Al cabo de unas elecciones que han rezumado sordidez por todas partes, una de las pocas sorpresas -bien que relativa- que los resultados han deparado la ha venido a aportar el declive de Izquierda Unida en sus diferentes rostros. No pretendo con estas líneas aportar ninguna solución -no la tengo- para los muchos problemas que […]
Al cabo de unas elecciones que han rezumado sordidez por todas partes, una de las pocas sorpresas -bien que relativa- que los resultados han deparado la ha venido a aportar el declive de Izquierda Unida en sus diferentes rostros. No pretendo con estas líneas aportar ninguna solución -no la tengo- para los muchos problemas que arrastra la coalición. Mi aspiración, más modesta, consiste en perfilar algunas ideas que, si no para otra cosa, deben servir para no equivocarnos en demasía en el diagnóstico.
Y es que, al cabo, uno descubre que en las últimas horas se han formulado dos apreciaciones que -parece- dan cuenta de los malos resultados electorales de IU. La primera apunta un par de datos que, formulados mil veces, son bien conocidos. Es evidente, por lo pronto, que el sistema electoral vigente castiga de manera onerosa a fuerzas como Izquierda Unida; aunque lo común es recordar al respecto lo injusto que resulta que Convergència i Unió, con bastantes menos votos que IU, consiga 11 diputados por 2 la coalición de izquierdas, bueno sería que no perdiésemos de vista que los principales beneficiarios de semejante dislate son el PSOE y el PP. Evidente es, también, que la vorágine bipartidista y polarizadora, con su irrefrenable concreción en un voto útil que lo arrasa casi todo, no puede por menos que perjudicar a Izquierda Unida, y ello pese a que en los últimos tiempos ésta no suscite la enemiga de muchos medios de comunicación que antes se cebaban con ella. Si a IU le sobran, claro que sí, las razones para quejarse, conviene, con todo, que otorguemos a esos dos factores el peso que les corresponde y huyamos de convertirlos en una explicación que sirva para todo. Esta última tentación olvida que en el decenio de 1990, con el mismo sistema electoral y parecidos espasmos bipartidistas, Izquierda Unida obtuvo representaciones mucho más amplias en el Congreso de Diputados por efecto de una prosaica circunstancia: conseguía muchos más votos, como lo testimonia, sin ir más lejos, el hecho de que en 1996 triplicase sus apoyos del día 9. Digámoslo de otra manera: aunque a buen seguro que el entorno es hostil a la coalición de izquierdas, no tiene mucho sentido rebajar la responsabilidad de la propia IU en el declive electoral que hoy nos ocupa.
Vayamos a por la segunda apreciación, y hagámoslo de nuevo en la perspectiva de subrayar que tiene un alcance limitado: resulta difícil sustraerse a la conclusión de que la gestión de Llamazares y de su equipo no ha estado a la altura de lo que se esperaba. Al respecto lo común es que se formulen dos acusaciones precisas: si la primera señala los efectos perniciosos de la proximidad que IU ha mostrado para con el Partido Socialista a lo largo de la legislatura recién cerrada -para qué votar a la copia si uno puede votar al original, habrán pensado muchos electores-, la segunda subraya la eventual vacuidad de una propuesta, la roja, verde y violeta, que habría descafeinado las señas de identidad de la coalición y habría propiciado una suerte de oposición blanda al gobierno de Rodríguez Zapatero. No faltará quien se sienta tentado de agregar que los devaneos de IU con determinadas formaciones nacionalistas de la periferia bien pueden haber dañado las expectativas elec- torales de aquélla.
Aunque las quejas de las que acabamos de dar cuenta son muy respetables, conviene formular alguna pregunta sobre el lugar desde el que hablan quienes las emiten. Porque, ¿no es verdad que muchos de los detractores de Llamazares probaron ya las mieles de una poco estimulante subordinación a la férula del PSOE? ¿Alguien piensa en serio que una opción política emplazada con claridad a la izquierda de la socialdemocracia puede prescindir de las señas de identidad que ofrecen el feminismo, el ecologismo y el pacifismo? El discurso obrerista recio que algunos, legítimamente, abrazan, ¿no choca con la triste realidad de unos sindicatos convertidos en miserables engranajes de la lógica de funcionamiento del sistema? ¿Puede una fuerza de la izquierda consecuente permanecer ajena, en suma, a las invectivas que protagoniza el nacionalismo español que padecemos? No vaya a ser que el principal termómetro de la crisis de IU no lo aporte el fracaso, incuestionable, de su dirección actual, sino la liviandad y la escasa credibilidad que corresponde a muchos de los sectores de oposición a Llamazares, incapaces de articular un proyecto enhiesto y creíble.
Con ser importantes disputas como las recién retratadas, uno tiene derecho a sugerir que Izquierda Unida arrastra una tara mucho más grave. Me refiero a una abrumadora dependencia con respecto a los avatares electorales, y, en paralelo, una incipiente funcionarización de muchos de sus cuadros, que se antoja fiel retrato de los vicios de la izquierda política. Más de una vez he echado mano de un argumento que, provocador, pretende hincarle el diente a esa tara de la que hablo. Si bien es cierto que IU se ha visto perjudicada de siempre por eso que hemos dado en llamar voto útil, hora es ésta de preguntarse si, a su manera, y no sin paradoja, no le ha sacado franco provecho, también, a algo que huele a voto mezquino y desencantado. Y es que tengo la firme convicción de que muchos de los votos que la coalición de izquierdas recibe no lo son, en absoluto, de ciudadanos convencidos de la idoneidad de sus propuestas y la consecuencia de sus posiciones. Votan a IU, sin más, porque, biológicamente incapacitados para respaldar al PSOE o al PP, Izquierda Unida es la única opción que, mal que bien, se les ofrece. Eso es lo que debería preocupar a los dirigentes de IU, los de ahora como los de mañana, y no el prosaico número de votos que los ciudadanos depositan en las urnas en provecho de una fuerza política que, es verdad, y siquiera sólo sea por el trabajo denodado de muchos de sus militantes, merecía mejor suerte.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid