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El cubismo en las llamas de la gran guerra

Fuentes: El Viejo Topo

En julio de 1918, el crítico de arte Louis Vauxcelles (un hombre conservador que había bautizado, sin pretenderlo, al fauvismo y al cubismo) publica, firmando como «Pinturicchio», en Le Carnet de la Semaine que dirigía Albert Dubarry, un artículo donde afirmaba que el cubismo estaba muriendo, tesis que recibió de inmediato el apoyo de Diego […]

En julio de 1918, el crítico de arte Louis Vauxcelles (un hombre conservador que había bautizado, sin pretenderlo, al fauvismo y al cubismo) publica, firmando como «Pinturicchio», en Le Carnet de la Semaine que dirigía Albert Dubarry, un artículo donde afirmaba que el cubismo estaba muriendo, tesis que recibió de inmediato el apoyo de Diego Rivera y de André Lhote, sostén relevante porque el mexicano era en ese momento uno de los cubistas más notables de París. El artículo era también un ataque en toda regla a Léonce Rosenberg, que se había convertido con su galería (transformada tras la guerra, en L’Effort Moderne) en guardián artístico y financiero del movimiento creado por Picasso. Poco después, en octubre, Le Corbusier y Ozenfant publican el manifiesto del purismo que, no por casualidad, se titula «Après le Cubisme». La gran guerra continuaba la matanza en los frentes europeos, y nadie sabía cuándo iba a terminar, olvidados hacía muchos años los desfiles entusiastas de 1914. En vista del estancamiento de los frentes, ni siquiera podía sospecharse que, en unas semanas, Alemania iba a capitular, sin que muchas víctimas de la guerra pudieran verlo: Apollinaire, que había sido gravemente herido en la cabeza, muere (¡por la gripe!) dos días antes del armisticio.

En 1914, todos los soldados iban hacia las trincheras cantando canciones patrióticas, seguros de que en poco tiempo volverían cargados con el honor y la victoria. El propio Apollinaire se apuntó voluntario a la matanza, cuando aún no sabía que todo era una gran mentira. Porque la gran guerra fue también un gigantesco engaño, además de una degollina de proporciones apocalípticas. Los gobiernos de Berlín, París, Londres, Moscú, Viena, mintieron desde el principio, y la propaganda bélica y patriótica ahogó, en todos los países, a las voces discrepantes, aunque estas no se rindieron. El historiador Marc Bloch, que fue movilizado como sargento de infantería en 1914, y que llegó a capitán por méritos de guerra, escribió años después su testamento, en 1941, durante la guerra de Hitler, cuando se había incorporado a la resistencia francesa contra los nazis pese a tener ya cincuenta y cinco años: «Considero la complacencia con la mentira, por muchos pretextos con que se adorne, la peor lepra posible del alma.» Tres años después, Marc Bloch fue torturado y, después, fusilado por los nazis en una carretera francesa de Saint-Didier-de-Formans . La mentira, de la mano del fingido patriotismo que vendía la burguesía francesa o alemana, fue uno de los motores de la gran guerra, y alcanzó todos los rincones de Francia.

El arte asiste a la catástrofe. En 1914, en el Salon des Indépendants, exponen en París Archipenko, Malévich, Rivera. En cambio, no lo hacen Picasso, Gris, Braque o Léger. Nada hace pensar en el estallido inmediato de la guerra, pese a las alarmas periódicas y la convicción general de que la paz armada no presagia buenos tiempos. El 30 de agosto de 1914, los alemanes lanzan un ataque aéreo sobre París. Es la primera vez que lo hacen. En septiembre, con la guerra recién iniciada, Romain Rolland publica en el Journal de Genève un artículo que titula «Au-dessus de la mêlée«, y, pese a su defensa de la paz y su «amor por la verdad», como proclamó la Academia sueca al otorgarle el Premio Nobel de literatura en 1915, una parte del exaltado patriotismo francés le acusará de germanófilo. No había lugar para la reflexión, ni para los defensores de la paz: sólo las voces de la izquierda obrerista denuncian la guerra imperialista que envía al matadero a millones de trabajadores y campesinos y destruye Europa. Y el cubismo, como el conjunto del mundo artístico y cultural, no puede escapar a esa maldición.

