Las elites dominantes colombianas buscan impedir una eventual articulación del pueblo como sujeto político y, ante el declive del uribismo, parecen encontrar un nodo articulador en el “centro”, preocupadas por el resurgimiento de las demandas populares reprimidas por años por la guerra, y expresadas ahora en las protestas sociales y en el fenómeno electoral del centroizquierdista Gustavo Petro en 2018.
Algunos analistas insisten en que se ha producido una coyuntura similar al establecimiento del Frente Nacional, tras la pacificación de Rojas Pinilla (1953-57), mientras el futuro del país, como el de todos, está sujeto a lo que sucede en épocas de pospandemia.
Rojas Pinilla, con diálogos entre conservadores y liberales para calmar los odios y diferencias, fue preparando el camino para lo que se llamaría el Frente Nacional. Primero fue el Pacto de Benidorm (de julio de 1956) donde reconocieron la responsabilidad compartida en la decadencia de la democracia. Luego, en la declaración de Sitges, donde confirman que los dos partidos compartirían el poder en partes iguales durante 16 años y la presidencia se alternaría cada cuatro años entre los dos partidos.
Para las elecciones presidenciales de 2018, el abanderado de muchas de las demandas populares fue Gustavo Petro, y no fue como corolario de una estrategia consciente. sino por el hecho de que, ante la coalición del Polo Democrático con Sergio Fajardo y su fórmula, Claudia López, que se reclamaron como el centro, no hubo otra opción que las representara, señala el politólogo Edwin Cruz.
El bipartidismo fusionado en la última etapa desde el año 2002 ha tratado de ser el centro en el ejercicio de cuatro gobiernos, pero realmente fue el soporte en 16 años de dos hombres al mando del Estado; Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos y su descafeinada Tercera Vía seudo socialdemócrata. En el mandato santista, el uribismo pasó a ser la derecha desnudada, teniendo que crear un partido nuevo, el Centro Democrático, para ejercer la oposición.
Desde 2010 y hasta el 2018, el centro-centro lo materializó el Partido Verde que perdió la Presidencia dos veces ante Santos por la incapacidad de sus candidatos (Antanas Mockus y Enrique Peñalosa) para dar el debate y enfrentar la propaganda sucia del bipartidismo uribista-santista.
La izquierda fue en esos 16 años la guerrilla, una oposición extraparlamentaria, hasta que se logró la paz parcial con una de ellas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que dejaron las armas y entraron al Congreso. Pero el Ejército de Liberación Nacional continúa en esa línea, en medio de un proceso de paz boicoteado y confuso.
Desde hace muchos años, el partido Liberal ha renunciado a ser una coalición de matices de izquierda, cuando el expresidente César Gaviria, quien también supo ser secretario general de la OEA, se apoderó del aparato del partido en extinción.
Petro, coartífice de la Constitución, legislador y gobernante de Bogotá, aparece como un líder pertinaz y coherente con su trayectoria de izquierda desde la guerrilla del M-19, pasando por una desmovilización que lo llevó a la Asamblea Constituyente, luego a la política electoral con la Alianza Democrática (AD- M-19), posteriormente al Polo Democrático y a varios intentos con el progresismo, hasta formar Colombia Humana, ¿la izquierda moderada?, ¿la izquierda posible?
El bipartidismo hegemónico disminuye a la izquierda combatiéndola o macartizándola, y crea el imaginario colectivo advero para los de centroizquierda, al sindicarlos como de izquierda radical. Los medios hacen su parte, acusándolos de chavistas, comunistas, guerrilleros.
Esta es la forma moderna, de las guerras de cuarta y quinta generación, para aniquilar a la izquiera. En otras etapas la forma de terminar con la izquierda fue con la eliminación del líder, con la sicarización de los directorios políticos, o evitando la oposición creando formas de connivencia parecidas a la del Frente Nacional.
La derecha –y sus pertinaces medios de comunicación e información- hicieron renacer la difusión del odio, llevando a la polarización. Los centristas son confusos porque no se definen y los conduce a ser reformistas light para poder demostrar acciones. Volátil, cambiante, camaleónico y situacionista, el centrismo cambia de posición para no hundirse.
No tienen definiciones –más allá de los remanidos discursos- sobre las cosas que no funcionan en Colombia, la justicia, la salud, la educación, la corrupción desbordada, los atentados permanentes al medio ambiente (minería ilegal, páramos, ríos, humedales, ecosistemas sin protección, la biodiversidad destruida, etc.); una fuerza pública desarticulada, la inseguridad en las ciudades, y la pérdida constante de soberanía.
Si bien al inicio de la campaña de 2018 Fajardo y López marcaron sus diferencias con el urubismo, centrados en las denuncias de corrupción pero no en las políticas, poco a poco se dedicaron sólo a combatir a Petro y su Colombia Humana. Sus estrategas supusieron que allí estaban los votos en disputa para posibilitar a que Fajardo llegara a una segunda vuelta ante Duque. O quizá en esa estrategia encontraron los fondos para la campaña electoral.
