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Reseña de la película "La invención de Hugo" ("Hugo", de Martin Scorsese, 2011)

El corazón del cine

Fuentes: Tlaxcala

La Academia de Hollywood ha galardonado por igual, con cinco estatuillas Oscar a El Artista («The Artist», Michel Azanavicius, 2011) y La invención de Hugo («Hugo», Martin Scorsese, 2011). Los medios de comunicación distinguen dos categorías en estos premios y consideran de mayor envergadura los otorgados a la mejor película, director y actor (caso de […]

La Academia de Hollywood ha galardonado por igual, con cinco estatuillas Oscar a El Artista («The Artist», Michel Azanavicius, 2011) y La invención de Hugo («Hugo», Martin Scorsese, 2011). Los medios de comunicación distinguen dos categorías en estos premios y consideran de mayor envergadura los otorgados a la mejor película, director y actor (caso de El Artista) que los correspondientes a determinados aspectos técnicos de la producción como efectos especiales, fotografía, dirección artística y sonido (todos ellos obtenidos por La invención de Hugo). No debería importarnos demasiado esta adscripción de valores para establecer un juicio correcto sobre ambos films. Al fin y al cabo el Oscar de Hollywood no es más que un síntoma del narcisismo de una institución que se celebra a sí misma anualmente y los criterios que rigen su otorgamiento son, en principio, reveladores de cierta conservadora endogamia. En el ejercicio 2012 esa bipartición entre lo artístico y lo técnico es particularmente irrelevante en tanto que ambos films se ubican en un nivel epistemológico superior: el de celebrar la capacidad del cine para reinventarse de nuevo en épocas de crisis. El artista mira al pasado en clave melodramática al hacer que George Valentin (Jean Dujardin) se convierta en fantasma de sí mismo como actor del cine mudo al ser desplazado por la arrolladora implantación del sonido entre 1927 y 1930. Y si la película concluye con el rodaje de un número musical en el que hasta podemos oír el jadeo de fatiga de los bailarines tras el esfuerzo es para mejor celebrar, mediante un majestuoso travelling hacia atrás con la cámara montada en una grúa, el poderío de la industria hollywoodiense: el estudio con sus focos, micrófonos, decorados… es un modelo reducido de esa eficaz fábrica de sueños que Iliá Ehrenburg descubriera en esa misma época. La invención de Hugo habla del presente y si diseña el marco de su acción a comienzos de los años treinta del pasado siglo no es, pese al impresionante trabajo de documentación que revela la dirección artística de Dante Ferreti y Francesca Lo Schiavo, para establecer elegía nostálgica alguna sobre los amarillos ayeres del tiempo perdido. Perfectamente ubicado en la renovación tecnológica que supone el paso del soporte analógico al digital -tan trascendente como lo fuera la transición mudo/sonoro, también en un momento de crisis económica mundial-, Martin Scorsese rueda el film en 3D, haciendo que el procedimiento sea tan sustancial a su forma dramática como antaño lo fuera Crimen perfecto («Dial M for Murder», 1954) para Hitchcock. La película es mucho más que un apasionado canto de amor al cine y sus poderes: la indagación que propone, bajo su formato de relato fantástico-aventurero, apunta hacia un futuro donde las atracciones audiovisuales sirvan para generar un conocimiento (de nosotros mismo y de la realidad) y no estén al servicio de la alienación del espectador ante la dictadura del estado de cosas dominante. El díptico de Hazanavicius- Scorsese nada tiene que ver con los habituales productos de usar y tirar que invaden nuestras pantallas, todos ellos con la misma entidad de ese vaso de papel que, tras beber su contenido, es arrojado a la basura, afortunada metáfora utilizada por Raymond Chandler en su día para referirse a la ciudad de Los Angeles y que hoy podría aplicarse a tantos títulos manufacturados en el más célebre de sus barrios.