Los habitantes de París van a sufrir la guerra: entre 1914 y 1918, 880.000 parisinos son llamados al frente, de un total de 1.100.000 ciudadanos que tenían, en ese momento, edad suficiente para ser reclutados por el ejército. De los conscriptos de la ciudad, murieron 123.000, y la mitad resultaron heridos. Diez millones de franceses, entre muertos y heridos, son víctimas de la guerra, que se apodera de la vida cotidiana: París se quedaba a oscuras a partir de las diez de la noche, y, durante los primeros años del conflicto, sólo la tercera parte de las farolas de gas se encendían. La ciudad era una boca de lobo. No había carbón, en los hogares se pasaba frío; y durante el largo invierno los ciudadanos estaban todo el día temblando por las bajas temperaturas: el escultor Henri Laurens, amigo de Braque y conocido de Picasso, no puede trabajar por el frío e incluso se le hielan los modelos de arcilla que utiliza para sus esculturas. Aunque era francés, no acude al frente, porque le habían amputado una pierna antes de la guerra, por una tuberculosis ósea. Otros, como Fernand Léger, que lucha en la batalla de Verdún durante el otoño de 1916, dibujan la muerte de los soldados, la agonía de Europa y la destrucción de la guerra.

Las cartas que llegan del frente, pese a la censura, alarman y emocionan a los franceses, y son una de las razones que empezarán a diluir el ciego patriotismo de los primeros meses de la guerra. Hasta entonces, en los diarios y revistas, nunca se habían visto imágenes de la guerra tan claras, expresivas, tan duras, que conmovieron a Francia. Le Miroir, por ejemplo, publica escenas que remueven las conciencias. Existe, además, un nuevo canal de información: los noticiarios que se pasan en los cines, antes de las películas, y que, aunque son también controlados por la férrea censura militar, no dejan por eso de reflejar la dureza de la guerra, el sufrimiento de millones de soldados que han sido enviados a morir al barro de las trincheras; reflejan, inadvertidamente, los largos años de una pugna sangrienta que los parisinos, como todos, habían pensado que apenas duraría unas semanas. Consciente de los peligros de la desafección y el desánimo en la retaguardia, Clemenceau lanza una dura campaña represiva en 1917, que llega casi hasta el fin de la guerra, y, en 1918, impulsa su táctica de «guerra total», exigiendo patriotismo y sacrificio a los franceses para vencer a Alemania. En ese clima vive el arte, y los cubistas, como el resto de los artistas, intentan sobrevivir al vendaval.

* * *

En junio de 1914, Picasso se va a Avignon; Derain está en Montfavet, y Braque en Sorgues, y, en junio, Juan Gris y su mujer, Fernande Herpin, van a Colliure, donde pasan todo el verano con grandes penalidades, aun antes de que estalle la guerra. Diego Rivera y Angelina Beloff se van a Mallorca, por donde viajan a pie con Jacques Lipchitz, para tomar apuntes; y, a finales de 1914, viajan a Madrid, donde se instalan en la misma casa con María Blanchard (con ella ya habían compartido vivienda en el número 3 de la Rue Bagneux parisina, y en Montparnasse) quien, aunque consigue una plaza para enseñar dibujo en Salamanca, prefiere volver a París. En la capital española, Ramón Gómez de la Serna organiza una exposición con obras de Rivera, Blanchard y Luis Bagaría que denomina Los pintores íntegros, muestra que resulta un fracaso. Como Blanchard, todos piensan en París: es la capital del mundo. Rivera, que, en abril de 1914, había hecho una exposición en la Galerie Berthe Weill, vuelve a París en la primavera de 1915, después de su estancia en Madrid, para trabajar en su estudio de la rue du Départ, 26.

Por su parte, Severini se traslada a Barcelona a principios del verano de 1915 para recuperarse de una enfermedad, gracias al dinero que le proporcionan Picasso y otros amigos; y después vuelve a París, a Igny. Barcelona sirve también de refugio a Gleizes y su mujer, a Picabia y la suya, y a Marie Laurencin, que pasarán todo el verano en Tossa de Mar. A su vez, Picasso, alarmado por los tambores de guerra, saca su dinero del banco a principios de agosto de 1914, pero, después, vuelve a París, donde, en febrero de 1915, hace de padrino en el bautizo de Max Jacob; y, en diciembre del mismo año, recibe un duro golpe con la muerte: entierra a su compañera Eva Gouel, con quien compartía su vida desde 1912 (Picasso, feliz, había escrito en el verano de 1913: » Eva y yo encontramos un taller grande y lleno de sol en el 5 bis de la rue Schoelcher«) . Gouel, antes de comprometerse con Picasso, había estado casada con el pintor polaco Louis Marcoussis ( Ludwig Casimir Ladislas Markus) quien volvió a Polonia tras ser movilizado en la gran guerra. Con la guerra en marcha, pese a las dificultades y la penuria, pese a la falta de exposiciones y la limitación de la vida artística, todos se esfuerzan en continuar la vida. En julio de 1916, se muestra en público por primera vez Les demoiselles d’Avinyó, en la galería Barbazanges, pero la guerra se ha apoderado de todo.

