En recientes jornadas celebradas en Donostia, comentábamos que el Derecho Humano a la Paz, siendo universal, se traduce o se expresa de maneras diferentes según los contextos. En el contexto vasco, por ejemplo, significa en primera instancia el derecho a la vida y a la seguridad personal, sin que ello anule en absoluto el derecho […]
En recientes jornadas celebradas en Donostia, comentábamos que el Derecho Humano a la Paz, siendo universal, se traduce o se expresa de maneras diferentes según los contextos. En el contexto vasco, por ejemplo, significa en primera instancia el derecho a la vida y a la seguridad personal, sin que ello anule en absoluto el derecho a la libertad, a poder decidir, a la igualdad de oportunidades y otras aspiraciones. No olvidemos, al fin y al cabo, que la paz, como vivencia, no es más que el sabio equilibrio entre las inevitables tensiones que genera la exigencia de derechos. Como nota esperanzadora, es pertinente recordar que en más de la mitad de los conflictos armados que hay en el mundo existen negociaciones entre los gobiernos y los grupos armados. No hay razón, por tanto, para pensar que el conflicto vasco haya de ser el último en resolverse, porque no es ni el más complicado, ni el más letal, ni el más invisible u olvidado. Es igualmente significativo que en casi la mitad de estos conflictos del mundo haya como telón de fondo el debate sobre independencia o autonomía, lo que obliga a que muchos procesos de paz estén vinculados al desarrollo de arquitecturas políticas intermedias (autonomías, federalismos, cosoberanías, etc.). Se trata, pues, de un debate universal, y que en contextos sumamente más complicados y letales que el nuestro se ha sabido encontrar la manera de resolver el problema, o al menos lo están intentando. Hay momentos en los que surgen «ventanas de oportunidad», es decir, coyunturas muy específicas, donde es posible subirse a «trenes que pasan» y que permiten acogerse a un nuevo escenario más favorable al diálogo. Yo veo que en el País Vasco ahora hay uno de estos momentos, y que habríamos de tener la inteligencia de saberlo aprovechar para ir al fondo de muchas cosas. Parecería razonable, por ejemplo, que sin necesidad de hacer declaraciones ni realizar pactos, en relación al País Vasco se pudieran realizar gestos multilaterales simultáneos, como el acercamiento de presos para aliviar el sufrimiento de las familias, una tregua indefinida, un aparcamiento temporal (que no la retirada) de proyectos políticos muy detallados y polarizadores, una revisión de la ley de partidos y del pacto antiterrorista, una lectura conjunta del atentado del 11-M, un diálogo abierto sobre estructuras transfronterizas, y tantas otras cosas que permitirían disminuir la tensión y darían una oportunidad al debate político. En los procesos de paz, normalmente se necesita buscar un «consenso suficiente» a escala social y política, incompatible con las estrategias divisorias y polarizadoras del 51% de los votos. En el caso vasco, buscar ese consenso suficiente, que puede ir del 65% al 75% de los votos, implica que sólo puede quedar al margen uno de los grupos parlamentarios actuales, pero no dos. El PSE, por tanto, jugará un papel fundamental como bisagra en este proceso. Para lograr ese consenso, además, se necesitará que todos los grupos participantes tengan una actitud metaconflictiva, esto es, habrán de estar dispuestos a hablar de todo y con todos sobre lo que es el conflicto y sobre las vías para su resolución. Algunos procesos de paz se inician gracias a la discusión y redacción de una «hoja de ruta» que marca las pautas generales a seguir durante el proceso, y no tanto los detalles concretos del proceso o el resultado final. Una «hoja de ruta» no debe ser más que el camino genérico, el marco, el señalamiento de los temas clave, la infraestructura de apoyo y la autopista que se ofrece para que los actores puedan dialogar. Es pues un documento de muy pocos folios, casi un esquema, para visionar lo que vamos a hacer y cómo lo haremos. En otras palabras, y pensando en el País Vasco, una «hoja de ruta» se parece más al Plan Ardanza (que era un esquema de actuación), que al Plan Ibarretxe, que aunque se pueda discutir cada coma, ya está redactado de una manera muy completa. En todo caso, insisto, una «hoja de ruta» ha de recoger desde su primer momento un cierto consenso, que se amplía en el proceso de su discusión y mejora. Una posible «hoja de ruta» para el País Vasco, por ejemplo, habría de contener los elementos esenciales y simbólicos irrenunciables de cada parte, en un ejercicio de comprensión-cesión a partir de una actitud mutua de entendimiento, acomodación y búsqueda de intermedios suficientes, esto es, de acuerdos de satisfacción de lo exigido, pero por otros medios, canales, expresiones y métodos de los habitualmente pensados o considerados hasta ahora. En el fondo del fondo, hay algo relativamente sencillo de entender, pero tremendamente demonizado a nivel político, y contaminado por la presencia de la violencia armada: el derecho al derecho, es decir, las garantías de que el pueblo vasco, como cualquier otro pueblo del mundo, puede ser consultado sobre lo que quiere y cómo quiere hacerlo. No sólo sería un ejercicio democrático, sino un reconocimiento de la madurez de las personas para pensar y tomar decisiones, y una terapia colectiva que urge poner en marcha para normalizar un montón de cosas. (*) Vicenç Fisas. Director de la Escuela de Cultura de Paz, UAB.