Siempre que un revolucionario cae en combate se formulan, como es de esperar, dos posicionamientos diametralmente opuestos. Están lo que, como es el caso del gobierno fascista colombiano, su ejército, su burguesía, y sus protectores y proveedores de logística y armamento (bases militares de EEUU incluidas), festejan soezmente y vitorean a la muerte. Como ya […]
Siempre que un revolucionario cae en combate se formulan, como es de esperar, dos posicionamientos diametralmente opuestos. Están lo que, como es el caso del gobierno fascista colombiano, su ejército, su burguesía, y sus protectores y proveedores de logística y armamento (bases militares de EEUU incluidas), festejan soezmente y vitorean a la muerte. Como ya ocurriera con el Che, ahora se vuelven a exhibir cadáveres, a dejar fotografiarlos (por reporteros tan obscenos como ellos), a firmar columnas «de opinión», en las que piden más y más sangre, a generar adhesiones de mandatarios de la extrema derecha latinoamericana y europea, que se suman así al aquelarre y complacen con este festival sanguinoliento, los deseos de «paz» de sus respectivas oligarquías. Una «paz» que todos ellos necesitan para seguir acumulando riquezas y continuar machacando hasta lo indecible a millones de hambrientos de sus respectivos países.
En el caso del Comandante Jorge Briceño, al que todo el mundo conoce como «Mono Jojoy», se vuelve a repetir esta situación, con el agravante de que hasta ha quedado entre paréntesis la posibilidad de que los insurgentes atacados y asesinados hayan podido caer «combatiendo» en el sentido literal de la palabra. Y decimos esto porque el enemigo que se enfrentan las FARC y el ELN, que es el mismo que soportan iraquíes, afganos, palestinos y otros rebeldes de este planeta, es un enemigo cobarde, rastrero, miserable, y sobre todo, bestial. Para «resolver» este tipo de confrontaciones, no apela al cuerpo a cuerpo como en antiguas y épicas batallas. Ahora, este enemigo emplea toda la tecnología militar que le suministran sus protectores de Washington, y en este caso puntual, el ejército de Santos utilizó en su operación «Sodoma», nada menos que 30 aviones y cerca de 27 helicópteros artillados que bombardearon, ametrallaron, y masacraron todo lo que encontraron a su paso, sean seres vivos, o la propia naturaleza que los protegía, allá en aquella distante zona del Meta, en La Macarena. Si después de tan descomunal y sorpresivo ataque alguien tuvo la suerte de no morir, no tardó en hacerlo debido al tiro de gracia que le dispararon los cobardes uniformados del cuerpo de infantería.
Cabe imaginarse el cuadro de horror que se produjo en esa instancia, observando algunas de las fotos que sobre la destrucción del campamento fariano se han distribuido desde el lado del atacante. Son escenas muy parecidas a lo que ocurriera en el ataque impune al campamento del comandante Raúl Reyes, o esta misma semana en la incursion aérea contra un núcleo combatiente de las FARC en la zona del Putumayo.
El imperio se regodea hoy anunciando que «las FARC están derrotadas» y que lo único que les queda es rendirse, entregar las armas y, de rodillas aceptar el castigo que se merecen por haber desafiado al poder establecido.
Es precisamente en este punto en que no coincidimos con Juan Manuel Santos, presidente de Colombia por la gracia de Obama y todo su tinglado del Pentágono imperial armamentista. Las FARC y el ELN no se lanzaron al monte hace medio siglo por puro gusto, sino porque la situación que vivía el pueblo colombiano en esos años, era de total pauperización y miseria estructural. Como bien recuerdan escritos del Comandante Marulanda: «cuando decidimos alzarnos en armas, lo que más nos justificaba a hacerlo era ver a los hijos del campesinado morirse por montones por culpa del hambre, mientras sus padres sufrían la impotencia y el dolor de no poder evitarlo».
