Para que exista rebelión es necesaria una amenaza real para el bien jurídico protegido, que no es otro que la Constitución; es decir, un alzamiento público, violento y armado
La Historia que, según Cicerón, es maestra de la vida, nos ha mostrado a lo largo de la evolución de la humanidad numerosos casos de movimientos, revoluciones, insurrecciones y alzamientos que han marcado, en algunos casos, la marcha de las sociedades hacia cotas de mayor libertad y en otros ha significado un preocupante retroceso. Para no agotar ni aburrir con un repaso a todos los acontecimientos históricos, me detendré en dos que me parecen relevantes. Por un lado, la toma de la Bastilla, que marca el inicio de la Revolución Francesa, que eleva al ser humano de súbdito a ciudadano con plenitud de derechos y libertades. Por otro lado, el asalto al Palacio de Invierno, que supone el comienzo de la Revolución soviética, que tenía como objetivo derribar una monarquía absoluta e instaurar un régimen basado en el comunismo y la desaparición de la lucha de clases, pero sin respetar las libertades individuales.
No es necesario profundizar demasiado en el estudio de la Historia para llegar a la conclusión de que el término rebelión ha significado siempre un alzamiento tumultuario o colectivo, más o menos reducido, contra el sistema político establecido, con el objetivo de derribarlo por la fuerza y la violencia del movimiento insurreccional, que siempre ha ido acompañado por la presión y la potencia que supone la utilización de armas de todo tipo.
En nuestro país se han vivido, especialmente durante el siglo XIX y hasta muy avanzado el siglo XX, episodios de violencia armada que han tratado de establecer un nuevo régimen, instaurar monarquías o jefaturas del Estado, o en definitiva variar por la fuerza de las armas el régimen político establecido. Hemos tenido el dudoso honor de enriquecer el vocabulario político con aportaciones autóctonas como algaradas, revueltas, motines, asonadas militares, alzamientos, o hasta «un glorioso movimiento liberador«, que arrasó con nuestras libertades durante cuarenta años. Cuando pensábamos que habíamos conseguido una cierta estabilidad democrática nos sacudió el golpe militar del 23 de febrero de 1981, calificado como rebelión por lo tribunales militares y civiles.
Buscando información he comprobado el curioso mimetismo en los gestos y actitudes del teniente coronel Tejero y del general Pavía cuando invadió el Congreso de los Diputados, sin caballo, el 3 de enero de 1874. Ambos irrumpieron acompañados por guardias civiles y soldados en el momento en que se estaba procediendo a la votación para elegir al presidente del Poder Ejecutivo. En el caso del 23F, para derrocar la democracia, y en el asalto del general Pavía, para impedir que accedieran al poder los líderes de la I República española. Si no hubiera triunfado, hubiera sido acusado de rebelión por la aplicación del Código de 1870.
La rebelión siempre ha tenido una connotación de violencia armada, que va más allá de un simple desorden público. Todos nuestros códigos penales han definido estos comportamientos con el nombre jurídico de rebelión. No es nuestro propósito realizar una exhaustiva travesía por todos los códigos penales que han regido nuestro país desde los comienzos de la codificación. Me parece suficiente con resaltar el Código Penal de 1870, pasando por la breve vigencia del Código de 1928 y el de la II República, para llegar, a través del Código de la dictadura de 1944 y su modificación o adaptación parcial de 1973, a la redacción vigente, que aparece en el Código de 1995.
El Código de 1870, que tuvo el acierto de considerar la rebelión como un ataque a la Constitución, definía el delito como «el alzamiento público y en abierta hostilidad contra el gobierno». Todos los códigos posteriores repiten la fórmula del alzamiento público y en abierta hostilidad contra el gobierno, por supuesto descartando la utilización de las vías legales o institucionales, con los aditamentos complementarios de un previsible choque entre las fuerzas armadas de los rebeldes y los leales al gobierno constituido. El diccionario de María Moliner define la hostilidad como el ataque recíproco de los enemigos en guerra y un comienzo de las hostilidades. Una curiosidad. Todos los códigos consideran autores a los que denominan jefes principales de la rebelión, excepto el Código de 1932, que hacer recaer la mayor responsabilidad en los caudillos principales. ¿En qué estarían pensando?
La rebelión se ha considerado, sucesivamente, como un delito contra la Constitución, contra el orden público o, según los códigos de la dictadura, como un delito contra la Seguridad Interior del Estado. Cuando se decide adaptar el Código Penal a la Constitución de 1978, los redactores del actual artículo 472 repiten la expresión alzarse violenta y públicamente y suprimen la referencia a la abierta hostilidad contra el gobierno por considerarla superflua, en función de la tradición histórica y de la redacción de los artículos que vienen a continuación. Los autores del texto del Código de 1995, según han manifestado públicamente algunos de los que participaron en su elaboración, siempre pensaron que la rebelión exigía el uso de las armas.
