Es profesora de filosofía, pero no ejerce. Su música y su prédica tienen, sin embargo, profundas implicancias filosóficas. Con nuevo CD bajo el brazo, Warmi («mujer» en quichua), se define como una «gotita de agua en un mar de fortaleza, de pasiones y de resistencia».
Sara Mamani es profesora de filosofía. Se recibió en la Universidad Nacional de Salta cuando volvía la democracia (1983). Es, también, miembro activo del Servicio de Paz y Justicia que preside Pérez Esquivel, miembro y tesorera del Foro Argentino de Compositoras. Y una militante pertinaz del derecho a vivir en paz de los sometidos. En eso anduvo, cuando anduvo por Chiapas. Y en eso anduvo, también, cuando visibilizó el arte de las gentes de Iruya y Santa Victoria -esos bellos pueblitos de la prepuna salteña- mediante un sustancial trabajo de investigación. Sara Mamani es una cruzada entre «La Linda» y Buenos Aires, que alguna vez conmovió en Cosquín: cuando cantó «La Pomeña» con la delegación de su provincia (1970) o, mucho más acá, cuando le tocó homenajear al Cuchi Leguizamón, su maestro, junto a La Negra Chagra y Luis Leguizamón. Sara Mamani es, en suma, una mujer-músico excepcional que acaba de editar el cuarto disco de su carrera (Warmi) para, desde tal base, definirse como una «gotita de agua en un mar de fortaleza, de pasiones y de resistencia». «Teresa me dedica la Warmi, sí, pero en realidad habla de la mujer americana. Y lo expresa exquisitamente: guerrera, apasionada, obrera, campesina, bendita y humana… yo soy una gotita en ese mar», dice ella, de descanso en su terruño, sobre la canción de Teresa Parodi que da nombre al disco y lo enmarca en una razón suficiente: la mujer. «Warmi quiere decir mujer en quichua, y hacía tiempo que quería hacer un disco con marcada presencia femenina. Me complace ver los avances que se han hecho en el tema de género. He participado de tres encuentros en distintas ciudades de México que se llamaron ‘Mujeres indígenas en el arte. Tejedoras de sueños y realidades’, una experiencia inolvidable que ha motivado el disco».
-Usted ha pasado por diferentes estados estéticos en sus 40 años de música. ¿En cuál la encuentra este disco?
-En una etapa en la que deseo el sonido del acordeón, en que quiero interpretar temas de manera austera, sin mucha instrumentación. Por eso utilicé los mismos instrumentos que me acompañaron en mi etapa solista: el piano, violín y acordeón, pero separándolos.
Una austeridad instrumental que, sin embargo, no impide a la Mamani desplegar el rasposo, profundo y ancestral timbre de su voz por géneros que no sólo anclan en los cerros salteños. Excepto la canción de Teresa y una recopilación de Leda Valladares («Vidala de Carnaval»), la compositora, charanguista, guitarrista y cultora del ronroco es la dueña de todas las piezas y no sólo de las que habilita su impronta (huaynos, taquiraris o bailecitos), sino también otras que hablan de un corrimiento geográfico que la deposita -y bien- en rasguidos dobles, chacareras y tonadas. «Siempre me ha acompañado la música del litoral, y las tonadas me gustan mucho. Tenía estas canciones desde hace tiempo («Y los ríos cantan», «Tonadita del amor», «Sin remedio»), y pensé que era el momento de mostrarlas. También de reencontrarme con otras canciones como ‘Mi fuerza’, que es una especie de manifiesto de lo que pienso, canto, siento, sufro, espero», define.
-Espera que la venga a buscar el diablo de febrero y la lleve a bagualear con Celestino Meriles, como expresa en «Animaná», el huayno que abre el disco. Hay una canción de Spinetta, «Niño condenado» (Invisible), que también nombra a ese diablo. ¿También condena? ¿También está en la ciudad?
-(Risas.) No sé. El que yo evoco es el Carnaval, el misterio, lo dionisíaco, la interrupción de la vida cotidiana para la fiesta, el baile, el canto, la desmesura… Son días de ruptura, perfumados de albahaca, con mi sombrero salpicado de papel picado y harina, son las rondas interminables de copleros y copleras «filosofando» en cada copla… es Tilcara, es Cachi. Es eso.