¿Alguien cree que esta situación de pobreza y exclusión no sigue provocando estragos en la Colombia actual? ¿Alguien piensa que la explosiva situación social que genera continuas huelgas obreras y estudiantiles, marchas o mingas indígenas y protestas de todo tipo a lo ancho y largo del territorio colombiano, son un invento de la insurgencia, o simplemente la realidad de un país en el que diez familias se apoderan del 90 % de lo que produce el grueso de la población? Pero además, ¿alguien supone que una insurgencia como la que se desarrolla en Colombia desde hace cinco décadas, podría haber subsistido si amplios sectores de ese pueblo (obreros, estudiantes, campesinos) no le sirvieran de semillero para seguir generando respuestas dignas a tanto odio y muerte desplegado por los respectivos gobiernos liberales y conservadores?
Se equivocan Santos y sus secuaces cuando creen que la dolorosa muerte del Comandante Briceño y de sus compañeras y compañeros asesinados va a paralizar la lucha de la insurgencia. Cuando se trata de países arrasados por la destrucción que provoca el capitalismo, la muerte de revolucionarios claro que causa tristeza. Se aprietan los dientes por la rabia que produce el hecho de que los mejores hijos del pueblo tengan que pagar con sus vidas sus ansias de libertad, pero enseguida surge la digna respuesta de continuar la pelea en que se empeñaron sus antecesores.
También se equivocan, quienes desde posiciones rebeldes más moderadas, exigen a los que pelean, que abandonen ese camino y se integren a la «política» para no dar más excusas al imperialismo en su accionar destructor. Sólo basta recordar cuántos miles de muertos le costó a la insugencia colombiana el tomar ese camino desde las filas de la Unión Patriótica, participar en elecciones, obtener excelentes resultados y luego contemplar con impotencia como el gobierno de turno amparaba al paramilitarismo para asesinar a los militantes electos. Proponer estas alternativas, sin que los problemas estructurales de la realidad colombiana se hayan resuelto, con un ejército y un paramilitarismo en plena ebullición, con nueve bases norteamericanas y miles de asesores y tropa de combate desplegadas por todo el territorio, es francamente una convocatoria al suicidio. Salvo que lo que se esté buscando sea precisamente eso, en aras de potenciar un discurso tan políticamente correcto como ineficaz en lo estratégico. El imperialismo no distingue entre moderados, progresistas y revolucionarios a la hora del aniquilamiento para imponer sus objetivos de dominación.
El Comandante Jorge Briceño nació de madre y padre guerrilleros, vivió prácticamente toda su vida alzado en armas, y en ese andar, se emparentó con Marulanda, con Jacobo Arenas, con Alfonso Cano, con Simón Trinidad, con Sonia, con Raúl Reyes, y al igual que Camilo Torres, el Cura Manuel Pérez, el Comandante Gabino y otros insurgentes como ellos, abandonaron todas las comodidades que da la vida «normal», precisamente para que millones de pobres de toda pobreza puedan alcanzar alguna vez la normalidad de tener comida, techo y tierra para ellos y su descendencia.
Ni Briceño, ni Lucero Palmera, ni los que están enterrados en vida en las cárceles tumba colombianas o en las mazmorras yanquis a las que fueron extraditados, son terroristas, ni seres demoníacos o malévolos (cómo gustan tipificarlos los medios enganchados a la represion), son patriotas latinoamericanos que algún día serán homenajeados como corresponde. Como lo fueron otros tan «terroristas» como ellos, llamados Tupac Amaru, Bartolina Sisa, Manuela Sáenz, Martí, Bolívar, Sandino, Mandela, Farabundo Martí, Sendic, Ernesto Guevara, Camilo Cienfuegos, Inti Peredo, Filiberto Ojeda, Miguel Enríquez… En ese momento, quizás no tan lejano, sus ejemplos de entrega y sacrificio, estarán por encima de toda la ponzoña vertida contra ellos por quienes practican hoy el Terrorismo de Estado o masacran a nuestros pueblos.
Por último, sólo basta desear que voces ejemplares como las de la senadora Piedad Córdoba, mujer íntegra y valiente, sea escuchada. Ella, apelando a toda lógica, sabe que la única solución a un conflicto politico y armado es la negociación entre las partes. Sabe también que la insurgencia no es el problema, ya lo demostró en el Caguán. El escollo son los halcones de la muerte. Mientras su doctrina siga siendo «la solución militar», que no nos quepan dudas: seguirá habiendo lucha.
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