Tiempos

La invención de Hugo inscribe en su arranque el tic-tac de un reloj seguido de la visión del movimiento de sus engranajes donde la rueda principal se convierte en el Arco de Triunfo de la place de l’Étoile. Si el latido del reloj puede asimilarse, en un primer momento, al de la ciudad de París con sus luces cambiantes y el incesante tráfico de sus avenidas, estamos aquí muy lejos de los iconos de la vanguardia cinematográfica: más que a la fascinación por el movimiento mecánico, asistimos a la sustitución de la rueda dentada por un emblemático monumento parisino. El trueque de una imagen por otra está en la base de esa especificidad del cine como instrumento de registro del movimiento de la vida que permitió a Méliès, a finales del siglo XIX, fascinar al mismo público que en su teatro de magia asistía todas las tardes al escamoteo y sustitución de un objeto por otro. El primer gesto enunciativo del film nos hace partícipes de esa operación. El pequeño Hugo Cabret (Asa Butterfield) da cuerda a todos los relojes de la estación de Montparnasse, su trabajo de mantenimiento lo convierte en una suerte de guardián del tiempo que le permite observar, desde el tragaluz de sus esferas luminosas, el ajetreo de los andenes y de los personajes que pululan bajo la resonante campana viajera. Hugo es demasiado pequeño para entender que esos movimientos repetitivos tienen algo del zarandeo perpetuo, enigmático y loco que Maeterlinck observara en sus colmenas de cristal. La multitud no sabe que avanza, inexorablemente, hacia su extinción y Hugo, al dar cuerda con esfuerzo a la maquinaria del tiempo, es como si también insuflara vida a esos cadáveres de permiso que crecen bajo el reloj de las ciudades. «El tiempo lo es todo», dice el tío Claude (Ray Winstone) a Hugo ante la tumba de su padre (Jude Law) tras haber enumerado en una escena anterior, reloj de bolsillo en mano, el número de minutos y segundos en los que se descompone una hora.

El espectador todavía no sabe que el taciturno anciano vendedor de juguetes y caramelos en un quiosco de la estación y cuyo punto de vista es el único fijo en el espacio móvil que le rodea, es Georges Méliès (Ben Kingsley). Antes de requisar el cuaderno de notas de quien para él es un simple raterillo y al pasar rápidamente sus páginas, los dibujos del autómata parecen cobrar vida: la cabeza del hombre mecánico gira el cuello y lo mira. El anciano, secretamente conmovido, pronuncia una palabra que semeja contraseña exorcizadora del pasado: «Ghosts!». Los fantasmas de su mente han echado a andar y atravesarlos será, en el transcurso de la acción, una forma de asumir la verdad que lo constituye como sujeto. En la primera escena de Hugo con Méliès en su quiosco -ubicada, no lo olvidemos, en el progenérico del film, antes del comienzo de la narración propiamente dicha- hace, pues, su aparición un juguete precinematográfico basado en la persistencia de imágenes en la retina: diferentes fases del movimiento de una figura son percibidas por el ojo como un solo movimiento si se suceden con rapidez. Cuando los bocetos del viejo mago salgan de su arqueta y vengan hacia nosotros por obra y gracia del 3D, asistiremos a varios trampantojos e ilusiones visuales taumatrópicas que hacen volar a las hadas y escupir fuego a los dragones por sus fauces. El tiempo de los relojes no es el tiempo del cine y la sentencia durativa que éste impone al devenir humano queda redimida por su manipulación. Cuando el anónimo proyeccionista de los Lumière se dio cuenta de que los cuarenta y cuatro segundos de Demolición de un muro (1896) podían alargarse hasta un minuto y treinta y dos segundos al accionar en sentido inverso la manivela del aparato haciendo que éste se enderezara de nuevo entre la nube de polvo de su misma caída, ponía en pie, también, una intuición de la singularidad del cine, arte del tiempo que podía ser manipulado y originar cambios perceptivos en los espectadores. «La muerte dejará de ser absoluta», proclamaba un entusiasta cronista de la primera sesión de cine en el periódico La Poste del treinta de diciembre de 1895. Como diría T. S. Eliot, sólo a través del tiempo se conquista el tiempo.