En París, viven en ese momento Picasso, Gris, Diego Rivera, Blanchard, Severini, Henri Laurens, Lipchitz, y Braque, cuando vuelve del frente. Jacques Lipchitz tampoco acudirá a las trincheras: era un judío lituano, ciudadano ruso, que, con menos de veinte años se había instalado en París, en 1909, y había empezado a hacer escultura cubista. María Blanchard llega a la ciudad en junio de 1917, y, por su parte, Picasso, ese mismo año, conoce a Serguéi Diághilev por mediación de Jean Cocteau, y puede abandonar la capital francesa porque el empresario ruso le encarga hacer los decorados del ballet Parade. Gracias a eso, Picasso viaja a Italia: entre febrero y mayo de 1917, está en Roma, donde frecuenta a Diághilev, Cocteau, Stravinski, y allí conoce a Olga Khokhlova, que se convertirá en su amante, y con quien se casa el 12 de julio de 1918, en la iglesia rusa de la rue Daru, con Cocteau, Apollinaire y Jacob como testigos, y con quien vivirá en la rue La Boétie, 23. Y, entre junio y noviembre, Picasso está en Madrid y Barcelona, donde empieza a pintar telas clásicas, realistas, como el Arlequín, y el lienzo del balcón del hotel Ranzini del Paseo de Colón barcelonés, que tiene también rasgos cubistas: la bandera roja y gualda del caserón de Florensa que alberga al gobierno militar y que se ve desde el hotel donde se aloja Olga Khokhlova, pintada por el Picasso que huye de la guerra, puede interpretarse como una evocación de la pintura francesa de esos años, marcada a fuego por el patriotismo forzoso. Picasso y Olga Khokhlova se quedan en España hasta noviembre, debido a que ella no puede volver a Francia por falta de documentación adecuada: finalmente, el 19 de noviembre vuelven a París.

Durante la guerra, son llamados a filas Braque, Léger, Derain, Gleizes, Metzinger, Villon, Raymond Duchamp-Villon. Gleizes será desmovilizado en el otoño de 1915, y tras casarse con Juliette Roche se traslada a Nueva York, donde conocerá a Marcel Duchamp. Los Delaunay estaban en España: no vuelven en toda la guerra. Por su parte, Mondrian está en Holanda, un país neutral entonces. Duchamp, que había podido librarse del ejército francés, recibe insultos por la calle por su falta de patriotismo, pese a que no se manifiesta contra la guerra, y, asqueado, en junio de 1915, se embarca hacia Nueva York: no volverá a París hasta 1919; mientras, su amigo Picabia se escapa de la movilización obligatoria gracias a las influencias familiares. Gleizes oscila entre Nueva York y Barcelona durante toda la guerra. Arrastrado por el patriotismo, Matisse, que tenía cuarenta y cuatro años, se alista para combatir, pero es declarado no apto para el ejército, y vive en el Quai Saint-Michel o en Issy-les-Moulineaux, adonde acuden otros artistas para hablar de pintura o escultura. Lo pasa mal: a finales de agosto de 1914, el ejército alemán ocupa Bohain-en-Vermandois, en la Picardía, donde estaban su madre y su hermano Auguste, que es detenido y enviado prisionero a Alemania, y, unos días después, a principios de septiembre, el ejército francés se apodera de su casa en Issy-les-Moulineaux, mientras el artista intenta desesperadamente que no se pierdan sus cuadros. Después, deja París y se traslada a la Bretaña, y, más tarde, a Burdeos y Toulouse, y, a mediados de mes, llega a Colliure, donde también están Gris y Albert Marquet; pero en octubre vuelve a París, donde pasará todo el primer invierno de la guerra. Cerca, en Céret, está el español Manolo Hugué.

