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El debate honesto en la era de la posverdad

Fuentes: Rebelión

Cuesta mucho, en esta sociedad incapaz de discutir sin agresividad, poner algo de claridad a las cosas. A menudo percibo una absoluta falta de oportunidad para crear espacios de discusión más o menos fructíferos, esto es, capaces de arrojar luz a los temas de debate, lograr puntos de encuentro que, al menos, sirvan para determinar […]

Cuesta mucho, en esta sociedad incapaz de discutir sin agresividad, poner algo de claridad a las cosas. A menudo percibo una absoluta falta de oportunidad para crear espacios de discusión más o menos fructíferos, esto es, capaces de arrojar luz a los temas de debate, lograr puntos de encuentro que, al menos, sirvan para determinar dónde empiezan o acaban las discrepancias de cada uno.

Esto es grave, porque las maneras de tabernero que gastan los tertulianos de televisión se reproducen en las discusiones cotidianas que mantenemos en la sobremesa, en el trabajo, en el bar o en las cañas del fin de semana. Y si ese tono que torna irrelevante el tema en cuestión (puesto que prima el espectáculo dialéctico, el circo) se ejerce en una discusión de fútbol, tema que podríamos definir objetivamente como trivial, pues bienvenido sea, supongo. Pero cuando se trata de temas algo más trascendentales, que afectan o pueden afectar a la sociedad, sería de agradecer encontrar otras formas.

Este parecido entre tertulia televisiva y discusión cotidiana, ¿demuestra que la tele es un reflejo de la sociedad? Yo siempre he negado esta teoría, creo más bien que la tele representa el modelo que trata de fomentar en la sociedad. Lo de que Sálvame sigue emitiéndose porque la gente lo ve, es una verdad a medias, y tampoco demuestra nada. Si no lo pusieran y en su lugar hiciesen un programa de contenido social o cultural, a lo mejor «la gente» también lo vería, y de paso se construiría algún valor social. Y en cualquier caso, que la gente lo vea no quiere decir que le guste. Yo a veces dejo un programa que me parece horroroso, pero soy capaz de verlo un rato.

Me cuesta mucho no responsabilizar a los medios de comunicación de buena parte de las enormes carencias democráticas de nuestra sociedad. Que la gente reproduzca en sus discusiones argumentos manidos y faltos de veracidad, se puede deber en parte a su falta de empeño en estar informado, pero también a que esas falsedades las ha escuchado o leído en un medio de comunicación. ¿Dónde si no? Lo que no es normal -o no debería serlo- es que haya que hacer malabarismo para estar bien informado. El problema, además, está en lo que planteaba la periodista Rosa María Calaf en una entrevista hace poco: «La ciudadanía cree que está informada cuando está sólo entretenida «. Nos han hecho creer que estamos informados , aun cuando los titulares son tendenciosos o directamente falsos, aun cuando el contenido de las noticias no hace sino reproducir las notas de prensa de las agencias informativas -no pocas son las veces que vemos noticias casi idénticas en distintos medios, ya que las copian de Efe, Europa Press u otra agencia-, aun cuando los informativos ofrecen contenido superficial y falto de contexto. ¿Alguien sabe qué está pasando en Siria, aparte de que hay una guerra? ¿Alguien sabe de dónde sale el Estado Islámico? ¿Acaso sale de la nada? ¿Cómo se financió, quién lo creó, dónde se entrenaron, cómo graban esos pedazos de videos de propaganda?

Lo que mayoritariamente vemos en la televisión, principal fuente de difusión de nuestra sociedad, son debates acalorados, groseros y superficiales protagonizados por tertulianos convertidos en ‘todólogos’, gente que «sabe» de todo, que habla de todo, y moderado por un presentador-periodista convertido en estrella de la tele. El periodista como estrella, más importante que la noticia. El fin del periodismo. La espectacularización del periodismo convierte en irrelevante la información, porque vale todo: vale la imprecisión, vale la brocha gorda, la afirmación gruesa, la alusión personal… vale hasta la mentira. Lo que vemos es una representación de una discusión o debate en distintos formatos donde la principal característica es la falta de honestidad. No son debates honestos, y me refiero a las «normas» que deberían regir cualquier discusión seria: la educación, el respeto en los turnos de palabra, los argumentos apoyados en hechos contrastados y veraces, la posibilidad de profundizar en los temas y no quedarse en las anécdotas… pero no, lo que prima es la inmediatez, la alta tensión y el ritmo frenético. Al final, lo que se rescata en la resaca de los debates es «la genial respuesta de Fulanito a Menganito», la tensión entre Pepa y Pepe o la gracia de no sé quién. Y cuando se trata de un debate parlamentario o entre candidatos, más de lo mismo, pero con un plus añadido: vienen siempre precedidos por una tertulia con ‘opinadores todólogos’ que van allanado el terreno para dejar bien sesgado los términos del debate. Lo cierto es que la información, ese derecho humano, ese bien público fundamental para el normal funcionamiento de una democracia, al final da lo mismo.

