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El cielo de arena

Fuentes: La Jornada

Derivar de las latitudes climáticas y de los paisajes naturales los significados de ese belicoso -y misterioso- término que la antropología moderna llamó «carácter de los pueblos» fue una de las notables obsesiones circulares que distinguieron al pensamiento occidental desde la aparición de la Historia Natural de la Religión, de David Hume, en el año […]

Derivar de las latitudes climáticas y de los paisajes naturales los significados de ese belicoso -y misterioso- término que la antropología moderna llamó «carácter de los pueblos» fue una de las notables obsesiones circulares que distinguieron al pensamiento occidental desde la aparición de la Historia Natural de la Religión, de David Hume, en el año 1757, hasta el ocaso del naturalismo a principios del siglo XX. En esta geografía de colores y atributos ocasionales las sociedades se dividían en marítimas y desérticas; en aquellas que pertenecían a los bosques o a los montes, a las planicies o a los ríos. En 1769 Ben Johannsen agregó la temperatura a este mosaico y propuso la existencia de cuatro culturas: gélida, fría, templada y tropical. Inexplicablemente, él, que era sueco, se creyó un templado. Años después el viajero Peter Stancey sumó el pluviómetro a esta escatología. Desde entonces existen «naciones secas, húmedas y mojadas». Hoy toda la conciencia -o la inocencia- naturalista aparece como un relato fantástico, incluso humorístico, pero también como la suspicacia de una «filosofía» que alguna vez sirvió para apuntalar la idea de que, incluso el clima y la naturaleza, se habían aliado a Occidente en su marcha ascendente hacia la cúspide de la modernidad.

No hay duda de que la diversidad de los órdenes naturales fue alguna vez esencial para explicar la diversidad de las sociedades humanas. Pero más que la naturaleza en sí, lo que ha definido esta relación es acaso la percepción de la naturaleza: la forma en que mar, tierra, desierto, bosque, catástrofe, fertilidad, noche, viento… han ingresado en las disímbolas cosmovisiones que componen una experiencia.

A mediados del siglo XIX Juan Donoso Cortés (1809-1853), teólogo español, geógrafo, jurista y escritor derivó de esta idea una teoría que merecería más de un comentario.

Cortés, que entregó su vida a la refutación del protestantismo, definió al catolicismo como una «religión de la tierra», de la devoción por la tierra; una cultura donde «el hombre y la naturaleza están tan íntimamente asociados, que resultan una unidad en sí, inexplicables el uno sin la otra».

En cambio, la cultura protestante, una «religión del mar y el viento», habría promovido una «visión basada en la escisión entre el ser humano y el orden natural», una confrontación entre ambos, que radicalizó los móviles del «desarraigo» y «simuló un sentimiento de superioridad sobre la naturaleza».

Donoso Cortés quiso explicar así por qué las sociedades protestantes de Europa (Alemania, Holanda, Suecia, Inglaterra, etcétera) produjeron más emigrantes a Estados Unidos que los países mediterráneos y católicos. La teoría, bastante imaginativa por cierto, adolece de cierto esquematismo.

Si Cortés hubiera vivido 30 años más podría haber presenciado la emigración masiva que se produjo en una de las tradiciones católicas más antiguas de Europa: Italia. Tampoco habría entendido la operación de Darwin, que acabó por naturalizar al hombre más que ningún otro fervor por la tierra.

Sin embargo, habría que detenerse a reflexionar en los efectos que puede tener una emigración súbita de una parte sustancial de la población -como sucedió en México desde los años 70- en culturas con visiones de arraigo tan distintas como las que sustentan a la tradiciones católica y protestante.

El catolicismo es, en rigor, una religión de antiguo régimen. Es una tesis de los propios teólogos católicos. La sede de su revelación se halla acaso, como sugirió Donoso Cortés, en el corpus que une a una «cultura de la tierra» con sus instituciones afectivas. Sin Iglesia no hay devoción. Y la Iglesia es terráquea. Por otro lado, el protestantismo desplazó esta sede a la interioridad del individuo, a un diálogo solitario entre Dios y una conciencia lectora (de la Biblia).

No importa el lugar donde se encuentre el individuo porque su encuentro con lo sagrado se halla en el individuo mismo. Supongamos que en este sentido Cortés tiene algo de razón. Que no hay nada más triste para una comunidad católica que ver a sus miembros separados de su corpus, alejados de ella por los vientos inexplicables de la economía, el mercado y la demografía. (Se sabe que los irlandeses protestantes del siglo XVIII que emigraron a Estados Unidos padecieron calamidades indescriptibles.)

Todo desarraigo impuesto redunda en una conmoción. ¿Pero cómo se elabora esa conmoción? Tal vez no hemos percibido la gigantesca afectación que ha padecido la población mexicana que se ha lanzado a la diáspora, ni el duelo irreparable, si Donoso tiene razón, que han dejado atrás.

Digo diáspora porque no sólo se trata de un viaje sin retorno, sino de un futuro que pende del fantasma de un origen. Probablemente el mayor evento social o sociológico que conmovió al México de finales del siglo XX fue este viaje sin retorno. No lo expresan los números, ni las estadísticas, ni los golpes de pecho por aquellos que se van. Está en los rostros de una sociedad que está terriblemente triste y no sabe cómo remediarlo.