Formar parte de iniciativas agroecológicas como grupos de consumo autogestionados y huertos comunitarios induce cambios en los modos de vida, los patrones de consumo y la dieta. Quienes entran a participar, lo hacen siendo conscientes, al menos parcialmente, de los problemas sociales y ambientales asociados a los sistemas de alimentación global. Implicarse en proyectos de […]
Formar parte de iniciativas agroecológicas como grupos de consumo autogestionados y huertos comunitarios induce cambios en los modos de vida, los patrones de consumo y la dieta. Quienes entran a participar, lo hacen siendo conscientes, al menos parcialmente, de los problemas sociales y ambientales asociados a los sistemas de alimentación global. Implicarse en proyectos de alterconsumismo y huertos comunitarios refuerza esa conciencia, la amplía a otros campos y les permite sentirse partícipes de la construcción de alternativas desde lo colectivo.
La alimentación se está convirtiendo en un potente vector de transformación social. O eso parece desprenderse del contenido de un creciente número de publicaciones y declaraciones que ensalzan el potencial de las redes alimentarias alternativas y de la agricultura urbana para conseguir ciudades y territorios más resilientes y que anuncian a su vez la configuración de una nueva geografía urbana y rural en torno a sistemas agroalimentarios emergentes. Como dice Mamen Cuéllar, «Se trata de una suerte de nuevo activismo desde la cotidianidad que participa en la construcción de una hegemonía alternativa».
Se suele escuchar que involucrarse en estas iniciativas induce cambios en la dieta y hace que adoptemos estilos de vida y hábitos de consumo menos insostenibles. Es una afirmación basada sobre todo en percepciones personales, sin que por el momento haya suficientes datos y estudios que la corroboren. Hacer visible esa correlación, sustentándola con datos, reforzaría los argumentos de los movimientos sociales, que reclaman apoyo para este tipo de iniciativas y que intentan introducir la agroecología y la soberanía alimentaria en la agenda política.
Buscando respuestas
Formar parte de un proyecto agroecológico o de un grupo de consumo, ¿influye en el estilo de vida?
Con esa inquietud en la cabeza, desde Surcos Urbanos realizamos un estudio en 2015 para descubrir si formar parte de un proyecto agroecológico o de un grupo de consumo influye en el estilo de vida. Se confeccionó un cuestionario con preguntas sobre dieta y hábitos de consumo (ingesta de carne, productos de temporada y compra en tiendas de barrio), participación en actividades (creación o refuerzo de lazos comunitarios) y voluntad de reducir la desigualdad (atención prestada a las condiciones laborales de quienes cultivan y producen).
El cuestionario fue enviado por correo electrónico a redes y grupos organizados. Nos centramos en tres tipos de proyectos:
• Cooperativas integrales que abarcan producción, distribución y consumo, y son iniciativas de agricultura apoyada por la comunidad. La autogestión es un tema clave y normalmente adoptan estructuras horizontales y asamblearias. Tanto las decisiones como los problemas y los riesgos se comparten entre todas.
• Grupos de consumo , autogestionados según principios de solidaridad social y sostenibilidad ambiental, sin ánimo de lucro y no comerciales. Se organizan para comprar directamente. Aunque algunos de sus participantes lo sean por puro pragmatismo, para conseguir productos ecológicos a mejores precios, lo normal es que entre sus motivaciones figure el apoyo a productores y productoras.
• Huertos comunitarios gestionados colectivamente. En la mayoría de los casos se trata de iniciativas generadas por grupos de base en solares o espacios abandonados de la ciudad. La producción de alimentos es relativamente escasa y de autoconsumo, pero son espacios de aprendizaje y socialización.
Durante dos meses se mantuvo el cuestionario abierto y recibimos más de 250 respuestas de todo el Estado, un 54 % desde el área metropolitana de Madrid. La mitad de las respuestas (53 %) corresponde a personas implicadas en grupos de consumo, un 12 % en huertos comunitarios o cooperativas integrales y el 34 % participan en ambos tipos de proyectos. La mayoría (43 %) llevan entre 1 y 3 años en el proyecto y un 36 % entre 3 y 10 años, mientras que en torno al 10 % llevan menos de 1 año o más de 10 años.
