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El debate politico-constitucional

Fuentes: Rebelión

En el curso de los debates que la actual coyuntura política ha abierto en la perspectiva de la próxima elección de integrantes de la llamada Convención Constitucional se suele apreciar una dosis no menor de confusión. Es así que en ellos se suelen entremezclar los numerosos problemas asociados a la dictadura del capital, y sobre todo a su más cruda expresión en las políticas sectoriales impuestas por su cavernaria versión neoliberal, con los de carácter más directamente político, expresados en el sistema legal-institucional consagrado por la Constitución de Pinochet y prolongado luego con las sucesivas reformas concordadas entre la Concertación y la derecha.

Aunque ambos aspectos están obviamente relacionados, se sitúan claramente en planos diferentes. Estos últimos, los referidos al sistema político, son los que hasta ahora han impedido que los primeros, el reconocimiento y protección de ciertos derechos sociales básicos, puedan ser abordados con soluciones de fondo. Y son aquellos los que el debate constitucional pone precisamente ahora en cuestión. En vista de esto, no estará demás recordar, de manera extremadamente sucinta, algunos de los aspectos más relevantes que el desarrollo del proceso de elaboración de una nueva Constitución pone ahora directamente sobre el tapete.

1. ¿Qué es lo que el debate constitucional pone en juego?

A lo que básicamente el debate sobre una nueva Constitución convoca es a definir el modo de organizar la convivencia social, estableciendo los procedimientos llamados a regir la generación las autoridades políticas y la elaboración y aprobación de las normas legales que la regulen. A través de la Constitución se establecen, por lo tanto, las bases de la institucionalidad jurídico-política del país, aquellas que dan forma y contenido a la organización y ejercicio del poder político, pudiendo ellas revestir o no un carácter efectivamente democrático. 

En un plano estrictamente discursivo todos se declaran hoy demócratas, pero el significado que muchos atribuyen al concepto de democracia lo desvirtúa de raíz. La democracia alude literalmente al «gobierno del pueblo» (de las raíces griegas demos = pueblo y kratos = poder). De allí que se halle indisolublemente asociado al concepto de la «soberanía popular», invocada en los albores del capitalismo por el pensamiento liberal en contra del poder discrecional de que estaban investidas las monarquías absolutas, que se consideraban a sí mismas de origen divino.

A partir de entonces en principio fundante de un orden democrático es que el único soberano es el pueblo, y nadie más. Esta idea a su vez se apoya en la proclamación y reconocimiento de la igualdad, en dignidad y derecho, de todas las personas. En consecuencia, para que una institucionalidad tenga efectivamente un carácter democrático ella necesariamente ha de ser una clara y fiel expresión de la voluntad popular. Esto significa que el pueblo, como única fuente legítima de derecho, debe participar activamente en el proceso de toma de decisiones, no limitándose a elegir «representantes» para que luego actúen en su nombre, sino que siendo también consultado en todas las cuestiones políticas claves.

2. ¿Por qué el sistema jurídico-político que hoy impera en Chile se encuentra tan desacreditado?

El descrédito de que hoy goza el sistema político-institucional vigente en Chile, acrecentado en grado superlativo por el nepotismo y la corrupción de que ha hecho impúdicamente gala gran parte de la casta política que lo administra, es por todos conocido. Una de sus expresiones más claras ha sido el creciente desinterés de la ciudadanía por participar en los procesos electorales a los que ha sido regularmente convocada, hasta un punto tal que las autoridades han resultado finalmente electas con porcentajes decrecientes y muy reducidos de ella. 

¿A qué obedece este hoy mayoritario distanciamiento entre la mayor parte de la ciudadanía y la «democracia de los acuerdos» que ha estado vigente en Chile durante las últimas tres décadas? Desde luego, en parte ello se debe al ilegítimo origen de la Constitución de 1980, pero sobre todo al hecho de que ese sistema político, a pesar de las reformas que se le han introducido desde 1989, ha continuado evidenciándose incapaz de proteger los derechos y acoger las demandas de la mayoría de la población, mostrándose incluso completamente indiferente ante ellas. Peor aún, se ha hecho ya usual que la casta política rechace, tachando de «populista», toda demanda en tal sentido. 

Ello, a su vez, no hace más que poner de relieve el hecho de que este sistema político-institucional no descansa en un efectivo reconocimiento de la soberanía del pueblo, estableciendo, por el contrario, una serie de cortapisas y distorsiones a la expresión y prevalencia de la voluntad popular. Eso significa que, más allá de los ropajes con que se cubre y los reconocimientos que reclama, no se trata de un sistema político efectivamente democrático, sino de un mero escudo protector de aquellos intereses plutocráticos que la dictadura militar-fascista dejó firmemente establecidos.