Padres

Hugo trata de recomponer el autómata heredado de su padre, maestro relojero, para sentirse menos solo. La orfandad del personaje aspira a encontrar lenitivo en el posible mensaje que su progenitor le envíe, más allá de la muerte, transcrito por el muñeco mecánico. Y el mensaje es una imagen: el perdurable icono del cohete insertado en el ojo derecho de la luna de Le voyage dans la lune (1902), recuerdo transmitido por el padre a Hugo de la primera sesión de cine a la que asistió, con la firma de su creador, Georges Méliès. El legado recibido no es, pues, tanto del padre real, devorado por las llamas, como de un creativo padre simbólico que parece señalar así el camino de la aventura a Hugo e Isabelle (Chloë Grace Moretz). Méliès es un padre en falta: se resiste a serlo. Para llegar a asumir su condición de padre del cine de atracciones a comienzos del siglo XX deberá atravesar sus propios fantasmas, hacer que emerja su reprimida condición de artista. Un doble itinerario -el de Méliès en busca de su identidad perdida, el de Hugo e Isabelle, con la ayuda del historiador cinematográfico René Tabard (Michael Stuhlberg) para descubrirla- vertebran la progresión dramática del film hasta llegar a la gran velada de homenaje al viejo mago donde se presentan algunos de sus films recuperados. Ese reencuentro de las películas con su público y el artífice de las mismas viene precedido, en términos enunciativos, del desplazamiento del tic-tac del reloj por el tableteo del proyector de cine. «Sería capaz de reconocerlo siempre», dice Méliès. Sabemos, además, que la cruz de Malta, al transformar el movimiento continuo en intermitente, propicia la detención del fotograma cada 1/16 de segundo en el cine mudo y de 1/24 en el sonoro. Sin esa pieza, derivada de la rueda de Ginebra de los relojes, el cine no existiría. La leyenda cuenta que su hallazgo fue el producto de una noche en vela de Louis Lumière al buscar el mejor procedimiento de arrastre de la película. El padre muerto no pudo encontrar la llave hueca en forma de corazón para poner al autómata en marcha. El hallazgo de la misma entre las vías de la estación hace que, en la pesadilla de Hugo, éste sea arrollado por el tren poco después de comprobar que la llave ostenta la marca Cabret et fils como cifra de su imposibilidad real. La paternidad mortal rima, en el film, con la paternidad equívoca o fallida: el comisario, jefe del feroz inspector de la estación (Sacha Baron Cohen), tiene dudas de ser el verdadero padre de su hijo por mucho que su servil subordinado intente tranquilizarlo al respecto. El retorno de lo reprimido de ese fallido será la institución estatal del orfanato al que son condenados los niños sin hogar, como ese arrapiezo atrapado en el acto de robar un cruasán y cuyo desamparo se nos hace aún más evidente que el del propio Hugo.

