La trayectoria del diario El País, a los 36 años de su fundación pasados 6 meses de la muerte de Franco, ya no es el secreto mejor guardado. Puestas unas sobre otras las diferente placas tectónicas que lo han conformado, y tras contabilizar en su balance las cambios fisiognómicos operados, tanto en cuanto a la […]
La trayectoria del diario El País, a los 36 años de su fundación pasados 6 meses de la muerte de Franco, ya no es el secreto mejor guardado. Puestas unas sobre otras las diferente placas tectónicas que lo han conformado, y tras contabilizar en su balance las cambios fisiognómicos operados, tanto en cuanto a la propiedad, ideología y dirección, parece claro que nos encontramos no sólo ante un periódico que ha marcado la reciente historia de España sino frente a una pieza fundamental de esa etapa: el arma secreta de la transición.
Hubo en los inicios de El País, tortuosos y arriesgados, un proyecto que usó la cantera profesional del comunismo militante para ubicarse como el medio progresista por excelencia, ganándose con semejante pedigrí la enemistad del tardofranquismo que lo había parido. Se capitalizaba así como rentable activo ideológico el burdo tropismo político de «el amigo de mi enemigo es mi enemigo». Aquel era el «diario independiente de la mañana», y lo fue con gran éxito de crítica y público durante todos los años en que el periódico militó en las filas del socialismo importado por Felipe González. Fue un meritorio proyecto de cohabitación entre las dos orillas de las cúpulas de la izquierda parlamentaria conjuradas sobre el rechazo de la República y la canonización de la Monarquía del 18 de Julio.
Luego, tras la derrota del felipismo y el desplome de su prestigio a causa de los escándalos del GAL y otras fechorías de Estado, como el saqueo de los Fondos Reservados, el rotativo pasó a publicitarse como el «periódico global en español», una denominación que denunciaba su alineamiento con las multinacionales españolas (casi todas antiguas empresas públicas privatizadas o reconvertidas por el duopolio gubernamental dominante), a la sazón un importante lobby operativo en el mercado de habla hispana, tanto en Latinoamérica como en Norteamérica. De esta guisa, El País se convirtió en el mejor defensor de sus intereses en la zona, hasta el punto de que pocas veces los españoles hemos tenido una visión tan sesgada y errática de la realidad político-social de aquella región como en la actualidad. Y ahora, en plena crisis del grupo Prisa, provocada por las cuantiosas inversiones realizadas para escoltar ideológicamente al gran capital en su aventura atlántica, y tras abrevar financieramente en las fauces del fondo buitre estadounidense Liberty y de la primera fortuna del mundo, Carlos Slim, El País ha mostrado definitivamente sus cartas convirtiéndose en el diario dinástico de referencia.
La publicación con llamada en primera página, el pasado 4 de marzo, del editorial «El caso Urdangarin y el futuro de la Monarquía» (tras un amplio publi-reportaje en el suplemento dominical de la semana anterior) es la evidencia empírica de que tras esa especie de intelectual orgánico de la nueva democracia se ocultaba en realidad el arma secreta de la transición. La debilidad del sistema y el temor de las clases que tomaron el relevo del franquismo sin renunciar a su currículo oculto como sostenedores de la dictadura, ha obligado a sus mentores a empañar el brillante palmarés de la publicación para enfilar toda su artillería persuasiva en el blindaje de la Corona. Una Familia Real que, como en los retratos que Goya hizo a los borbones de su época, empieza a ser asediada por una corrupción que cuestiona ante la opinión pública la justicia de la impunidad jurídica otorgada por la Constitución del 78.
Al refundarse públicamente como diario dinástico de referencia, El País ha acotado a la baja su tradicional ámbito de influencia entre los sectores más activos de la sociedad, la clase media que precisamente hoy se encuentra huérfana de patrocinio intelectual por los embates de la crisis económica. Pero además, su apuesta ha sido tan burda, pesebrista y rancia que el desmerecimiento cosechado urbi et orbi por el ditirambo monárquico le ha situado ante los ojos de su fiel clientela como un sucesor aventajado del retrógrado diario ABC. Este paso en falso, saliendo al quite de un régimen que agota a manos llenas las fabuladas credenciales democráticas que le adornaban, lejos de ayudar a su rehabilitación social puede terminar siendo una espada de Damocles sobre el sistema. Las generaciones sacrificadas a causa de los recortes, los ajustes y las cercenaciones de derechos perpetrados por los partidos legitimistas, que se han repartido el poder desde el inicio de la transición bajo el palio del reinado de Juan Carlos I, no entienden de lealtades impostadas ni de obediencias debidas. Al atropellarse sin ningún pudor como el más monárquico de la clase, El País ha quemado sus naves y se ha retratado de por vida. Ha firmado su foto-matón.
Esta crónica de un pronunciamiento anunciado ha tenido como preludio la sentencia del Tribunal Supremo absolviendo al ex juez Baltasar Garzón por tratar de investigar los crímenes del franquismo, al reconocer implícitamente sus magistrados que la modélica transición se basó en una simple transacción para garantizar la impunidad de esos delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Porque lo que El País ha consumado al pasar por la derecha al diario que históricamente defendía las esencias de la monarquía borbónica, en el contexto político de una coyuntura económica sin precedentes, ha sido una relectura de la institución tan falsa como mendaz. Cifrar, como ha hecho con el editorial de marras el negociado dinástico que preside Juan Lis Cebrián, en los decibelios de una ovación parlamentaria el favor de la opinión pública por la familia real, cuando esos mismos cortesanos han rechazado aclarar las afinidades del Rey con los golpistas del 23-F denunciadas por la revista alemana Der Spiegel, es una patraña infantil. Decir que la forma de Estado fue asumida libremente por los españoles es una mentira de libro. Pretender que el Monarca y la Corona han rendido servicios impagables a la libertad de nuestros ciudadanos, supone ser reo de una concepción feudal de la democracia.
Amenazar con que tratar de recusar nuestra forma de Estado al hilo de coyunturas supone la impugnación del pacto en que se fundaron las libertades tras la muerte del dictador, significa confundir el interés general con los deseos de aquel funesto general y sus dilectos herederos. Creer que acentuando todavía más la transparencia de la institución se puede obviar su ilegitimidad de origen, la irresponsabilidad del fuero que la compromete y, desde ahora, la deshonestidad de ejercicio que la asiste, es un desvarío. Porque, precisamente, si algo tienen claro cada vez más españoles indignados que sufren directa o indirectamente el paro, la precariedad laboral y guadaña antidemocrática de los dos partidos dinásticos y su corte de los milagros, es que la tabarra de unos reyes taumatúrgicos que nos golosinaban con aquélla modélica transición no vale lo que cuesta.
Por más empeño que ponga El País, ha terminado el tiempo en que una generación imponía sus leyes a las generaciones futuras. Ya se han roto las tutelas que nos mantenía atados y bien atados al pasado mentido. Un nuevo proceso constituyente ha echado a andar desde la calle, la disidencia y la protesta democrática. Y eso no tiene vuelta atrás. Por más que El País se haya descarado como el arma secreta de la transición y la Corona sea su profeta.