El pasado viernes ocurrieron dos cosas, una desagradable y la otra muy grave. La primera ocurrió en Madrid, donde un error o una torpeza de los responsables del Ayuntamiento programó en una convocatoria infantil una obra satírica para adultos. La segunda ocurrió en España, en el corazón mismo de nuestra democracia y nuestro Estado de […]
El pasado viernes ocurrieron dos cosas, una desagradable y la otra muy grave. La primera ocurrió en Madrid, donde un error o una torpeza de los responsables del Ayuntamiento programó en una convocatoria infantil una obra satírica para adultos. La segunda ocurrió en España, en el corazón mismo de nuestra democracia y nuestro Estado de Derecho: Alfonso y Raúl, los dos titiriteros que representaban la pieza, fueron detenidos en escena y están hoy en la cárcel sin fianza por un delito de ‘enaltecimiento y apología del terrorismo’, penado en nuestro código penal con hasta dos años de cárcel.
Hace poco contábamos la historia de San Ginés, un actor romano del siglo IV al que se le apareció un ángel mientras representaba una sátira anticristiana y que siguió recitando el guión en el escenario, ahora con convicción, sin conseguir que ninguno de los espectadores lo creyera. Estaban en el teatro, Ginés era un actor y todo lo que decía movía a risa; y tanto más movía a risa cuanta más pasión y sinceridad ponía el cómico en sus proclamas religiosas. Eso es la ficción: un acuerdo en virtud del cual actores y espectadores −o autores y lectores− sustituyen durante un rato y en un determinado espacio la creencia por la credulidad. Para que lo entienda un mal juez y un mal periodista: en el teatro hacemos como si creyéramos que han matado al comendador de Fuenteovejuna, como si creyéramos que han violado a Lucrecia, como si creyéramos que Superman puede volar; y como si no creyéramos en nuestros valores morales, nuestra ideología y nuestra nacionalidad. Tan anómalo es que un actor se crea las palabras de su personaje como que se las crea un espectador −o un juez o un periodista−. A Alfonso y Raúl, ahora en la cárcel, les pasó lo contrario que a San Ginés: unos padres insanos y un juez literalista, al borrar desde fuera las fronteras entre la ficción y la realidad, los convirtieron en su discurso, sin ninguna distancia, declarando así imposible y penalizable la ficción misma. Tan imposible y penalizable que de hecho la intervención policial hizo realidad la denuncia representada en la pieza teatral, en una situación performativa pero inversa a la de Ginés. El actor Ginés quería que se reconociese la verdad de su ficción, ficción protegida por los sensatos y crédulos espectadores; en Madrid han sido los insensatos y creyentes espectadores -junto a la policía y el juez- los que han impuesto a los actores su ficción como verdad.
La incapacidad para distinguir la ficción de la realidad -la literatura de la literalidad- es lo propio de las dictaduras. En uno de los libros de Svetlana Aleksievich, una víctima del gulag cuenta que, entre los condenados, algunos lo estaban por haber contado un chiste sobre Stalin, otros por haber pronunciado el nombre de Stalin e incluso uno por ‘parecerse’ a Stalin. Una persona que se parece a Stalin está usurpando el lugar de Stalin, que es la realidad misma, pero además está convirtiendo en una ficción su poder, en el sentido de que hay por ahí, suelto en el mundo, un personaje Stalin que la voluntad del único y verdadero Stalin no puede dominar. Si el derecho, que es una maravillosa ficción, no es capaz de distinguir entre cosas ‘parecidas’, y considerar su hechura independiente, se estaliniza. Cuando un poder y una sociedad castigan ciertas palabras y se toman literalmente el lenguaje, ocurre que el derecho se suprime a sí mismo como garante de la libertad de expresión y de la libertad de ficción; es decir, como derecho. Esta lógica insana del espectador que no reconoce la autonomía y la distancia de la ficción, que abstrae de todo contexto las acciones y las frases, no puede ser trasladada a la práctica jurídica sin que ésta deje de tener legitimidad y significado. Lo que queremos decir es que, con arreglo a este precipicio de la literalidad, tan delito es exhibir un letrero con un ‘Gora ALKA-ETA’ en el curso de una representación teatral como escribir ‘Gora ALKA-ETA’ en un auto procesal. Si las mismas palabras significan siempre lo mismo, en un teatro y en un parlamento, el propio juez Moreno, mientras redactaba el auto de encarcelamiento de Alfonso y de Raúl, incurría, al igual que ellos, en un delito de enaltecimiento y apología del terrorismo (y no menos, mucho me temo, los que firmamos este artículo).