-Y las noches de San Lorenzo, tal vez, el bailecito en el que evoca a los Tucu-Tucu «jugueteando por las ramas». ¿Imagen de su infancia?
-De mi adolescencia. Los asados, las guitarreadas y las charlas interminables con amigos que viven allí y que fueron dejando la ciudad por algo más «tranquilo»…, me sonrío porque Salta para mí sigue siendo tranquila, todavía rige la siesta… Pero San Lorenzo cautiva, y para estas épocas ya empiezo a escuchar cantos con caja a lo lejos. Me habla del Carnaval, de los Tucu-Tucu. Me era necesario hacerle una canción. Anoche estuve en San Lorenzo, llovía.
-Y no estaba Cuchi Leguizamón. ¿Cómo lo recuerda? Fue él quien la introdujo en los primeros secretos del canto.
-Lo conocí personalmente al finalizar un concurso del que yo participaba para elegir a los representantes de la provincia en Cosquín. El Cuchi se me acercó, me felicitó y me propuso tomar clases de canto con él. Acepté ¿qué más podía desear? Ya conocía algunas de sus composiciones, pero nunca había pensado tenerlo tan cerca. Durante un par de años aproximadamente fui una o dos veces a la semana a su casa de la calle Balcarce. Era un asombro permanente para mí. Tenía 16 años. Me acompañaba mi mamá… Cuchi era muy expresivo, gesticulaba mucho, hablaba vehementemente. Un universo se abrió a mí. Otro asombro más me llegó de su mano: llego un día a tomar mi clase y mientras esperaba escucho cantar «El violín de Becho» en la versión inigualable del Dúo Salteño. Desde ese día Patricio y el Chacho también han sido guías, señales de futuro, otro universo bellísimo… la bohemia salteña interminable que tanto atesoro.
-¿Y qué pasó cuando vino a vivir a Buenos Aires? ¿Padeció el contraste?
-He aprendido a querer Buenos Aires, a sentirla como uno de mis lugares en el mundo. Me costó acostumbrarme, sí, son códigos diferentes…, pero no me hizo mal, me hizo bien porque logré de- sarrollar mi música, mostrarla, y conocer nuevos y definitivos amigos y amigas. Es una ciudad fuerte, a veces dura, pero «tiene un río, que lo acuna, que lo besa, si no fuera así ay qué gran tristeza», ¿no? Estoy agradecida a Buenos Aires. Amo mi barrio de Caballito, el subte A… Allá también festejo a la Pachamama.
Sara cuenta que nunca ejerció como profesora de filosofía, pero que algo de ella anidó en su música. Por ejemplo, el escudo de la universidad que eterniza una de las máximas de Manuel Castilla («Mi sabiduría viene de esta tierra») o una profesora de lógica que la saludaba en los pasillos diciendo: «El cantar tiene sentido, entendimiento y razón». «Era parte de la letra del Polo Margariteño que yo cantaba por entonces. Todo esto tiene profundo significado filosófico. Cuando terminé la carrera me di cuenta de que iba a tener que invertir mucho tiempo si quería ser una buena docente, o dedicarme a la investigación. No dudé: la elección era la música, me eligió, la elegí… acaso un misterio. Igual, la filosofía es una herramienta de conocimiento, hace que pueda pensar en una ética y en una estética en mi vida personal y musical, me torna indagadora, me gustan más las preguntas que las respuestas, «la buena pronunciación y el instrumento al oído», como decía el Polo.
-¿Cómo fue su experiencia en Chiapas?
-Fui por primera vez antes del zapatismo, representando al Servicio Paz y Justicia en un encuentro de Cultura de Paz. Y pude ver qué paz había: indígenas invitados al encuentro pero que no hablaban español y nosotros, «los que hablábamos en el panel», no sabíamos que no nos entendían, pero nosotros tampoco sabíamos su idioma. Una forma de la opresión, de la violencia. Busqué comunicarme con traductores de su propia comunidad, porque los menos hablaban español. Digo: me siento como pez en el agua cuando estoy con los originarios, con las mujeres indígenas, con ellos, con ellas, hombres y mujeres de maíz.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/3-20448-2011-01-09.html