urbano en Yo entré en el Cesid (P&J, 1997) cómo fue posible que el servicio de inteligencia español no evitara el 23-F. El ministro de Defensa, el entonces teniente general Gutiérrez Mellado, había advertido a los espías años antes: “ETA no va a tumbar al Estado español. La única amenaza real es la posibilidad de un golpe involutivo militar. Por tanto, exijo a este servicio el mayor esfuerzo informativo en esa dirección. Es necesario que este Centro se implique muy directamente en la investigación de cualquier proyecto de golpe de Estado”.
En cuanto Gutiérrez Mellado salió del nido de los espías en Castellana-5, Bourgón se dirigió a sus subordinados: “[No] hacer nada en el sentido que el teniente general acababa de indicarles”. “A no ser que yo lo ordene”, apostilló el futuro confidente de Anson. Sus sucesores hasta el golpe de 1981, Gerardo Mariñas y Narciso Carreras, siguieron, al parecer, las consignas desinformativas de Bourgón hasta que Tejero entró al Congreso dando tiros sin que Zarzuela ni el Cesid se enteraran de nada (ejem).
Pero todo son conjeturas. Como todo el mundo sabe, los españoles aún no somos lo suficientemente maduros como para conocer los papeles clasificados de aquel 23-F de hace 41 años. Ni siquiera la nueva ley de secretos oficiales, que prepara el autoproclamado gobierno más progresista de la historia democrática, permitirá descorrer los visillos. Que los historiadores, con sus ínfulas científicas, no metan sus sucias narices en los mitos de nuestra ejemplar Transición.
Ni siquiera podemos saber con certeza si Luis María Anson se había ganado a pulso ese papel de ministro en el gobierno de los golpistas del 23-F. Si formó parte de la nebulosa trama civil de la fallida asonada. Pero nadie podrá jamás discutir que Anson demostró mucha más finezza conspirativa que el “burdo” Antonio García Ferreras a la hora de corromper la democracia. Es de agradecer.