Sectores minoritarios de la doctrina penal sostienen que la redacción de los artículos 472 y 473 del Código Penal abre espacios para mantener que cabe una rebelión sin armas. Situados ante esta realidad, los aplicadores del derecho y los especialistas tienen la inexorable obligación de acudir a la interpretación de las normas legales que integran todo nuestro ordenamiento jurídico. Los jueces y tribunales, en los casos en los que el texto de la ley pueda generar alguna duda, están obligados a utilizar las reglas de la interpretación, que según la ciencia jurídica no son otras que la gramatical, la lógica, la histórica y la sistemática.
La interpretación gramatical, es decir, la que surge del propio análisis y significado de las palabras, solo es necesaria cuando el sentido de las mismas puede llevarnos a la duda sobre la aplicación de la norma. En el caso del delito de rebelión, la lectura conjunta del texto de los artículos 472 y 473 permite sostener, con criterios racionales, el significado exacto de las expresiones que en ellos se contienen. Toda rebelión exige la necesaria participación de inductores, promotores, cooperadores y se ejecuta con la intervención de personas que, según el legislador, se diferencian entre jefes principales y mandos subalternos. No es necesario ser un especialista en derecho militar para concluir que estas expresiones se refieren a la participación de elementos castrenses, escalonados jerárquicamente. Resulta inconcebible y contrario al más mínimo respeto al significado gramatical de las palabras aplicar a los políticos del Govern catalán, que ponen en marcha una actividad para desarrollar leyes elaboradas por un Parlamento y deciden convocar un referéndum, cuyo resultado debía ser aprobado por el Parlament, la condición de jefes principales o mandos subalternos. Todavía es más disparatado, como hizo la acusación popular, encarnada por el partido de extrema derecha Vox, considerarlos como una organización criminal.
Siguiendo con la lectura del texto legal, algún sector minoritario de la doctrina penal ha pretendido encontrar la clave para justificar la existencia de una rebelión con alzamiento público y violento, sin el porte o la exhibición y uso de armas, en una frase que desgajan del resto de los supuestos que vienen a continuación. Es cierto que el artículo 473.2 considera como una agravación de la pena para los jefes principales y mandos subalternos el haber esgrimido armas o entrar en combate entre la fuerza a su mando y los sectores leales a la autoridad legítima. Se olvidan que también agrava la pena el hecho de haber causado estragos, utilizar violencia contra las personas o haber malversado caudales públicos. Estimamos que la interpretación gramatical no permite la exótica e imaginativa construcción de lo que llaman la rebelión del siglo XXI, que comenten personas que actúan en el seno de las instituciones del Estado al realizar actos sin duda inconstitucionales pero ayunos de cualquier género de violencia.
Si acudimos a la metodología de la interpretación lógica llegaremos a la misma conclusión. La expresión esgrimir armas se está refiriendo al uso de ellas, portarlas o exhibirlas amenazadoramente, como un elemento consustancial al alzamiento público y violento. Ya hemos dicho que desligar el uso de armas del alzamiento público y violento, y al mismo tiempo equipararlo a la malversación de caudales públicos, desborda los linderos de la lógica y de la razón. Acudir en apoyo de estas tesis a las modalidades agravadas de los delitos de robo y violación, cuando se utilizan armas o instrumentos peligrosos, traspasa las reglas de la interpretación sistemática para introducirse por el peligroso sendero de la analogía en perjuicio del acusado. Además ignora los datos que nos proporciona la Criminología como ciencia auxiliar del Derecho Penal. En los atracos planificados es previsible que se manejen y esgriman armas, pero la realidad nos muestra que, en la práctica totalidad de los robos violentos o en las violaciones, se suelen utilizar navajas, destornilladores u otros instrumentos semejantes. Este razonamiento nos llevaría a admitir un hecho inédito en la Historia, una rebelión con destornilladores. Sin duda, ello dificultaría distinguir entre jefes principales y mandos subalternos.