Picasso y Matisse tienen problemas económicos (marchantes como Kahnweiler están en Berna, y el mercado artístico languidece). Matisse, pese a todo, puede sobrellevar mejor la situación, y ayuda a Gris: su mujer, Josette (Fernande Herpin) le hace de modelo, consiguiendo así algunos ingresos para el matrimonio, y con frecuencia los invita a comer. Por su parte, Gertrude Stein envía algún dinero a Gris, desde París, y después, por mediación de Matisse, Stein y el marchante norteamericano Michael Brenner le transfieren ciento veinticinco francos mensuales para que pueda resistir: a principios de noviembre de 1914, Gris vuelve a París. Es uno de los cubistas más importantes, pero debe soportar una dura existencia.

Braque es alcanzado por la metralla en el Artoise, en mayo de 1915, sufriendo heridas de gravedad, hasta el punto de que casi muere. También Léger es herido, aunque de menor gravedad, y Cendrars pierde la mano derecha en el frente de la Champagne. Raymond Duchamp-Villon, que se había incorporado como voluntario, muere por la fiebre tifoidea que ha cogido también en la Champagne, y agoniza en un hospital militar en Cannes. Apollinaire, que había sido herido en la cabeza en marzo de 1916, y sufrido una trepanación, muere de gripe española en 1918, cuando la guerra está a punto de terminar, pocos meses después de su boda con Jacqueline Kolb, donde Picasso y Vollard habían oficiado como testigos. Apollinaire era un patriota (aunque fuera polaco y no francés), y trabajó durante la guerra como censor en la prensa. En la Nochevieja de 1916, Picasso, Gris y Jacob habían organizado una cena en el Palais d’Orléans de la avenue du Maine para celebrar la publicación de Le Poète assassiné, fiesta a la que acudieron Matisse, Dufy, Cocteau y muchos otros artistas, y donde Apollinaire (tras un enfrentamiento de Cendrars , amputado de su brazo derecho, e incidentes y desafíos entre cubistas, futuristas y orfistas) declama un poema con la cabeza vendada. Todos quieren seguir con sus vidas, pero la tensión estalla por cualquier incidente, la alegría fingida deja paso a la preocupación, y la guerra invade todos los ámbitos de la existencia. Entre los cubistas que combaten en la guerra, dos la explican en sus cartas: Léger y Apollinaire. Léger había sido movilizado como zapador, y permanece con el ejército hasta 1917. Braque, que estaba en Sorgues con su mujer, es también movilizado y enviado a Le Havre, como sargento en un regimiento de artillería: tras recuperarse de sus graves heridas, es desmovilizado, y vuelve a Sorgues en abril de 1916. Por su parte, Albert Gleizes es enviado a Toul, en la Lorena, para colaborar en espectáculos para la tropa.

En ese contexto, otras ciudades, además de París, como Zúrich, o Nueva York, con Duchamp; Holanda, con Mondrian; y Rusia, con Malévich, impulsan el nuevo arte, la modernidad que huye de la convención pictórica, pero es en la capital francesa donde el cubismo apuesta por su renovación y su futuro. Hacia 1916, el comercio artístico y los canales de venta y distribución empiezan a funcionar con más aliento; en La Rotonde se hacen negocios, se venden y se compran obras, y se originan los contactos necesarios para estimular el mercado del arte, aunque la vanguardia artística es vista por muchos como sospechosa de simpatías por Alemania, hasta el punto de que Cocteau y el ilustrador Paul Iribe imprimen la revista Le Mot intentando combatir esa idea, y, por su parte, Jules Granié publica en L’Élan, en enero de 1916, un artículo («Aux camarades cubistes») donde defiende al cubismo como un movimiento francés, construyendo una pequeña muralla para defenderlo del patriotismo exaltado que ve traidores germanófilos en cualquier esquina; e incluso Jean Metzinger, a quien licencian del ejército a mediados de ese año a causa de una dolencia del corazón, se alegra porque el galerista Léonce Rosenberg haya conseguido, hacia mediados de 1916, que algunos oficiales británicos se hayan mostrado interesados por el cubismo. Tampoco es ajena a esa preocupación que el estreno, en mayo de 1917, de Parade de los Ballets rusos en el Chatêlet (dirigido por Diághilev, con escenario de Cocteau, vestuario de Picasso y coreografía de Léonide Massine ) fuese en beneficio de los soldados franceses heridos en el frente de las Árdenas. El patriotismo francés permanece siempre alerta y vigilante ante los traidores, los tibios y los sospechosos.