Reducir la huella ecológica de la alimentación
Los resultados son contundentes: participar en una de estas iniciativas de alterconsumismo o de huertos induce cambios en los hábitos de compra de alimentos; el 84 % de los participantes han aumentado su consumo de productos de temporada y un 60 % compra más en tiendas de barrio. También se ve un efecto claro en la dieta: el 15 % ya eran vegetarianos, pero otro 60 % indica que participar en estas iniciativas les ha llevado a reducir su ingesta de carne (y con ello reducen la presión sobre los recursos naturales, suelo, agua, etc.). Especialmente quienes se abastecen a partir del sistema de cestas fijas (sin pedidos individualizados) acaban comiendo más verduras y más diversas, con «variedades hortícolas que desconocíamos o no comprábamos por desconocer su forma de preparación». También es una vía de educación para «salirnos del berenjena-tomate-pimiento-calabacín 365 días al año. Eso no es sostenible desde luego, aunque lleve la etiqueta «eco», «integrado», «biodinámico», etc.».
El propio funcionamiento de los grupos permite reducir notablemente el empleo de envases y la generación de residuos. Y eso se traslada a otras compras «intentando evitar productos con envasado excesivo y plásticos».
Hay otros aspectos, como las pautas de movilidad, que son más complicados de cambiar: solo un 29 % ha reducido su uso del coche privado. Si se suma esta cifra al 20 % que nunca lo usaba ya antes de unirse al proyecto, el cuadro resulta más optimista.
Ampliar la toma de conciencia
Varias respuestas, todas procedentes de personas de cooperativas integrales, expresamente se refieren a ellas como oportunidades para «construir conscientemente espacios de relación e intercambio al margen de las reglas del mercado». De una manera más general, sirven para ampliar la toma de conciencia sobre los problemas de desigualdad que acarrea el sistema alimentario globalizado: el 68 % dice que desde que forman parte de uno de estos colectivos de alimentación alternativa o de un huerto, tiene en cuenta las condiciones laborales de quienes producen los alimentos (otro 26 % ya lo tenía en cuenta antes).
De las respuestas se desprende que participar en estas iniciativas ha cambiado la actitud hacia la comida y quienes la cultivan: «Valoro mucho más lo que como, aprovecho mejor la comida, sé lo que cuesta que la tierra te dé alimento», «Utilizo mejor la comida, ahora no hay desperdicio en casa» y aprecian «compartir y colaborar con los productores de la zona, poniéndolos en valor».
Aprendizaje y refuerzo en colectivo
Se puede hacer un recorrido de los cambios que se generan, desde la escala de barrio hasta el ámbito más interior de la satisfacción personal. De acuerdo con el estudio, este tipo de iniciativas refuerza «la sensación de pertenencia» y las redes comunitarias de barrio… o del territorio: «Nos ha hecho implicarnos y empatizar con muchísimos proyectos que están generándose en la isla». Es probable que quienes responden a la encuesta sean precisamente las personas más comprometidas y activas; tal vez eso ayude a explicar que prácticamente todas las respuestas hablan en positivo con relación a la vida de barrio: el 59 % participa más en actividades locales y otro 39 % ya era muy activo antes de incorporarse al proyecto.
Formar parte de un grupo es un método de aprendizaje y reflexión en comunidad. Si algo destaca sobre todo lo demás, es el componente colectivo de las iniciativas, algo que aprecian especialmente y que les permite sentirse «parte de una construcción y transformación social». El espacio colectivo «refuerza el compromiso político y ecologista que ya tenía» y compartir experiencias facilita que esa conciencia alterconsumista se haya «extendido a otros campos de nuestra vida como cuestiones relacionadas con la ropa o los juguetes».