Heridas

La herida interna de Méliès es la que sanciona, en la historia del cine, el paso de un modelo artesanal de producción a otro de carácter industrial, desplazando la hegemonía del negocio cinematográfico de Europa a Estados Unidos. Los soldados que volvían de la Gran Guerra, dice Méliès en la película, al haber sido golpeados tan duramente por lo real, ya no estaban capacitados para disfrutar de sus fantasías. La afirmación esconde el fracaso de la Star Film, el sello de Méliès, dentro del holding de productoras de Edison y su posterior absorción por el monopolio Pathé. Méliès, en realidad, dejó de hacer cine en 1912, dos años antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, fecha en la que, no lo olvidemos, D.W. Griffith rueda El nacimiento de una nación… La huella del traumatismo que la Gran Guerra ha engendrado se hace físicamente perceptible, por metonimia, en la pierna ortopédica del inspector de la estación. Con cierta tendencia a engancharse, dejando a su propietario ridículamente flexionado, será ese miembro artificial el que ayude al inspector a trabar conocimiento con Lisette (Emily Mortimer), la florista de la estación, cuyo hermano murió en la batalla de Verdún. En otra de las subtramas del guión de John Logan a partir de la novela de Brian Selznick que le sirve de base argumental, el señor Frick (Richard Griffiths), quiosquero del lugar, declarará tímidamente su amor a la señora Emilie (Frances De La Tour) regalándole un perrito que se empareje con la suya. Y será la toma de conciencia de la propia herida la que provoque el cambio de actitud del inspector, que deja en libertad a Hugo cuando éste le evidencia, entre lágrimas, su condición de huérfano deseoso de saber por qué murió su padre. La mirada autoperceptiva del inspector a su pierna postiza nos sugiere una mutilación psíquica anterior a la guerra, susceptible de explicar la intemperancia del personaje. Los acentos dickensianos del significante de orfandad dan una coloración melancólica al film que, sin embargo, nunca se encenaga en los pantanos de la nostalgia. Si muchas películas son convocadas en él por la vía de la cita o del pastiche -Hugo colgado de las agujas del reloj de la estación, como Harold Lloyd en El hombre mosca («Safety Last», 1923)- no lo hacen por la vía de una estéril cinefilia erudita, sino del acto creativo en sí. La invención de Hugo plantea al espectador el itinerario de una aventura auspiciada por Isabelle donde la lectura de libros y la visión de films se hermanan para acceder a un conocimiento fundamentado en el saber mismo de la narración como tal. A diferencia de la novela, donde al final la historia de Hugo Cabret que acabamos de leer ha sido escrita por el nuevo autómata diseñado por éste, aquí es Isabelle la demiurga del relato y el hombre mecánico, la mano inmóvil pluma en ristre, espera la llegada de nuevos signos ávidos de un referente innombrado. El final de La invención de Hugo se proyecta hacia un futuro donde el amor es posible. El viaje en (y desde) el cine es, como el emprendido por los niños de Paisaje en la niebla («Topio stin omijli». Theo Angelopulos, 1988) en busca del padre perdido, un itinerario que termina con una imagen que sólo el cine podría engendrar. Scorsese, al introducirse en el estudio de cristal de Méliès -de la mano de otro niño, el futuro historiador del cine René Tabard- nos hace ver todos los elementos profílmicos del rodaje de la película, potenciados por el 3D, en un hermoso abrochamiento del pasado y el presente del cine. Angelopulos planteaba el cine como una empresa de redención de la conciencia del espectador cautivo de las imágenes alienadas del espectáculo audiovisual. Dio cuenta hasta el final de las lacerantes heridas y contradicciones del momento histórico que le había tocado vivir. El film que ha dejado inconcluso, El otro mar, hablaba, entre otras cosas, de la crisis económica griega en el seno de la UE. Su muerte repentina nos ha dejado a todos aún más huérfanos. Sirvan sus palabras, a propósito de Paisaje en la niebla, como homenaje a su obra, cerrando esta primera aproximación al que, sin duda, es el film más bello de la actual temporada. También apuntan hacia el futuro: «…He puesto el árbol al final de mi film porque es el árbol del Viaje a Citera, es una referencia a un paisaje fílmico. Los dos niños atraviesan un paisaje fílmico y entran, al final de la película, en otro paisaje fílmico que es una esperanza. Quiero creer que el mundo será salvado por el cine. Para mí el cine es el mundo y es mi viaje. Intento encontrar algunas pequeñas utopías que puedan maravillarme, intento creer en este viaje con el cine.» (Entrevista de Serge Toubiana y Fréderic Strauss. Cahiers du cinéma, nº413, p.20. París, noviembre, 1988. La traducción es mía.)

Fuente: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=7046