La participación del pueblo se limita hoy a la mera generación de autoridades, las que luego, además de correr con colores propios, se ven constreñidas a actuar en la cancha de un marco Constitucional concebido para impedir cualquier cambio sustancial en las relaciones de poder que hoy imperan en la sociedad. Entre esas restricciones a la soberanía popular establecidas por la Constitución de Pinochet, que operan en exclusivo beneficio de la minoría rica y poderosa que detenta el poder real en el Chile de hoy, las más importantes son:

  • La exigencia de los cuórums supramayoritarios de 2/3 y 3/5 para modificar la Constitución
    • La exigencia del cuórum supramayoritario de 4/7 para cambiar las Leyes Orgánicas Constitucionales
    • Las facultades discrecionales del Tribunal Constitucional, que opera de hecho como una instancia de veto

Tales trabas institucionales, sumadas a un sistema electoral que distorsiona en la composición del parlamento las reales relaciones de fuerza entre las diversas corrientes políticas, tornan virtualmente imposible modificar el sistema político heredado de la dictadura y acabar con los grandes privilegios que este consagra en exclusivo beneficio de los grandes poderes fácticos empresariales. Un claro ejemplo de esto lo brindó hace un año el hecho de que en el Senado no pudiese prosperar un proyecto destinado a consagrar constitucionalmente las aguas como un bien nacional de uso público porque, dado el cuórum de 2/3 de senadores en ejercicio exigido para ello, el rechazo de solo 12 senadores pudo finalmente prevalecer sobre el voto favorable de otros 24.  

La consecuencia más evidente del carácter antidemocrático efectivo del sistema político-institucional chileno, y por tanto de su nula sintonía con los derechos, intereses y aspiraciones de la inmensa mayoría, ha sido su creciente, y a estas alturas profunda e irreversible, pérdida de legitimidad a ojos de la inmensa mayoría de la población. Es justamente eso lo que quedó claramente de manifiesto con el resultado del plebiscito del 25 de octubre pasado, abrumadoramente a favor de elaborar y establecer una nueva Constitución.

3. ¿Por qué ha sido tan difícil terminar con el sistema político-institucional heredado de la dictadura?

Transcurridas ya más de tres décadas de que Pinochet abandonara La Moneda y entregara el mando político del país a un gobierno civil cabe preguntarse: ¿cuál es la razón por la que aun no hemos logrado terminar con el sistema político-institucional falsamente democrático heredado de la dictadura? En realidad, como es lo usual tratándose de problemas de la compleja y multifacética realidad social, la explicación no se circunscribe a un solo factor sino que comprende un conjunto de elementos que se han conjugado para preservar el estado de cosas imperante, que guarda plena correspondencia con los intereses de los grandes poderes fácticos empresariales. Sólo mencionaremos aquí los más importantes.

Por una parte está, precisamente, ese inmenso poder económico, y con ello también político, que bajo la dictadura logró acumular, y que hoy detenta, el grupo de oligarcas que controla las actividades productivas claves del país. La expresión ideológica de ese inmenso poder está en la imagen de éxito del «modelo» que a través de los medios de comunicación se propaga en forma recurrente sobre la población. La voz que prevalece ampliamente en tales medios es la de ese poder, de sus aun más poderosos socios extranjeros, y de sus ejércitos de «expertos» que aplauden entusiastas y satisfechos por la seguridad paradisíaca con que han podido realizar jugosos negocios en Chile.

Por otra parte está la sumisión a ese poder y el consecuente rol de contención y encauzamiento de las demandas populares que objetivamente han desempeñado, y de muy buena gana, los partidos de la Concertación que durante la mayor parte de este periodo han gobernado el país. No se debe olvidar que tras el triunfo del No en el plebiscito de 1988, los dirigentes de la Concertación accedieron a negociar con representantes de la dictadura los términos de lo que sería la «transición a la democracia», lo que se plasmó en las 54 reformas que se le introdujeron entonces a la Constitución de 1980, entre las cuales estaba nada menos que la elevación de 3/5 a 2/3 el cuórum requerido para reformarla en sus aspectos claves. 

Y está también sin duda, como un tercer factor relevante, la inmerecida confianza que, durante tan largo tiempo, gran parte de la ciudadanía depositó en los principales actores políticos que han intervenido en este amañado escenario político-institucional actualmente en crisis. En un gran sector de la ciudadanía esa confianza estaba asociada a la esperanza de que, bajo el liderazgo de la Concertación, el país avanzaría en un proceso de gradual pero real democratización de su vida política, social, económica y cultural, al tiempo que otros, permeados por la constante propaganda conservadora y un arraigado temor a los cambios, han brindado permanentemente su apoyo a la derecha.

