La entrevista a Fernando Atria publicada en El Mercurio el domingo 18 de abril pasado dio pie a un nutrido debate sobre los quórums establecidos para la adopción de sus acuerdos por la Convención Constitucional.
Aludiendo a la posibilidad de que los acuerdos en la Convención se viesen entrabados cuando una mayoría no alcanzara el cuórum de los 2/3 que le fue fijado por quienes suscribieron el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, Atria sugería que tales discrepancias fuesen dirimidas a través de un mecanismo plebiscitario.
Esto motivó una inmediata reacción adversa desde los sectores políticos que han cogobernado el país durante las últimas tres décadas. Fue así que al día siguiente apareció en El Mercurio una carta firmada por el ex ministro del actual gobierno Gonzalo Blumel y el ex presidente de Evópoli Hernán Larraín, quienes llamaban a «respetar las reglas fijadas» a fin de permitir «que el proceso constituyente sea plenamente legítimo y llegue a buen puerto», arguyendo que el acuerdo del 15 de noviembre de 2019, incluidas sus reglas, «fue ampliamente refrendado por la ciudadanía en el plebiscito del 25 de octubre del año pasado».
A pesar de su ostensible falsedad, esta afirmación viene siendo insistentemente repetida, tanto por los voceros de la derecha como de los sectores más conservadores de la ex Concertación, quienes intentan hacer de ella la última palabra sobre este asunto. Pero se trata de una triquiñuela demasiado burda. En efecto, ¿qué es lo que realmente zanjó, mediante pronunciamiento popular, el plebiscito del 25 de octubre pasado? Como se sabe, en él se convocó a la ciudadanía a pronunciarse solo en torno a dos preguntas, muy claras y precisas, contenidas ambas en el punto N°2 del llamado «acuerdo por la paz»: a) ¿Quiere usted una nueva Constitución?: Apruebo o Rechazo; b) ¿Qué tipo de órgano debiera redactar la nueva Constitución?: Convención Mixta Constitucional o Convención Constitucional.
Conocido el resultado, solo cabe atenerse a lo que éste puso claramente en evidencia. Primero, que una abrumadora mayoría manifestó su rechazo al orden constitucional ilegítimo que hoy nos rige y una clara voluntad de que sea reemplazado por otro distinto. Segundo, un rechazo igualmente rotundo a esa misma casta política que fraguó el “acuerdo por la paz”, expresando el deseo de que ella se mantenga completamente al margen del proceso de elaboración de la nueva Constitución. La pretensión de que con su participación en el plebiscito la ciudadanía avalaba además la regla de los 2/3 es enteramente gratuita.
En realidad, para conocer la opinión de la ciudadanía también sobre este punto no costaba nada haberla consultado, colocando como alternativa a los 2/3 la regla democrática de la mayoría simple o de un plebiscito dirimente. La importancia de esto es que las normas legales solo son legítimas, y por lo tanto merecedoras de respeto, cuando ellas son una real expresión de la voluntad popular. Resulta patético observar en cambio que quienes defienden la sumisión del proceso constitucional a la regla de los 2/3 se limitan a recordar los contenidos formales de un acuerdo alcanzado a puertas cerradas por la casta política el 15 de noviembre de 2019, pasando completamente por alto la cuestión sustantiva de los fundamentos de un orden democrático.
En esa misma línea, hay quienes pretenden negar incluso que la puesta en marcha de un proceso destinado a reemplazar el orden constitucional vigente por otro distinto fue gatillado por la intensa movilización ciudadana desencadenada a partir del 18 de octubre de 2019, sosteniendo –con el mismo aire señorial de quienes sermonean sobre el «irrestricto respeto a las normas establecidas»– que en realidad ella solo se debe a la «generosidad» de quienes concurrieron al acuerdo del 15 de noviembre. De modo que la ciudadanía debiese mostrarse ahora agradecida y satisfecha con lo obrado por sus presuntos «representantes». Pero lo que en verdad denota todo este empeño es el propósito de mantener cercenada, como hasta ahora, la soberanía del pueblo, que en rigor es el único poder constituyente legítimo en una auténtica democracia.
En efecto, el «acuerdo por la paz» reconoce solo de manera muy limitada –y exclusivamente con el propósito de dotar de un cierto manto de legitimidad formal al proceso en curso–, la soberanía del pueblo, impidiéndole ejercerla a plenitud mediante la convocatoria a una Asamblea Constituyente libre y soberana. Aparte del quórum de los 2/3, dicho acuerdo cercena el poder constituyente del pueblo al pretender que su participación en el proceso de elaboración de la nueva Constitución se limite a la elección de quienes integrarán el organismo encargado de su redacción y a concurrir a un plebiscito de salida de carácter ratificatorio con el fin de legitimar lo que se acuerde en la Convención.
Además de cercenar el poder constituyente del pueblo, discursivamente reconocido como el único soberano en una real democracia, el referido acuerdo se aferra a normas dirigidas a distorsionar la representación popular, como claramente ocurre con el sistema electoral con arreglo al cual se ha fijado la conformación de la Convención Constituyente. Aparte de ofrecer claras ventajas a los aparatos partidarios ya establecidos, facilitando la inscripción de sus candidaturas y el acceso de éstas a recursos estatales, el actual sistema electoral establece una distribución muy desigual de la representación ciudadana, en desmedro de la que corresponde a la Región Metropolitana que, con el 40% del padrón electoral nacional, solo obtiene un 30% de los cupos.
¿A qué obedece este persistente empeño de la elite política dominante por establecer reglas y procedimientos dirigidos a cercenar y distorsionar la voluntad popular a fin de impedir que esta se haga realmente valer? ¿Qué es lo que en verdad ella defiende que necesita resguardarse de la voluntad mayoritaria? ¿Acaso la mayoría podría manifestarse contraria a que se privilegie el bien común y se reconozcan y garanticen derechos básicos universales? La respuesta es más o menos obvia: lo que se defiende con todas estas artimañas es la preservación de indefendibles privilegios e intereses particulares contrarios al bien común. Es para ello que son necesarias la existencia de instituciones y normas que estén por encima de la soberanía popular, que la coarten y prevalezcan sobre ella.
Pero, como lo muestra tanto la experiencia histórica como nuestra propia experiencia de estos últimos meses, «la lucha da lo que la ley niega». Sólo ella ha socavado y puede permitir echar definitivamente por tierra esa llamada «democracia de los acuerdos» con que el «partido del orden» ha sostenido hasta ahora la mascarada antidemocrática con la que se mantienen en pie las ominosas desigualdades sociales existentes en el Chile de hoy. Para que la Constitución pueda efectivamente llegar a ser «la casa de todos», como algunos dicen aspirar, es necesario que el país se disponga primero a ser «un Chile de todos», tratados con un mismo respeto y en un pie de real igualdad, algo que, como sabemos, hasta ahora está muy lejos de ocurrir. De lo contrario, esa continuará siendo solo una frase.