Y este es el gran problema: la información es irrelevante. La verdad es irrelevante. Cuando se habla de la era de la ‘posverdad’ se suele decir que es «la mentira de toda la vida». Yo creo que es peor, es la mentira como forma de discusión, es precisamente la discusión más allá de la verdad, puesto que la verdad ya no importa. No le importa a los tertulianos de la tele, no le importa a los columnistas de los periódicos y no le importa a la ciudadanía.

¿Con qué argumento respondes a una mentira? ¿De qué sirve, si ese debate ya está viciado? Luego tenemos a los relativistas, cual sofistas presocráticos, preguntando que «¿quién tiene la verdad?», pretendiendo así plantear que la verdad es relativa. Vamos, que vale todo, que si para mí la verdad es que hay armas de destrucción masiva en Afganistán, da lo mismo que no haya evidencia alguna al respecto.

Lo que importa es lo que creemos o, mejor dicho, lo que nos han hecho creer. Lo que importa es el discurso que, más allá de su veracidad, me sirve para reafirmarme en mis creencias, en mis emociones y opiniones preconcebidas. Si a mí no me gusta o no me cae bien un político, cualquier cosa que se diga de él y lo desacredite, me vale, aunque sea una calumnia. Lo mismo con un partido, con un acontecimiento internacional, con un juicio. Yo ya he juzgado, ya he decidido, y la «información» que recabe solo la quiero para reafirmarme en mis creencias. Este comportamiento es intelectualmente deshonesto, y mi sensación es que no empieza en la gente sino en los medios y en los espacios que generan corrientes de opinión. Ahí se representa esa forma de discutir y de construir opiniones, y se exporta a la sociedad. La gente no es tonta, sencillamente está infectada de tanta ‘posverdad’, de tanta vileza. En una discusión no se escucha, solo hay ruido; y si se escucha, no es para tratar de entender la postura del otro, sino para responder, para vencerle. La discusión en la tele, al estar tan plagada de intereses políticos y propagandísticos, está diseñada como una batalla donde solo puede quedar uno. Y por supuesto, dando por veraces las «informaciones» que publican esos grandes medios que caen una y otra vez en la tergiversación, la manipulación, el sesgo o la mentira. Así, en las discusiones cotidianas vemos los mismos comportamientos.

Como dice Calaf en esa misma entrevista, hemos pasado de la opinión pública a la emoción pública. ¿Qué podemos hacer? Si los datos no importan, si los hechos no importan, si mi experiencia personal es más relevante que las estadísticas (no pocas veces te encuentras a uno que, por ejemplo, te dice que «conoce a un tipo que se aprovecha de una ayuda pública», pretendiendo demostrar así que todos los que piden ayudas se están aprovechando injustificadamente), ¿cómo podemos construir una sociedad saludable y democrática? Hay un primer problema que tiene que ver con los medios, cuyo inmenso poder e influencia está al servicio de sus propietarios, que a su vez responden por los intereses del establishment, en lugar de servir de herramienta y de defensa de los ciudadanos, sus legítimos propietarios. Ése problema está detectado y hay muchas posibles soluciones, empezando por plataformas y observatorios de medios, o incluso con una ley de comunicación que regule, y que proteja a los ciudadanos de la mentira y la manipulación, que deberían ser inaceptables tanto en medios públicos como privados, porque estamos hablando de un derecho humano y un pilar fundamental de la democracia.

El segundo problema es más complejo, es el que tiene que ver con esa falta de espíritu crítico que vemos tan a menudo, que hace irrelevante la verdad y que legitima la experiencia personal y las emociones antes que los hechos y los datos. Yo creo que este segundo problema es consecuencia del primero, de manera que la resolución del primero sentará las bases que atajen el segundo.

Así que, una vez más, es en los medios y en nombre del periodismo donde tenemos que librar la batalla que devuelva a los ciudadanos el derecho a la información en la era de la posverdad.

Blog del autor: La Lógica del Kruger http://lalogicadelkruger.blogspot.com.es/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.