A todo ello se suma el que, deliberadamente, las prácticas políticas convencionales tienden a centrar su atención y la atención de la ciudadanía en los síntomas más palpables de la crisis, invisibilizando con ello los problemas de fondo. En definitiva éstos derivan de la existencia del sistema económico capitalista al que la Constitución de Pinochet protege, y que liberado de todo control social merced a las políticas ultraliberales impuestas por la dictadura y proseguidas por la Concertación, esclaviza a la mayoría para beneficiar solo a unos pocos. Un sistema económico que crea y recrea permanentemente, y a un grado extremo, una desigual distribución la riqueza y del ingreso socialmente generados por el trabajo de todos.

Esa extrema desigualdad social, imperante sin contrapeso alguno en el Chile de hoy, contraviene el fundamento último de una convivencia social pacífica: la activa promoción por parte de la comunidad de un orden social justo en real beneficio de todos que solo un sistema efectivamente democrático y participativo puede asegurar. En efecto, si derechos fundamentales como el acceso a una educación, salud y vivienda de calidad y a una jubilación digna no están hoy garantizados para todos es porque la riqueza producida se encuentra y permanece concentrada en muy pocas manos, sin que existan los mecanismos orientados a redistribuirla en beneficio de todos.

Ello priva permanentemente a las políticas públicas de los recursos que son necesarios para financiar solidariamente los requerimientos en esos ámbitos, cuyos costos no pueden ser solventados los sectores de menores ingresos, tal como se ha pretendido instalar, como una noción de sentido común, a partir de la dictadura. Los ideólogos del capitalismo salvaje hoy imperante en Chile defienden la ley de la selva invocando hipócritamente como principio supremo una presunta «libertad de elegir». Una libertad que guarda estricta correspondencia con la capacidad de pago de cada familia. Para garantizar realmente el acceso de todos a una educación y atención de salud de calidad se requiere como mínimo, exactamente al revés de lo que sucede actualmente, la existencia de un sistema tributario progresivo mediante el cual los sectores de mayores ingresos contribuyan a financiar esos servicios para los sectores de menores ingresos.

4. ¿Por qué las normas que rigen el actual proceso constituyente no son realmente democráticas?

Finalmente cabe insistir en que, debido a su origen, el proceso constituyente en curso se encuentra enfrentado a las mismas trabas que hasta ahora han distorsionado e impedido una real expresión de la voluntad popular en la generación de las normas, lo cual conlleva el riesgo de frustrar, una vez más, las expectativas de un real avance democratizador actualmente presentes en la gente. Lo más evidente al respecto es que:

  • Se ha establecido un cuórum supramayoritario de 2/3 para acordar las normas de la nueva Constitución, otorgando con ello una capacidad de veto a la minoría en violación al elemental principio democrático del respeto a la voluntad de la mayoría.
  • Se ha declarado la incompetencia del organismo constituyente (la «Convención Constitucional») para abordar y fijar reglas en aquellas materias que se encuentran ya contempladas en los tratados internacionales anteriormente suscritos por el país.
  • Se configura la composición del organismo constituyente en base a la ley electoral vigente que es portadora de graves anomalías en la proporcionalidad que cabría observar en los distintos distritos entre representantes y número de representados.

Como es sabido, la facultad de imponer estas trabas al proceso constituyente demandado por la ciudadanía se la arrogaron, completamente de espaldas al pueblo, las cúpulas políticas ultra desprestigiadas que concurrieron a la firma del llamado «acuerdo por la paz» del 15 de noviembre de 2019. Con ello estaban desconociendo deliberadamente, una vez más, la regla de la mayoría, cuya única limitación en un sistema democrático ha de ser el respeto que se debe a la existencia y derechos de las minorías.

Posteriormente, para colmo de la hipocresía, esas mismas cúpulas han sostenido que todos quienes acudieron al plebiscito en que se impuso en forma aplastante el apruebo estaban convalidando con ello también esas normas tramposas. Ante una pretensión tan infundada como esa solo cabe insistir en que en una democracia el real y único soberano es el pueblo, y que solo a él corresponde definir cuáles han de ser las normas y contenidos que rijan su vida social. Así como la movilización social fue capaz de imponer la necesidad de un cambio completo del marco constitucional vigente, es de esperar que se muestre capaz ahora de hacer respetar la voluntad mayoritaria de que ese cambio se realice de manera efectiva.

La extrema dispersión de listas que se configuraron para participar de la elección de los convencionales sin duda torna aun más difícil la posibilidad de arribar a buen puerto. Pero lo claro es que, más allá de tales dificultades, la única posición coherente con el principio democrático que todos invocan es que el verdadero juez llamado a dirimir con su pronunciamiento las controversias que en materia de principios y normas constitucionales puedan plantearse en el curso de este proceso es el propio pueblo soberano. No es aceptable que se pretenda convocarlo solo a elegir «representantes» para limitarse luego a observar pasivamente desde la distancia lo que ellos acuerden. El único titular del poder constituyente es el pueblo, y como tal puede y debe pronunciarse también sobre todas las cuestiones sustantivas.