Según la actual legislación, los migrantes en situación irregular pueden ser internados hasta 40 días en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE). Los numerosos relatos de quienes han pasado por ellos ponen de manifiesto constantes abusos y condiciones degradantes. Redadas en locutorios, detenciones en la calle, controles arbitrarios en estaciones de autobuses… A diario, […]
Según la actual legislación, los migrantes en situación irregular pueden ser internados hasta 40 días en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE). Los numerosos relatos de quienes han pasado por ellos ponen de manifiesto constantes abusos y condiciones degradantes.
Redadas en locutorios, detenciones en la calle, controles arbitrarios en estaciones de autobuses… A diario, por todo el Estado español, cientos de migrantes sin papeles caen en un tortuoso itinerario que puede acabar en su expulsión.
Desde su primer contacto con la policía, el migrante sin los papeles en regla es tratado como delincuente: «Los policías no atienden a razones y uno es el ignorante, y para ellos todos somos criminales y de lo peor», cuenta J., joven ecuatoriano que fue detenido en la estación de autobuses de Málaga cuando iba a visitar a su novia. Le pararon por sus rasgos sudamericanos, carecía de la documentación en regla. Lo llevaron a comisaría y allí pasó 72 horas hasta que fue conducido ante un juez.
En cada uno de los trayectos los migrantes detenidos son llevados con esposas. Una vez en los juzgados, les es asignado un abogado de oficio. A M., boliviano, que estuvo en el CIE de Zapadores (Valencia), le tocó un abogado poco sensible: «Al conocer mis apellidos comentó ‘Vaya, que apellidos tan españoles para un indiano’. Me tuve que contener tanto… Pero pensé que necesitaba su ayuda». El abogado le comunicó que les había tocado «una jueza racista» y que sería internado.
Luego, saltándose la normativa del turno de oficio, cuando M. llevaba cinco días internado en Zapadores, le comunicó que no continuaría con su caso si no era como abogado particular, y le reclamó el pago de 800 euros. Eso sí, le aseguró, recurriendo a un truco usual para conseguir clientes, que él sabía ‘buscar’ al juez adecuado para poder evitar la expulsión.
Tras pasar ante un juez, contra el sin papeles detenido se suele dictar un auto de internamiento para su expulsión. Entonces, de nuevo esposado, es conducido al CIE. En los nueve centros de internamiento oficiales -en ocasiones se usan otros, provisionales e informales como en Canarias donde un restaurante abandonado llegó a albergar a 500 personas- que existen en el Estado español, se repiten las duras condiciones: hacinamiento, insalubridad, malas comidas, falta de atención médica, falta de comunicación con el exterior, visitas de cinco minutos con los familiares en un ambiente ruidoso y a través de una mampara de cristal, ritmo de vida carcelario… El continuo incremento, como consecuencia de la política de inmigración gubernamental, del número de personas internadas, ha ido agravando las ya muy deficientes condiciones de los CIE. Aunque el conjunto de estos centros acumula, casi desde su creación, denuncias e irregularidades, hay algunos que han descollado.
«Nos despiertan a las siete. Y estamos en las celdas -tienen barrotes- casi todo el día, hasta por la tarde que es cuando se produce toda la actividad: visitas, patio…», señala D., que estuvo en el CIE de Aluche (Madrid). Por su parte J., que relata su paso por Los Capuchinos (Málaga), centro que se ha destacado por las denuncias de abusos, incluso de tipo sexual, se queja, entre otras muchas cosas, del servicio médico: «¿Medicamentos, enfermería? Uno va al médico, le dice que le duele algo y éste le pide que lleve el informe histórico desde la primera vez que ha ido al médico.
¿Cree que nos van a permitir conseguir esa información?». Según su testimonio, a muchos de los internos en ese CIE les daban unas «píldoras pequeñitas» para cualquier dolor. «¿Sabe lo que era? Calmantes para dormir, somníferos». M. relata algo semejante sobre el CIE de Zapadores (Valencia): «Nos dan somníferos. A la comida le ponen algún somnífero o algo, porque después, cuando nos obligaban a echar la siesta en la celda bajo llave, no se oía una mosca.