Una de las tácticas de campaña comunicacional del centro consistió en hacer equivalente a Petro con la derecha uribista de Iván Duque: ambos representaban los males de la “polarización”, que no solo impedía avanzar al país sino que amenazaba con destruirlo. Es más o menos el mismo discurso de los últimos 60 años
No escatimaron esfuerzos en sumarse a la etiqueta de “castrochavismo” que el uribismo le puso a Petro y tampoco en la lucha por impedir la “polarización”, dejando en el camino todas aquellas promesas de tomar las banderas de la agenda política de las demandas sociales, aplazadas durante décadas por la guerra y olvidados y traicionados los compromisos del gobierno en el Acuerdo de Paz con las FARC.
En lugar de que la estrategia de la polarización atrajera votos de Colombia Humana hacia el centro, fue empujando a sus electores hacia el uribismo, experto en mano dura.
O sea, fueron chivos útiles al uribismo y a las elites, en el compromiso de no tocar mediante potenciales reformas los privilegios de las clases dominantes., y cómplices de la reedición de la doctrina del “enemigo interno” que ha devenido en el asesinato impune de más de un millar de dirigentes sociales, campesinos, indígenas y desmovilizados.
La construcción de una identidad política de centro pareció truncada, ya que en el cascarón sólo quedó el antagonismo con Petro. En 2019, las elecciones regionales mostraron un renacer del centro, con la ayuda del Polo Democrático, cerrándole la puerta a una posibilidad de una coalición de centroizquierda.
Tampoco Colombia Humana ha podido, crearse una identidad como colectivo y organización política, que trascendiera el carácter de plataforma electoral de Petro, a pesar de haber trabajado en un completo y alternativo programa de gobierno.
El funcionamiento basado en personalidades y no en una nueva forma organizativa, no le permitió hacer frente a la campaña por la Alcaldía de Bogotá y terminó más fragmentada que al comienzo, comprometiendo así la posibilidad de articular una alternativa popular para las elecciones de 2022.
La victoria en Bogotá tuvo consecuencias insospechadas: el centro, en cabeza de la alcaldesa Claudia López. El apoyo irrestricto e interesado de los grandes medios de comunicación, se ha proyectado como el potencial nodo articulador de un bloque hegemónico favorable a los intereses de las clases dominantes tras el lento declive del uribismo.
López se impuso a dos candidatos de la oligarquía (Carlos Fernando Galán y Miguel Uribe Turbay) pero no propuso un proyecto alternativo de ciudad. La retórica de centro, basada en el rechazo a la “polarización” se ofreció como una estrategia “apolítica” de hacer política enfatizando en los aspectos técnicos y de gestión sin tocar el modelo de ciudad neoliberal que se ha impuesto en las últimas décadas.
La posición de centro le permitió a López capitalizar el respaldo de una parte importante de la clase dominante. Para estos sectores, que manejan directa o indirectamente los grandes negocios en Bogotá, el liderazgo de López es fundamental porque les permite desarrollar sus negocios, su agenda y salvaguardar sus intereses. Al igual que cualquiera de los candidatos tradicionales.
A las elites, un gobernante de “centro” brinda una mayor gobernabilidad al haber cooptado y dividido parte de la izquierda y a los llamados sectores alternativos, es decir, a sus potenciales críticos. Obviamente, los distintos sectores que apoyaron a López han recibido su compensación en cargos y contratos, una estrategia característica del Frente Nacional de hace seis décadas para desactivar el descontento y el debate ideológico.
Los medios hegemónicos y los sectores cooptados han obviado cualquier crítica a la represión policial ordenada por la alcaldesa López. Pero la crisis ha sido el escenario para confirmar a Claudia López como la líder del centro, incluso llegando a postularla como eventual candidata presidencial.
Frente a un presidente que ha aprovechado la coyuntura para beneficiar hasta el descaro los grandes capitales financieros y privilegiado los intereses de los ricos, se ha erigido en una aparente –pero falsa- alternativa. Las políticas de la alcaldesa, en medio de la emergencia no se alejan del enfoque neoliberal del gobierno nacional.
Aniquilamiento de la izquierda
A la izquierda armada nunca le fue bien en sus acuerdos de paz con el establecimiento. En 1985 se fundó la Unión Patriótica (UP), como parte de una propuesta de paz de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) a varios grupos a través de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar y al Estado colombiano, para pactar una tregua que permitiera la participación política de los combatientes en un nuevo partido.
La violencia contra la Unión Patriótica por parte de grupos paramilitares, narcotraficantes y fuerzas de seguridad del Estado dejó, por lo menos, 4.153 personas asesinadas, secuestradas o desaparecidas, entre ellos los candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo, cinco congresistas en ejercicio, 11 diputados, 109 concejales, ocho alcaldes y miles de militantes.
La Fiscalía General declaró a estos asesinatos como crímenes de lesa humanidad, por se parte de un plan de los sectores políticos tradicionales, agentes de seguridad, narcotraficantes y paramilitares, para impedir el ascenso de los movimientos de izquierda en la política colombiana. El plan de aniquilamiento, señalan algunos analistas, fue asesorado por Washington y asesorado por expertos israelíes.