En relación con la interpretación histórica ya hemos hecho referencia a ella y nos remitimos a todo lo anteriormente relatado. La conclusión es inequívoca. Para que exista rebelión es necesaria una amenaza real para el bien jurídico protegido, que no es otro que la Constitución, es decir, un alzamiento público, violento y armado. Cualquier otra interpretación que nos lleve a la rebelión sin armas sería extensiva y además conculcaría los principios interpretativos y de aplicación del derecho penal. La Historia también nos enseña que en tiempo recientes, durante la represión de la dictadura franquista, hubo alzamientos públicos y violentos; huelgas, manifestaciones, enfrentamientos con la policía, apaleamientos en centros universitarios y de trabajo y en ningún caso al régimen dictatorial se le ocurrió aplicar el tipo del delito de rebelión.
Una interpretación sistemática de todos los artículos que se incluyen en el capítulo que regula el delito de rebelión nos lleva, en conexión con los otros métodos de interpretación, a entender que el legislador da por supuesto que, en toda rebelión, existe un alzamiento violento, público y armado. La interpretación sistemática, según Bobbio, es aquella que basa sus argumentos en el presupuesto de que las normas de un ordenamiento o, más exactamente, de una parte del ordenamiento (como el derecho penal) constituyen una totalidad, por lo que es lícito aclarar una norma oscura o integrar una norma deficiente, recurriendo al llamado «espíritu del sistema», aún yendo en contra de lo que resultaría de una interpretación meramente literal. Se interpreta sistemáticamente, en la práctica, cuando no se atiende a una norma aislada, sino al contexto en que está situada.
No es fácilmente comprensible que se puedan conseguir los fines que el texto legal atribuye a los rebeldes: derogar o suspender la Constitución, obligar al Rey a ejecutar un acto contrario a su voluntad, arrancar a la Cortes Generales una resolución, impedir que se reúnan o forzarlas a realizar actos contrarios a su voluntad utilizando métodos que no lleven aparejada la utilización o el uso de armas. Si no es así, alguien puede explicar razonablemente qué sentido tiene castigar al militar que no empleare los medios a su alcance para contener la rebelión o al militar que teniendo conocimiento de que se está urdiendo una rebelión no lo denuncia a las autoridades militares o civiles. El Capítulo que regula la rebelión termina con un artículo que, sin tener contenido penal, refuerza incontestablemente la necesidad del uso de armas, al imponer a la autoridad gubernativa la obligación de conminar a los rebeldes a deponer su actitud, añadiendo que este requerimiento no es necesario si los rebeldes abren fuego.
El catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Castilla-La Mancha, Nicolás García Rivas, reconoce que la expresión «violencia» es «elástica» y en ella caben diferentes actitudes, pero «ni siquiera con esa elasticidad se puede considerar delito de rebelión» a los actos que han acompañado a la declaración de independencia de Cataluña. Sostiene que este tipo penal guarda una relación «histórica, dialéctica y lógica» con el estado de sitio. Según su criterio, para que una insurrección revista la gravedad de la rebelión tiene que ser «un acto de fuerza contra la integridad territorial o el orden constitucional que no puede resolverse con otros medios» que no sean el recurso a las Fuerzas Armadas.
Todos los intentos hechos por el juez instructor del Tribunal Supremo, al amparo de la Orden Europea de Detención y Entrega, para que le entreguen a los políticos residentes en países que se acogen al marco de aplicación de la Orden, han chocado con la resolución del tribunal alemán de Schleswig-Holstein o con la oposición u objeciones formuladas por las autoridades judiciales belgas. Un alto representante del Gobierno Federal Suizo ha manifestado que los actos que tuvieron lugar en Cataluña, desarrollados por el Gobierno y el Parlamento, son delitos políticos por lo que, según su legislación, no acceden a la extradición. En el caso de Escocia, la Corte del Sheriff de Edimburgo ha demostrado, con su pasividad, que no tiene ningún interés en resolver la petición del juez español.
Ante esta realidad incuestionable, ha llegado el momento de que los políticos y los medios de comunicación transmitan a la sociedad que, al margen de la posición que mantengan sobre las posibilidades legales de la independencia de Cataluña, un Gobierno y la presidenta de un Parlamento no pueden cometer un delito de rebelión o de alta traición por el hecho de haber tomado decisiones, inequívocamente inconstitucionales, pero en la antípodas de un delito insurreccional.
Si entre todos llegamos a esta convicción y se reduce la respuesta penal a su verdadera dimensión, sería un buen paso para restablecer los puentes e intentar, con la necesaria reflexión y rectificación de los independentistas catalanes, la reanudación de una convivencia que permita, en un futuro más o menos próximo, encontrar alguna vía para que, descartando absolutamente de referéndum unilateral, se pueda buscar una fórmula satisfactoria para todos. Creo que sería un buen servicio a la democracia y sobre todo a las generaciones futuras.
José Antonio Martín Pallín. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas. Abogado de Lifeabogados.