Tan grave y sin precedentes es este atentado contra la ficción -contra esa diferencia en la que se basa la democracia misma y la supervivencia cultural- que sorprende, escandaliza e inquieta el silencio, salvo valientes excepciones, de nuestros artistas e intelectuales. ¿Nada tienen que decir nuestro escritores liberales? ¿Vargas Llosa, Savater, Felix de Azúa? ¿Nada nuestros dramaturgos, nuestros actores y actrices, nuestros directores de cine? Nos guste o no, ha sido siempre la autoridad de los intelectuales la que ha hecho aceptables o intolerables los atentados contra las libertades; y su denuncia o su silencio también en este caso marcarán un camino en el que las posiciones pivotan en torno a Podemos y el temor a las fuerzas del cambio. Todos defendieron con razón el derecho a la libertad de expresión del Charlie-Hebdo, aunque a veces sus viñetas hayan sido realmente feas y ofensivas (pensemos en la que bromeaba con el asesinato de 700 manifestantes en El Cairo o la reciente que convertía a Aylan, el niño muerto, en un potencial acosador sexual). ¿Es que sólo saben defenderla contra alguien? ¿Cuando favorece a sus alineamientos políticos? ¿Son los mismos que se golpean el pecho escandalizados por Irán, Venezuela o ‘los crímenes del estalinismo’?
Y es que hay que abordar con realismo la cuestión. ¿Por qué están los dos titiriteros en la cárcel? Porque hay un ayuntamiento del cambio en Madrid al que se quiere derribar por cualquier medio, como lo demuestra el hecho, por ejemplo, de que la misma compañía actuara en Granada o en el Madrid del PP sin que ocurriera nada. Pero también porque hay una ley que permite a un mal juez encarcelarlos. Esta ley, en concreto el artículo 578 del Código Penal, ha sido profusa y selectivamente utilizada en el País Vasco para criminalizar toda clase de disidencias y, si sirve para eso y además autoriza ahora a borrar la diferencia entre ficción y realidad y penalizar precisamente a quienes la denuncian desde el teatro, es porque esa ley no funge sólo como arma política contra la voluntad de cambio: es que debe convertirse en uno de los objetos prioritarios del cambio mismo. Tenemos que protestar contra esa ley como protestamos contra los desahucios o contra la corrupción y, si esa ley ha metido injustamente a dos titiriteros en la cárcel, luchar por el cambio obliga a exigir que los pongan inmediatamente en libertad.
Digamos con amargura que hay tres cosas que descorazonan mucho sobre las posibilidades reales de cambio en nuestro país: la complicidad de los medios, la baja formación democrática de los ciudadanos formados por esos medios y la reacción poco valiente del propio Ayuntamiento y de Ahora Madrid.