A tres años y medio del inicio del proceso de implementación del Acuerdo de Paz suscrito en 2016 entre la guerrilla de las FARC con el gobierno, parece consumada la perfidia y el incumplimiento por parte del Estado de un pacto para zanjar o regular por la vía pacífica asuntos que explican el origen y la persistencia de la rebelión armada: la cuestión agraria, la exclusión política, las drogas ilícitas o la materialización de los derechos de las víctimas del conflicto,
Inmediatamente afloraron las resistencias sistémicas que dejaron en claro que para el establishment la finalidad era la de lograr el desarme de la mayor guerrilla de la región y restringir el marco de actuación de la nueva fuerza política, desvirtuando el sentido histórico del alzamiento armado, y pretendiendo su disciplinamiento como otra organización más del variopinto paisaje político.
Desde la firma del acuerdo, más de dos centenares de exguerrilleros fueron asesinados por fuerzas de seguridad y paramilitares, como si volviera a repetirse la historia de.1985. Súmele a esta cifra los centenares de líderes sociales, campesinos, afrodescendientes e indígenas, y defensores de los derechos humanos asesinados: 130 solo durante el mandato de Duque en 112 municipios del país. El punto álgido se registró en 2003 con 1.912 homicidios.
Sumidos a los intereses geopolíticos y económicos de Estados Unidos, el cálculo político del gobierno de Iván Duque y del uribismo reside en desvalorizar del Acuerdo de paz para mostrarlo como un hecho sin mayor trascendencia o impacto significativo. Para ellos, implementar el acuerdo sería fortalecer el proyecto “castrochavista” para la región y la persistencia de la violencia política demostraría la inutilidad del mismo.
¿Hacia una nueva hegemonía?
Al menos potencialmente, el fenómeno Petro en 2018 parece haber sido un llamado de atención: las demandas reprimidas de los sectores sociales excluídos que están en el origen de la violencia cíclica podrían articularse políticamente. Fue un llamado de atención para las clases dominantes, que no dudaron en rodear al candidato presidencial del uribismo.
Pero ante su declive no dudarán en apoyar cualquier otra alternativa, obviamente diferente a lo que representó Petro. Igual sude para los sectores “alternativos” y para una parte de la izquierda renuente a emprender transformaciones políticas de algún calado, ya no digamos estructurales, que producirán “polarización”, o recelos del caudillismo y del personalismo que perciben –y difunden- en Petro.
El triunfo de Claudia López en Bogotá ha empezado a dotar la identidad política de “centro” de un contenido positivo, más allá del antipetrismo que definió sus fronteras discursivas en la campaña electoral de 2018. Por su parte, Petro continúa siendo la figura de la izquierda con mayor capital político, pero no con el suficiente para imponerse como alternativa. Así pues, pareciera existir una relación de suma cero entre la apuesta del centro y la de los sectores representados por Petro.
A menos de que éstos se vuelquen a movilizar la población tradicionalmente apática y abstencionista por distintas razones, se empeñen en construir un sujeto político popular, lo que haría necesaria la consolidación de una apuesta organizativa como Colombia Humana, tendrá que disputar con el centro una franja de apoyos y bases sociales con miras a los comicios de 2022.
El verso tiene patas cortas. Paradójicamente, los críticos del caudillismo de Petro no han tenido otra alternativa que construir otro liderazgo personalista para hacerle contrapeso: Claudia López se presenta hoy como la líder del centro, incluso relegando personalidades como Sergio Fajardo.
El problema radicará en resolver si el capital político acumulado por López es finalmente transferible hacia una identidad colectiva, el centro, o si es personal e intransferible. En éste último caso, no habría que descartar que López opte por un curso de acción igual al de uno de sus mentores, Antanas Mockus, quien renunció en 1997 a la Alcaldía para presentarse a las elecciones presidenciales… y perder.
Pero sea cual sea la opción del centro, tendría en su favor el interés de las clases dominantes de refrenar la tan mentada polarización: las demandas sociales que emergieron tras el Acuerdo de Paz, para alcanzar una paz minimalista que deje intactos sus privilegios, y que tiene –aparentemente- en la gestión de López en Bogotá una experiencia para replicar a nivel nacional.
De todas formas, Petro, desde abajo, sin partido y sin estructuras, aparece como la opción de los desencantados, ante la corrupción multiforme y multidimensional en las instituciones del Estado y la sensación –más cerca de la realidad- de la paz herida y traicionada.
Pero, ¿es Petro la izquierda? ¿Tiene un proyecto de trabajo conjunto con los movimientos sociales, campesinos, indígenas, que son los que siguen poniendo los muertos en la represión selectiva que han maquinando las elites, el gobierno ultraderechista de Iván Duque y los grupos paramilitares que siguen actuando en el país?
Aram Aharonian, Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la) y susrysurtv.