Y no menos importante, son múltiples las respuestas que destacan el efecto sobre el bienestar interior: «Nos ha aportado también más felicidad, más risas, más enriquecimiento personal, ir más tranquilos» y dicen vivir más felices por sentirse «partícipes de un cambio», por «el compartir personal y un acompañamiento humano y cercano». Como sintetiza uno de los participantes: «Quizá no sea revolucionario, o no vaya a cambiar el mundo, pero entre tanto participar en colectivo de un grupo de consumo responsable nos une, nos forma, teje red social y nos da momentos de felicidad».
¿Ir más allá de «los de siempre»?
Asomarse a una asamblea de cooperativa o a un día de reparto deja ver, dentro de la diversidad, que sus participantes comparten rasgos reconocibles (lenguaje, actitud e incluso estética), pero ¿qué dicen los datos?, ¿se puede identificar un «actor sociopolítico» detrás de estos proyectos? Desde un punto de vista meramente cuantitativo, y de acuerdo con las respuestas, son proyectos apoyados por las clases medias con alto nivel educativo (más del 80 % tienen estudios universitarios). Aunque las condiciones laborales son cada vez más precarias, todavía un porcentaje nada desdeñable (45 %) tiene trabajo estable.
Son mayoría las respuestas de mujeres (65 %). Teniendo en cuenta que (sorprendentemente) apenas hay hogares unipersonales, parece que ellas son más proclives a sumarse a estas iniciativas o tal vez persista un sesgo por género y todavía son mujeres quienes llevan la carga de los cuidados en el hogar, incluso en entornos «alternativos».
Más allá de estos datos, parece que con carácter general, a estas iniciativas «se apuntan personas ya sensibilizadas con los temas de consumo y ecología». Aunque luego los intereses puedan ampliarse, la concienciación previa es esencial: «Mi consumo no es más responsable por hacerme de un grupo de consumo, he buscado y encontrado un grupo de consumo por querer mantener un consumo responsable».
Sus participantes añaden a la concienciación una notable dosis de compromiso, ya que formar parte de estos proyectos, que tienen un componente importante de autogestión, exige una dedicación considerable de energía y tiempo, pues parte del trabajo es asumido entre todas (sobre todo tareas de distribución y organización). Como se ha visto, sin duda es enriquecedor compartir tareas y tiempo «con otros vecinos y amigos permitiendo una mayor socialización e integración en el barrio». Pero el balance entre esfuerzo, trabajo, dedicación, precio y cantidad de comida obtenida no siempre está claro y hace que algunos proyectos sean en la práctica ejercicios de activismo político solo asumibles por personas muy motivadas. Incluso con un nivel alto de concienciación, a veces se hace inviable la participación «me acabó resultando insostenible en lo personal y en lo familiar, por falta de tiempo para asistir como los demás y aprovechar plenamente los productos, etc.»
Es decir, por sus características (nivel de compromiso, dedicación, horarios limitados de reparto, etc.) son opciones para una minoría, difícilmente extrapolables a toda la población. Eso hace que, aunque casi todos los proyectos y redes alimentarias alternativas hayan emergido desde los movimientos sociales, se escuchen cada vez más voces que plantean la necesidad de que los gobiernos locales reaccionen y las promuevan, para lograr un mayor impacto. Una demanda que no se libra de las críticas, pues también se acusa a las redes alimentarias alternativas de ser objeto de interés de las clases medias y medias-altas. Más allá de esa crítica, queda en el aire la duda de cómo sería posible promoverlas y favorecer una transición agroecológica de los sistemas alimentarios sin perder el carácter holístico en que la alimentación es parte de un proceso de transformación integral, algo que sí consiguen estas alternativas alterconsumistas, cuando son experiencias desde lo colectivo que van más allá de «comer ecológico»
Nota: La autora agradece su apoyo a quienes generosamente respondieron a la encuesta, y muy especialmente a quienes se hicieron eco y difundieron el llamamiento en sus colectivos y territorios. Solo podemos poner nombre a una pequeña parte: Fiorella en Granada, Glenda en Sevilla, Pablo Llobera de la Red de huertos de Madrid, Franco de TERRAE, Jon del SaS, José Daniel de la RAC y un buen puñado de compas del BAH!