Los medios hegemónicos tratan a Ahora Madrid como si fuese corresponsable de un delito de ‘apología del terrorismo’. Ahora Madrid se defiende insistiendo en la idea del error y en las características «inadmisibles» de la representación. Unos y otros abundan en la percepción social peligrosísima de que lo que está mal está en la obra y no en el tratamiento que unos y otros le están dando. La pieza era probablemente mala y probablemente inadecuada, pero de su programación sólo es responsable el propio Ayuntamiento. La obra era probablemente mala e inadecuada, pero lo que constituye un gravísimo perjuicio para todos, y no sólo para sus víctimas directas, es que se encarcele a dos titiriteros ‘en el ejercicio de su ficción’ y que unos utilicen el auto contra el proyecto de cambio y otros no sepan valorar la gravedad de lo ocurrido. Ningún país democrático puede permitirse tener en prisión a un titiritero; ningún país democrático se puede permitir tener jueces, políticos y medios que meten en la cárcel a un titiritero, o justifican su encarcelamiento, a fin de criminalizar una opción política apoyada por millones de madrileños y españoles. Frente a esto, Ahora Madrid no debería flaquear. ¿Cómo vamos a transformar las condiciones económicas y sociales y enfrentarnos al Ibex35 si somos incapaces de defender los derechos civiles y las libertades culturales? Ahora Madrid se ha equivocado sin duda programando una obra muy autorreferencial en un momento de máxima vulnerabilidad, pero asumir su responsabilidad en este terreno significa no sólo eximir de toda responsabilidad a los titiriteros sino concentrar todas las fuerzas y todos los discursos públicos en exigir su inmediata liberación. Un verdadero proyecto de cambio, decíamos, no consiste sólo en combatir la corrupción, las privatizaciones o los desahucios; si pasa por alto la defensa de la democracia y sus derechos civiles -y más cuando ese proyecto es el verdadero objetivo de los que los amenazan- se ha perdido ya la batalla. Se nos dice que la discusión sobre la obra sirve para ocultar la buena labor del ayuntamiento en materia de gasto publico, sanidad o deuda. Es cierto. Pero la polémica sobre la obra está ocultando algo igualmente importante y en estos momentos más urgente: está ocultando el hecho de que hay dos inocentes en la cárcel. También hemos votado a Ahora Madrid para que defienda nuestras libertades.
Resumamos. Una obra de títeres que denuncia la criminalización política interesada es objeto inmediato de una criminalización política interesada cuyo destinatario real es el Ayuntamiento de Carmena, el cual, en lugar de solidarizarse con los mensajeros injustamente criminalizados, ahora en la cárcel, intenta descriminalizarse criticando la obra y a los actores, con lo que sólo consigue parecerse a los criminalizadores, y ello de una manera tal que, sin rehabilitarse a los ojos de los que no pararán hasta restablecer el antiguo régimen en el Ayuntamiento, se deslegitiman a los ojos de quienes tenemos que sostenerlos allí. Lo hemos dicho: puede que la obra fuera mala y demagógica (no la hemos visto) y además inadecuada para niños; y si este es el caso habrá que reprochar a los responsables municipales que, en una situación tan delicada, con tantas cosas en juego, hayan sido tan poco cuidadosos y previsores. No había por qué contratarlos y, desde luego, una vez contratados, habría sido bueno advertir que se trataba de una pieza para adultos. Ahora bien, cometido el error y tras ponerse en marcha la operación mediático-judicial, Ahora Madrid tenía que dejar a un lado lo desagradable para centrarse en lo grave: dejar el contenido de la obra a los críticos y tertulianos y afrontar la campaña de desprestigio defendiendo la democracia. O somos también una fuerza de cambio frente a este intolerable atropello contra la libertad de ficción o nos declaramos derrotados en el único espacio real -el de los derechos civiles y culturales- donde somos más fuertes que ellos. Hay dos personas en prisión incondicional (¡prisión incondicional!) por haber exhibido, en el contexto de una ficción teatral, una pancarta tan absurda que, en su misma explicitud, se autodestruye como cuerpo de delito. En los años 80 los autores de este artículo escribimos los guiones de La Bola de Cristal, un programa infantil de la 1ª cadena de TVE en el que la Bruja Avería no dejaba de reivindicar la dinamita, la nitroglicerina y las explosiones nucleares. Al parecer empezamos la segunda transición con menos libertades y menos coraje. No conocemos a los titiriteros encarcelados y no sentimos ninguna admiración por ellos; ni siquiera estoy seguro de que su pieza teatral nos gustara. Pero como autores de los guiones de La Bola, críticos severos de la primera transición y votantes por el cambio, no podemos dejar de expresar nuestra solidaridad con los encarcelados, exigir su inmediata liberación y manifestar nuestra preocupación por esta campaña criminalizadora (y por nuestra escasa capacidad de reacción), campaña de la que la víctima final y verdadera es la sociedad española y sus deseos y oportunidades de transformación.
Santiago Alba Rico es filósofo y columnista y Carlos Fernández Liria es profesor de Filosofía en la UCM.
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