El cubismo en la retaguardia sufre las presiones de ese patriotismo que moviliza la voluntad de la nación. Algunos historiadores del arte han querido ver el cubismo empeñado en desvincularse de la gran guerra, del patriotismo guerrero; otros, en cambio, insisten en que sufre sus presiones, como el resto de la sociedad francesa. Como la mayoría de los franceses, ebrios por la retórica de la lealtad y la patria, los cubistas, en general, eran partidarios de la guerra, o, al menos, no estaban en contra, aunque no tanto por su condición de artistas, sino porque reaccionan como el resto de los franceses, y como hacen los alemanes o los británicos. Picasso, por ejemplo, no es activista contra la gran guerra; en cambio, veinticinco años después, tendrá una actitud militante contra el nazismo y la guerra de Hitler. En diciembre de 1915, Picasso y André Level piden al marchante Leónce Rosenberg que tutele al cubismo: los artistas están preocupados por el destino de sus obras porque desde el principio de la guerra no se habían organizado exposiciones. Así, no resulta extraño que sea la modista y pintora Germaine Bongard quien organice las primeras muestras artísticas en su taller de costura, donde expondrán Matisse, Picasso, Severini, Léger. No será hasta marzo de 1916 cuando el Jeu de Paume abra la primera exposición relevante desde el inicio de la guerra, muestra que bautiza como de «arte francés».

No hay apenas referencias a la gran guerra en las obras de los pintores cubistas. Casi puede hablarse de una resistencia abierta del cubismo para pintar los combates. Y, según avance el conflicto, aparecerá un remarcable interés por el pasado, por los años sin guerra en que París y Francia podían desarrollar su vida sin contratiempos. El cubismo había impugnado el impresionismo y las corrientes académicas, pero existía también una cierta tendencia hacia el orden en los cubistas, y, al menos en París, no siguió el camino de la abstracción, que pasará a ser la gran ruptura posterior en la historia del arte. Braque inventa el papier collé cubista, con su Frutero y vaso, y, mientras los cubistas dejan de lado el collage y quienes viven en París vuelven a la pintura realista, aunque, al mismo tiempo, rechacen el realismo feroz de la guerra, Mondrian corre ya por los caminos de la abstracción. En febrero de 1918, Picasso y Matisse exponen en la Galerie Paul Guillaume, y, poco después, el malagueño se instala en el Hotel Lutétia. En abril, París es bombardeada de nuevo, lo que lleva a Gris, Lipchitz, Severini, Blanchard, y Huidobro a dejar la ciudad.

Durante esos años, en París la electricidad había sustituido al gas; los bombardeos se escucharon en la ciudad durante toda la guerra, y los cafés y teatros, el circo Médrano tan querido por Picasso, Braque, Kees van Dongen, los cabarets y cinematógrafos, marcaban la noche y las relaciones sociales de los artistas y la intelectualidad. Juan Gris, no sin temor por la evolución de la guerra, abandona París en abril de 1918, por miedo a la artillería alemana, y los artistas que se habían quedado en la ciudad, la mayoría extranjeros (entre ellos, muchos españoles), vieron que todo cambiaba. Christopher Green, comisario de la reciente exposición en el Museu Picasso barcelonés (Cubisme i guerra. El cristall dins la flama), mantiene que fueron esos artistas que permanecieron en París quienes hicieron posible la supervivencia del cubismo y su renovadora evolución, combatiendo con su trabajo las tentaciones conservadoras que aprisionaron a Francia durante la guerra, creando unas obras de cristal en medio del fuego de la guerra, un cubismo que, en la postguerra, daría paso a la abstracción y al surrealismo.

Rivera abandona el cubismo en 1918, y su marcha anuncia el final, aunque, tras la guerra, el marchante Léonce Rosenberg se convierta en el portavoz del cubismo, que, según él, hace que «vuelva el orden» y la disciplina, pero, hacia 1919, esa vanguardia artística ha dejado de existir, aunque se asome a veces en tantas obras tardías. La guerra había cambiado por completo el rostro de Europa, y nada volvería a ser igual. El pobre Rosenberg, que también se había presentado como voluntario en la gran guerra, como Apollinaire, Matisse o Raymond Duchamp-Villon , y que, en 1920, había afirmado esas palabras sobre el orden y la disciplina, ve en Mussolini, en 1922, el modelo de una nueva «unidad nacional», sin sospechar que, muchos años después, como si fuera una ironía del destino, su propia galería (L’Effort Moderne) sería clausurada por las autoridades colaboracionistas y por las leyes francesas de 1941 contra los judíos, y los cuadros cubistas de su colección saqueados por los nazis, en medio de las llamas de otra guerra, todavía más sangrienta.

Fuente: El Viejo Topo, septiembre de 2018