Todos los que hemos pasado por ahí lo comentamos, al menos aquí, en Valencia». Y asegura: «Yo no he visto que hubiera enfermería, ni médico». Las visitas son cortas, de entre cinco y diez minutos dependiendo del centro. Muchos internos se quedan sin poder comunicar por falta de tiempo, pese a que los familiares y amigos hacen largas colas desde horas antes. Numerosos relatos destacan los casos de visitantes que llegan de otras provincias, que se gastan lo que no tienen para ver a su ser querido y no pueden entrar. Para los internos, hacer llamadas de teléfono también es complicado: «Sólo hay dos teléfonos que son de tarjeta y las tarjetas hay que comprarlas allí. Si no tienes dinero dentro, lo pasas muy mal. Las personas de la cocina venden las tarjetas de teléfono y botellas de agua de un litro: tienen un negocio allí adentro», recalca M.
Frecuentes abusos
También son frecuentes las agresiones por parte de los policías que custodian a los internos, aunque su denuncia puede costar la expulsión, como le ocurrió el pasado noviembre a G., boliviano, detenido en el CIE de Zona Franca (Barcelona). En otro episodio más reciente, la familia de M. otro interno de ese centro, denunció una agresión policial ante el juzgado de guardia de Barcelona. Según un comunicado de SOS Racismo-Cataluña, que ha respaldado la denuncia, el pasado 6 de febrero este interno recibió una «brutal paliza» por llevar una botella a la sala de visitas, algo que no está permitido. Por su parte, J. presentó, a través de su abogada, una denuncia por una agresión a un brasileño de la que fue testigo en Capuchinos: «Fue una injusticia tremenda. Estábamos subiendo tras la comida y un policía se abalanzó sobre él y le dijo ‘Negro, te voy a reventar’ y le cogió del cuello solo por estar cantando el himno nacional de Brasil». El hacinamiento genera problemas de salud y de salubridad. En Canarias, por ejemplo, el sindicato conservador Confederación Nacional de Policía denunció en octubre del pasado año que el centro de Hoya Fría en Tenerife estaba al 200% de su capacidad, frente al 43% reconocido por el Ministerio de Interior. La organización policial describía la presencia de ratas en las instalaciones y el uso del patio como ampliación del centro en determinados momentos. M. recuerda su estancia de 28 días en ese CIE : «Fue muy duro. La policía me maltrató mucho y no pude denunciarlo». Él llegó en un cayuco en el que iban 135 personas y de las que sólo sobrevivieron unas 40. Lo que más le dolió no fueron los malos tratos sino que nadie le diera el pésame por la muerte de su mujer, ahogada en la travesía desde Senegal.
Muchos de los detenidos pasan en los CIE el máximo de 40 días permitidos por la ley. Y con las noches en vela, con la incertidumbre de si serán expulsados al día siguiente. Pasado ese plazo, si la policía no ha podido llevar a cabo la deportación, quedan en libertad, pero con un expediente de expulsión, y en cualquier momento pueden volver a ser detenidos por la Policía. Los internos que van a ser expulsados son llevados esposados al aeropuerto, a horas intempestivas, y los suben a un avión sin poder hablar con nadie, ni siquiera con su abogado.
M.A. fue expulsado tras su estancia en el CIE de Aluche, que fue muy dura pues sufrió una parálisis facial de la que no fue atendido. Desde Colombia, cuenta que un día le llamaron a las seis de la mañana: «Me dijeron que sacara mis cosas pero que no sabían qué iban a hacer conmigo. Me entregaron las pertenencias y me encerraron en un calabozo con otras personas que también iban a deportar. Luego me pusieron una especie de esposas y me llevaron en una patrulla hasta el aeropuerto. Me presentaron a dos escoltas, que me dijeron que si me resistía me llevarían todo el rato esposado. Sólo cuando el vuelo estaba en el aire me soltaron las manos». Diferentes organizaciones estiman que existe más de un millón de inmigrantes en situación irregular.